Breve historia del infinito. Una interpretación marxista [Primera parte]

Si preguntamos a cualquier persona por el significado del infinito encontraremos, normalmente, respuestas relacionadas con Dios, la religión y la metafísica.

Si preguntamos a cualquier persona por el significado del infinito encontraremos, normalmente, respuestas relacionadas con Dios, la religión y la metafísica. Sin embargo, desde que la filosofía materialista surgió en la antigua Grecia el infinito como problema filosófico fue arrebatado como monopolio de la religión; desde entonces, a través de los siglos, la ciencia ha estado tropezando con el infinito a pesar de los intentos por expurgarlo de su presencia

Introducción

Si preguntamos a cualquier persona por el significado del infinito encontraremos, normalmente, respuestas relacionadas con Dios, la religión y la metafísica. Sin embargo, desde que la filosofía materialista surgió en la antigua Grecia el infinito como problema filosófico fue arrebatado como monopolio de la religión; desde entonces, a través de los siglos, la ciencia ha estado tropezando con el infinito a pesar de los intentos por expurgarlo de su presencia.

La resistencia obstinada a incorporar al infinito a nuestro entendimiento del universo tiene que ver con el sentido común –cuya expresión elaborada es la lógica formal–, con el hecho de que en la vida diaria y cotidiana los seres humanos nos relacionamos con objetos y hechos que tienen un principio y un fin en el espacio y en el tiempo, reconocemos los objetos porque son discernibles y finitos en relación a otros, aprendemos a contar empezando por la unidad, sabemos que no podemos dividir un objeto sin que en algún momento se pierda de nuestra vista, sabemos que nuestra vida tiene un comienzo y un fin; pero la experiencia cotidiana tiende a omitir el hecho de que todo fin es relativo en una cadena infinita de hechos que se relacionan, que no existe principio ni fin absolutos. Naturalmente cada fenómeno visto de manera aislada tiene un principio y un fin, pero su principio y fin es parte de un universo interconectado sin principio ni fin. Debido a que en la naturaleza existe una interacción universal, el infinito retorna a la ciencia, volviