El año 2016 terminó con dos nuevos sucesos dramáticos y sangrientos: el asesinato del embajador ruso en Estambul y el brutal asesinato de personas en Berlín que estaban disfrutando tranquilamente de los preparativos para la Navidad. Estos acontecimientos estaban vinculados a la ciénaga sangrienta de Oriente Medio y más específicamente a Siria.
El año 2016 terminó con dos nuevos sucesos dramáticos y sangrientos: el asesinato del embajador ruso en Estambul y el brutal asesinato de personas en Berlín que estaban disfrutando tranquilamente de los preparativos para la Navidad. Estos acontecimientos estaban vinculados a la ciénaga sangrienta de Oriente Medio y más específicamente a Siria.
La caída de Alepo representó un giro decisivo en la situación. Rusia, que se supone había quedado aislada y humillada por la “comunidad internacional” (léase Washington) ahora controla Siria y decide lo que sucede allí. Se convocó una conferencia de paz en Kazajistán a la que no fueron invitados ni los estadounidenses ni los europeos, seguida de un acuerdo de alto el fuego dictado según los términos de Rusia.
De diferentes maneras estos desarrollos expresaban el mismo fenómeno: el viejo orden mundial está muerto y en su lugar nos encontramos ante un futuro de inestabilidad y conflicto, cuyo resultado nadie puede predecir. El año 2016 representó, por tanto, un punto de inflexión en la historia. Ha sido un año marcado por la crisis y la turbulencia a una escala global.
Hace veinticinco años, después de la caída de la Unión Soviética, los defensores del capitalismo estaban eufóricos. Hablaban de la muerte del socialismo y del comunismo, y hasta del final de la historia. Nos prometieron un futuro de paz y prosperidad gracias al triunfo de la economía de libre mercado y de la democracia.
El Liberalismo había triunfado y por lo tanto la historia había llegado a su expresión final en el capitalismo. Ese era el significado esencial de la frase, ahora notoria, de Francis Fukuyama. Pero ahora la rueda de la historia ha dado una vuelta completa. Hoy en día, no queda piedra sobre piedra de aquéllas confiadas predicciones de los estrategas del capital. La historia ha regresado con venganza.
De repente, el mundo parece estar afectado por fenómenos extraños y sin precedentes que desafían todos los intentos de los expertos políticos para explicarlos. El 23 de junio el pueblo de Gran Bretaña votó en un referéndum salir de la Unión Europea –un resultado que nadie esperaba, lo que provocó una conmoción a escala internacional. Pero esto no fue nada en comparación con el tsunami provocado por el resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses –un resultado que nadie esperaba, incluyendo el hombre que ganó.
A las pocas horas de la elección de Donald Trump, las calles de las ciudades en todos los Estados Unidos se llenaron de manifestantes. Estos acontecimientos son la confirmación dramática de la inestabilidad que ha afectado al mundo entero. De la noche a la mañana han desaparecido las viejas certezas. Hay un fermento general en la sociedad y una sensación extendida de incertidumbre, que llena a la clase dominante y a sus ideólogos de una profunda aprensión.
Los defensores del liberalismo capitalista se quejan amargamente del auge de políticos como Donald Trump, que representan la antítesis de lo que se conoce como “valores liberales”. Para estas personas el año 2016 parece una pesadilla. Tienen la esperanza de que van a despertar y descubrir que todo fue un sueño, que el ayer retornará y que mañana verán un día mejor. Sin embargo, no habrá un re despertar para el liberalismo burgués ni ningún mañana.
Los comentaristas políticos hablan con pavor del auge de algo que llaman “populismo”, una palabra que es tan elástica que carece de cualquier significado. El uso de una terminología tan amorfa significa simplemente que los que la usan no tienen ni idea de lo que están hablando. En términos etimológicos estrictos, “populismo” no es más que una traducción latina de la palabra griega “demagogia”. El término se aplica con el mismo gusto con que un mal pintor revoca una pared con una gruesa capa de pintura para cubrir sus errores. Se lo utiliza para describir tal amplia variedad de fenómenos políticos que los vacía completamente de cualquier contenido real.
Los dirigentes de Podemos y Geert Wilders, Jaroslaw Kaczynski y Evo Morales, Rodrigo Duterte y Hugo Chávez, Jeremy Corbyn y Marine Le Pen –todos son barnizados con la misma brocha populista. Es suficiente comparar el contenido real de estos movimientos, que no son sólo diferentes sino radicalmente antagónicos, para darse cuenta de la futilidad de tal lenguaje. No está calculado para aclarar, sino para confundir, o más correctamente para encubrir la confusión de los estúpidos comentaristas políticos burgueses.
La muerte del liberalismo
En su editorial del 24 de diciembre de 2016 The Economist cantaba un himno de alabanza a su amado liberalismo. Los liberales, nos dice, “creen en las economías y sociedades abiertas, donde se fomenta el libre intercambio de bienes, capitales, personas e ideas y donde las libertades universales están protegidas contra el abuso del Estado por el imperio de la ley”. A tal bella imagen realmente se le debería poner música.
Pero a continuación, el artículo concluye con tristeza que 2016 “ha sido un año de reveses. No sólo por el Brexit y la elección de Donald Trump, sino también por la tragedia de Siria, abandonada a su sufrimiento, y el apoyo generalizado –en Hungría, Polonia y más allá– a la “democracia intolerante”. A medida que la globalización se ha convertido en un agravio, el nacionalismo, e incluso el autoritarismo, han florecido. En Turquía el alivio ante el fracaso de un golpe de Estado fue superado por represalias salvajes (y populares). En Filipinas, los votantes eligieron a un presidente que no sólo desplegó escuadrones de la muerte, sino que se jactaba de apretar el gatillo. A la vez que Rusia, que dio de hachazos a la democracia occidental, y China, que justo la semana pasada se burló de EEUU al apoderarse de uno de sus drones marítimos, insisten en que el liberalismo no es más que una tapadera para la expansión occidental”.
El hermoso canto de alabanza a los valores occidentales y al liberalismo ha terminado con una nota agria. The Economist concluye con amargura: “Frente a esta letanía, muchos liberales (del tipo de libre mercado) han perdido los nervios. Algunos han escrito epitafios para el orden liberal y emitido advertencias sobre la amenaza a la democracia. Otros sostienen que, con un pellizco tímido a la ley de inmigración o con un arancel adicional, la vida simplemente volverá a la normalidad”.
Pero la vida no “retornará a la normalidad” simplemente –sino que, más correctamente, entraremos en una nueva etapa de lo que The Economist se refiere como una “nueva normalidad”: Un período sinfín de recortes, austeridad y caída de los niveles de vida. En realidad, hemos estado viviendo en esta nueva normalidad desde hace bastante tiempo. Y de esto se derivan consecuencias muy serias.
La crisis mundial del capitalismo ha creado condiciones que son completamente diferentes a las condiciones que existían (al menos para un puñado de países privilegiados) cuatro décadas después de la Segunda Guerra Mundial. Ese período fue testigo de la mayor fase de expansión de las fuerzas productivas del capitalismo desde la Revolución Industrial. Este fue el suelo sobre el que pudieron florecer los tan cacareados “valores liberales”. El auge económico proporcionó a los capitalistas ganancias suficientes para otorgar concesiones a la clase obrera.
Esa fue la época dorada del reformismo. Pero el actual período es la época, no de las reformas, sino de las contra-reformas. Esto no es el resultado de prejuicios ideológicos, como imaginan algunos tontos reformistas. Es la consecuencia necesaria de la crisis del sistema capitalista que ha alcanzado sus límites. Todo el proceso que se desarrolló durante un período de seis décadas está ahora desenrollándose.
En lugar de las reformas y del aumento de los niveles de vida, la clase obrera de todo el mundo se enfrenta a los recortes, a la austeridad, al desempleo y al empobrecimiento. La degradación de las condiciones de trabajo, de los salarios, de los derechos laborales y de las pensiones recae sobre todo en los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad. La idea de la igualdad de la mujer está siendo erosionada por la búsqueda implacable de una mayor rentabilidad. A toda una generación de jóvenes se la está privando de un futuro. Esa es la esencia del presente periodo.
El momento María Antonieta de la élite
A la clase dominante y a sus estrategas les resulta difícil aceptar la realidad de la situación actual y son completamente ciegos a las consecuencias políticas que se derivan de ella. La misma ceguera se puede observar en cada clase dirigente que se enfrenta a la extinción y que se niega a aceptarlo. Como observó correctamente Lenin, un hombre que permanece al borde de un precipicio no razona.
El Financial Times publicó un interesante artículo de Wolfgang Münchau titulado “El momento María Antonieta de la élite”. Comienza como sigue:
“Algunas revoluciones podrían haberse evitado si la vieja guardia sólo se hubiera abstenido de la provocación. No hay ninguna prueba de un incidente del tipo “que coman tarta”. Parece que esto lo dijo María Antonieta [La leyenda dice que ese fue el comentario de Maria Antonieta cuando le informaron que el pueblo salió a la calle exigiendo pan, NdT]. Suena real. Los Borbones eran difíciles de superar como la quinta esencia del establishment fuera de contacto con la realidad.“Ellos tienen competencia ahora”.
“Nuestro Establishment democrático liberal mundial se comporta de la misma manera. En un momento en que Gran Bretaña ha votado salir de la UE, en que Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos, y Marine Le Pen está marchando hacia el Palacio del Elíseo, nosotros –los guardianes del orden liberal mundial– seguimos poniendo todo en riesgo”.
La comparación con la Revolución Francesa es muy instructiva. En todas partes la clase dominante y sus “expertos” han demostrado estar completamente fuera de contacto con la situación real de la sociedad. Ellos asumían que el orden de las cosas que surgió del auge económico posterior a la guerra continuaría para siempre. La economía de mercado y la “democracia” burguesa eran los paradigmas incuestionables de la época.
Su complacencia petulante recordaba precisamente a la desafortunada María Antonieta, la reina de Francia. No es en absoluto cierto que su famosa frase fuera pronunciada alguna vez, pero refleja con precisión la mentalidad de una clase dirigente degenerada que no tiene interés en los sufrimientos de la gente común ni en las inevitables consecuencias que se derivan de ellos.
Al final María Antonieta perdió la cabeza y ahora la clase dominante y sus representantes políticos están perdiendo la suya. El artículo del Financial Times sigue: “¿Por qué está pasando esto? Los macroeconomistas creen que nadie se atrevería a desafiar su autoridad. Los políticos italianos han estado desplegando juegos de poder desde siempre. Y el trabajo de los funcionarios de la UE es encontrar maneras ingeniosas de animar legislaciones y tratados políticamente complicados en las legislaturas nacionales pasadas. A pesar de la apetencia por el poder de la señora Le Pen, del Sr. Grillo y de Geert Wilders del partido de extrema derecha holandés Libertad, el establishment sigue actuando de esta manera. Un regente Borbón, en un momento inusitado de reflexión, se habría echado atrás. Nuestro orden capitalista liberal, con sus instituciones competentes, es constitucionalmente incapaz de hacer eso. Está programado para arriesgarlo todo.
“El curso de acción correcto sería dejar de insultar a los votantes y, más importante, resolver los problemas de un sector financiero fuera de control, de los flujos incontrolados de personas y capitales, y de la distribución desigual de los ingresos. En la zona euro, los líderes políticos encontraron apropiado improvisar con la crisis bancaria y luego con una crisis de la deuda soberana –sólo para encontrarse con que la deuda griega es insostenible y que el sistema bancario italiano está en serios problemas. Ocho años después, todavía hay por ahí inversores que apuestan a un colapso de la zona euro como la conocemos”.
En 1938, Trotsky escribió que la clase dominante se deslizaba por un tobogán hacia el desastre con los ojos cerrados. Las líneas anteriores son una ilustración gráfica de este hecho. Y el Sr. Münchau saca la siguiente conclusión:
“Pero si esto está sucediendo es por la misma razón por la que sucedió en la Francia revolucionaria. Los guardianes del capitalismo occidental, como los Borbones antes que ellos, no han aprendido nada, ni han olvidado nada”.
El colapso del centro
Contrariamente al antiguo prejuicio de los liberales, la conciencia humana no es progresista, sino profundamente conservadora. A la mayoría de las personas no les gusta el cambio. Se aferran obstinadamente a las viejas ideas, prejuicios, religión y moralidad con las que están familiarizadas, y lo que es familiar siempre es más reconfortante que lo que no lo es. La idea del cambio es alarmante, ya que es desconocido. Estos temores están profundamente arraigados en la psique humana y han existido desde tiempo inmemorial.
Sin embargo, el cambio es tan necesario para la supervivencia de la raza humana como lo es para la supervivencia del individuo. La ausencia de cambio es la muerte. El cuerpo humano cambia constantemente desde el momento del nacimiento; todas las células se descomponen, mueren y son reemplazadas por células nuevas. El niño debe desaparecer para que el adulto pueda nacer.
Sin embargo, no es difícil entender la aversión de la gente a cambiar. El hábito, la rutina, la tradición –todas estas cosas son necesarias para el mantenimiento de las normas sociales que sustentan el funcionamiento de la sociedad. Durante un largo período arraigan, condicionando las actividades diarias de millones de hombres y mujeres. Son universalmente aceptadas, al igual que el respeto de las leyes y costumbres, las reglas de la vida política y las instituciones existentes: en una palabra, el status quo.
Existe algo similar en la ciencia. En su profundo y penetrante estudio de La estructura de las revoluciones científicas, Thomas S. Kuhn explica cómo cada periodo en el desarrollo de la ciencia se basa en un modelo existente que es generalmente aceptado y que proporciona un marco necesario para el trabajo científico. Durante mucho tiempo este paradigma responde a un propósito útil. Pero finalmente las pequeñas contradicciones, aparentemente insignificantes, que aparecen conducen eventualmente a la caída del viejo paradigma y a su sustitución por otro nuevo. Esto, según Kuhn, constituye la esencia de una revolución científica.
Exactamente, el mismo proceso dialéctico se produce en la sociedad. Las ideas que han existido durante tanto tiempo y se han endurecido en prejuicios, entran finalmente en conflicto con la realidad existente. En ese momento, una revolución en la conciencia comienza a tener lugar. La gente comienza a cuestionar lo que parecía ser incuestionable. Ideas que eran cómodas porque proporcionaban certezas se hacen añicos sobre la roca de la dura realidad. Por primera vez, la gente comienza a sacudirse las viejas y cómodas ilusiones y a mirar la realidad de frente.
La verdadera causa de los temores de la clase dominante es el colapso del centro político. Lo que estamos viendo en Gran Bretaña, Estados Unidos, España y muchos otros países es una aguda y creciente polarización entre la izquierda y la derecha en la política, que a su vez es simplemente un reflejo de una creciente polarización entre las clases. Esto a su vez es un reflejo de la crisis más profunda que ha habido en la historia del capitalismo.
Durante los últimos cien años, el sistema político de los EE.UU. se basó en dos partidos –los Demócratas y los Republicanos– en el que ambos defendían el mantenimiento del capitalismo y representaban los intereses de los bancos y de las grandes empresas. Esto fue muy bien expresado por Gore Vidal quien escribió que “nuestra República tiene un partido, el partido de la propiedad, con dos alas de derechas”.
Esta fue la sólida base para la estabilidad y la longevidad de lo que los estadounidenses consideraban como “democracia”. En realidad, esta democracia burguesa no era más que una hoja de parra para ocultar la realidad de la dictadura de los banqueros y capitalistas. Ahora bien, este práctico dispositivo está siendo cuestionado y sacudido hasta la médula. Millones de personas están despertando a la realidad de la podredumbre del establishment político y al hecho de que están siendo engañados por aquellos que dicen representarlos. Esta es la condición previa para una revolución social.
Crisis del reformismo
Vemos una situación similar en Gran Bretaña, donde desde hace 100 años los Laboristas y Conservadores se alternaban en el poder, proporcionando el mismo tipo de estabilidad para la clase dominante. El Partido Laborista y el partido Conservador eran dirigidos por sólidos hombres y mujeres respetables en los que se podía confiar para manejar la sociedad en interés de los banqueros y capitalistas de la city de Londres. Pero la elección de Jeremy Corbyn lo ha puesto todo patas arriba.
La clase dominante teme que la llegada masiva de nuevos miembros al Partido Laborista pueda romper el dominio del ala derecha sobre el Laborismo. Eso explica el pánico de la clase dominante y el carácter virulento de la campaña contra Corbyn.
La crisis del capitalismo es también la crisis del reformismo. Los estrategas del capital se asemejan a los Borbones, pero los líderes reformistas son sólo una pobre imitación de los primeros. Ellos son los más ciegos de entre los ciegos. Los reformistas, tanto de las variedades de derechas como de izquierdas, no comprenden nada de la situación real. A pesar de que se enorgullecen de ser grandes realistas, son el peor tipo de utópicos.
Al igual que los liberales de los cuales no son más que un pálido reflejo, están suspirando por el pasado que ha desaparecido más allá de cualquier regreso. Se quejan amargamente de la injusticia del capitalismo, sin darse cuenta de que las políticas de la burguesía son dictadas por la necesidad económica del capitalismo mismo.
Es una ironía suprema de la historia que los reformistas hayan adoptado totalmente la economía de mercado, precisamente en un momento en el que se está desmoronando ante nuestros propios ojos. Habían aceptado el capitalismo como algo que está dado de una vez para siempre, que no puede ser cuestionado ni, ciertamente, derrocado. El presunto realismo de los reformistas es el realismo de un hombre que trata de persuadir a un tigre de que coma ensaladas en lugar de carne humana. Naturalmente, el realista que ha intentado realizar esta hazaña loable no tuvo éxito en convencer al tigre y terminó el interior de su estómago.
Lo que los reformistas no entienden es que si se acepta el capitalismo también deben aceptarse las leyes del capitalismo. Y en las condiciones modernas eso significa aceptar los recortes y la austeridad. En ninguna parte está la bancarrota del reformismo más claramente expresada que en el hecho de que ya no hablan de socialismo. Ni tampoco hablan de capitalismo. En su lugar, se quejan de los males del “neoliberalismo”, es decir, que no se oponen al capitalismo en sí, sino solamente a un modelo particular de capitalismo. Pero el llamado neoliberalismo no es más que un eufemismo para el capitalismo en el período de crisis.
Los reformistas que imaginan ser grandes realistas están soñando con un retorno a las condiciones del pasado, cuando ese pasado ya ha retrocedido en la historia. El período que ahora se abre será completamente diferente. En las décadas que siguieron a 1945, la lucha de clases en los países capitalistas avanzados se atenuó en cierta medida como consecuencia de las reformas logradas por la clase trabajadora a través de la lucha.
Trotsky explicó hace tiempo que la traición está implícita en el reformismo en todas sus variedades. Con esto no quería decir que los reformistas traicionaran conscientemente a la clase obrera. Hay muchos reformistas honestos, así como un buen número de arribistas corruptos. Pero el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Si acepta el sistema capitalista –como lo hacen todos los reformistas, ya sean de derechas o de izquierdas– seguidamente deben obedecerse las leyes del sistema capitalista. En un período de crisis capitalista, esto significa la inevitabilidad de los recortes y ataques a los niveles de vida.
Esta lección tuvo que ser aprendida por Tsipras y Varoufakis en Grecia. Ellos llegaron al poder con un enorme apoyo popular con un programa anti-austeridad, pero muy rápidamente se les hizo comprender por Merkel y Schäuble que esto no estaba en la agenda. Al final capitularon y dócilmente llevaron a cabo el programa de austeridad dictado por Berlín y Bruselas. Vimos una situación similar en Francia, donde Hollande consiguió una masiva victoria prometiendo un programa anti-austeridad, y a continuación dio un giro de 180º y llevó a cabo recortes aún más profundos que el anterior gobierno de la derecha. El resultado inevitable ha sido el auge de Marine Le Pen y del Frente Nacional.
El capitalismo en un callejón sin salida
En países como los Estados Unidos cada generación desde la Segunda Guerra Mundial podía esperar una mejor calidad de vida que la que tenían sus padres. En las décadas de boom económico los trabajadores se acostumbraron a victorias relativamente fáciles. Los líderes sindicales no tenían que luchar mucho para obtener mejoras económicas. Las reformas fueron consideradas la norma. Hoy fue mejor que ayer y mañana sería mejor que hoy.
En el largo período de auge capitalista, la conciencia de clase de los trabajadores estuvo un tanto mitigada. En lugar de políticas socialistas de clase bien definidas, el movimiento obrero ha sido infectado con ideas extrañas a través de la correa de transmisión de la pequeña burguesía que ha apartado a un lado a los trabajadores y ahogado su voz con las declamaciones estridentes del radicalismo de la clase media.
La llamada corrección política con su mezcolanza de ideas a medio cocinar sacadas de la basura del liberalismo burgués, poco a poco ha sido aceptada incluso en los sindicatos, donde los dirigentes reformistas de derechas se aferran ansiosamente a ella como un sustituto de las políticas de clase y de las ideas socialistas. Los reformistas de izquierdas en particular, han jugado un papel nefasto en este sentido. Se necesitarán los golpes de martillo de los acontecimientos para demoler estos prejuicios que tienen un efecto corrosivo sobre la conciencia.
Pero la crisis del capitalismo no permite tales lujos. La generación actual de jóvenes se enfrentará por primera vez a peores condiciones de vida que las que disfrutaron sus padres. Gradualmente, esta nueva realidad está abriéndose paso en la conciencia de las masas. Esa es la razón del actual fermento de descontento que existe en todos los países y que está adquiriendo un carácter explosivo. Esta es la explicación de los terremotos políticos que han tenido lugar en Gran Bretaña, España, Grecia, Italia, Estados Unidos y muchos otros países. Es un aviso de que se están preparando acontecimientos revolucionarios.
Es cierto que en esta etapa el movimiento se caracteriza por una tremenda confusión ¿Cómo podía ser de otra manera, cuando esas organizaciones y partidos que deberían colocarse a la cabeza de un movimiento para transformar la sociedad, se han transformado en cambio en monstruosos obstáculos en el camino de la clase obrera? Las masas están buscando una manera de salir de la crisis, poniendo a prueba los partidos políticos, los líderes y los programas. Los que no pasan la prueba son arrojados a un lado sin piedad. Hay giros violentos en el frente electoral, tanto a la izquierda como a la derecha. Todo esto es el presagio de un cambio revolucionario.
En retrospectiva, el período de medio siglo que siguió a la Segunda Guerra Mundial será visto como una excepción histórica. Con toda probabilidad, nunca volverá a repetirse la concatenación de circunstancias peculiares que produjeron esa situación. Lo que nos enfrentamos ahora es precisamente a una vuelta al capitalismo normal. La cara sonriente del liberalismo, del reformismo y de la democracia va a ser echada a un lado para revelar la única fisonomía que tiene el capitalismo realmente.
¡Hacia un nuevo Octubre!
Un nuevo período se abre ante nosotros –un periodo de tormenta y tensión que será mucho más similar a la década de 1930 que al período posterior a 1945. Todas las ilusiones del pasado quedarán consumidas en la conciencia de las masas como en una plancha caliente. En un período como éste, la clase obrera tendrá que luchar duro para defender las conquistas del pasado, y en el curso de esta amarga lucha llegará a entender la necesidad de un programa revolucionario cabal. O el capitalismo es derrocado, o un terrible destino le espera a la humanidad. Esa es la única alternativa. Cualquier otro curso de acción es una mentira y un engaño. Es hora de mirar la verdad cara a cara.
Sobre la base del capitalismo enfermo no puede haber salida para la clase obrera y la juventud. Los liberales y reformistas están tratando con todas sus fuerzas de apuntalarlo. Ellos lloriquean sobre la amenaza a la democracia, ocultando el hecho de que la llamada democracia burguesa no es más que una hoja de parra tras la que se esconde la cruda realidad de la dictadura de los bancos y de las grandes empresas. Van a tratar de atraer a la clase obrera a alianzas para “defender la democracia”, pero esto es una farsa hipócrita.
La única fuerza que tiene un interés real en la democracia es la clase obrera misma. La llamada burguesía liberal es incapaz de reacción de combate, lo que se deriva directamente del sistema capitalista en el que basan sus riquezas y privilegios. Fue Obama quien pavimentó el camino para la victoria de Trump, tal como fue Hollande quien ha allanado el camino para el ascenso de Le Pen.
En realidad, el viejo sistema ya está descomponiéndose ante nuestros propios ojos. Los síntomas de su decadencia son evidentes para todos. En todas partes vemos las crisis económicas, la descomposición social, trastornos, guerras, destrucción y caos. Es una imagen terrible, pero se deriva del hecho de que el capitalismo ha llevado a la humanidad a un callejón sin salida.
No es la primera vez que hemos visto este tipo de cosas. Los mismos síntomas se pueden ver en el período de la decadencia y caída del Imperio Romano y en el período de decadencia de la sociedad feudal. No es casualidad que los hombres y las mujeres en esos días se imaginaran que el fin del mundo se acercaba. Pero lo que se acercaba no era el fin del mundo, sino sólo al final de un sistema económico social particular que había agotado su potencial y se había convertido en un monstruoso obstáculo en el camino del progreso humano.
Lenin dijo una vez que el capitalismo es horror sin fin. Ahora vemos la verdad literal de esta afirmación. Pero junto a los horrores producidos por un sistema decadente y reaccionario hay otra cara de la moneda. Nuestra época es un tiempo de nacimiento, y un período de transición de un período histórico a otro. Dichos períodos se caracterizan siempre por los dolores, que son los dolores de una nueva sociedad que está luchando por nacer, mientras que la vieja sociedad se esfuerza por preservarse estrangulando al niño en el vientre materno.
El viejo mundo se está desplomando. Que está tambaleándose para caer lo indican síntomas inequívocos. La podredumbre se está extendiendo en el orden establecido de las cosas, sus instituciones están colapsando. Los defensores del viejo orden están atrapados por un presentimiento indefinido de algo desconocido. Todas estas cosas presagian que hay algo más que se aproxima.
Este desmoronamiento gradual a pedazos se acelerará por la erupción de la clase obrera en la escena de la historia. Aquellos escépticos que descartaron a la clase trabajadora se verán obligados a comerse sus palabras. Están acumulándose fuerzas volcánicas debajo de la superficie de la sociedad. Las contradicciones se están acumulando hasta el punto que no pueden aguantarse mucho más.
Nuestra tarea es acortar este proceso doloroso y asegurar que el nacimiento se lleve a cabo con el menor sufrimiento posible. Con el fin de hacer esto, es necesario lograr el derrocamiento del actual sistema que se ha convertido en una terrible barrera para el desarrollo de la raza humana y una amenaza para su futuro.
Todos aquellos que están tratando de preservar el viejo orden, de ponerle parches, de reformarlo, para dotarlo de muletas que le permitan renquear durante unos años o décadas más, juegan el papel más reaccionario. Están impidiendo el nacimiento de una nueva sociedad, la única que puede ofrecer un futuro a la humanidad y poner fin a la pesadilla del capitalismo existente.
El Nuevo Mundo que está luchando por nacer se llama socialismo. Es nuestro trabajo asegurar que este nacimiento se lleve a cabo tan pronto como sea posible y con el mínimo posible de dolor y sufrimiento. La manera de lograr este objetivo es construir una fuerte corriente marxista en todo el mundo con cuadros formados y con fuertes vínculos con la clase obrera.
Hace cien años tuvo lugar un acontecimiento que cambió el curso de la historia mundial. En un país semifeudal atrasado en los confines de Europa, la clase obrera se movió para cambiar la sociedad. Nadie esperaba esto, sin embargo. Las condiciones objetivas para una revolución socialista en Rusia parecían ser inexistentes.
Europa estaba en las garras de una terrible guerra. Los trabajadores de Gran Bretaña, Francia, Alemania y Rusia estaban matándose entre sí en nombre del imperialismo. En tal contexto la consigna: “¡Proletarios de todos los países, uníos!” debía parecer una expresión de amargo sarcasmo. La propia Rusia estaba gobernada por un poderoso régimen autocrático con un gran ejército, una fuerza policial y una policía secreta cuyos tentáculos se extendían a todos los partidos políticos –incluyendo los bolcheviques.
Y, sin embargo, en esta situación aparentemente imposible los obreros de Rusia se movieron para tomar el poder en sus propias manos. Ellos derrocaron al zar y establecieron organismos de poder democráticos, los soviets. Sólo nueve meses después el Partido Bolchevique, que al comienzo de la revolución era una pequeña fuerza de no más de 8.000 miembros, llegó al poder.
Cien años más tarde, los marxistas se enfrentan a la misma tarea que Lenin y Trotsky se enfrentaron en 1917. Nuestras fuerzas son pequeñas y nuestros recursos son escasos, pero estamos armados con el arma más poderosa: el arma de las ideas. Marx decía que las ideas se convierten en una fuerza material cuando se apoderan de la mente de las masas. Durante mucho tiempo, estuvimos luchando contra una poderosa corriente. Pero la marea de la historia fluye ahora firmemente en nuestra dirección.
Ideas que son escuchadas por unos pocos hoy serán recibidas con entusiasmo por millones en el período que ahora se abre. Grandes acontecimientos pueden tener lugar con extrema rapidez, transformando toda la situación. La conciencia de la clase obrera puede cambiar en cuestión de días u horas. Nuestra tarea es preparar a los cuadros para los grandes acontecimientos que se ciernen. Nuestra bandera es la bandera de Octubre. Nuestras ideas son las ideas de Lenin y Trotsky. Esa es la máxima garantía de nuestro éxito.
Londres 5 de enero de 2017.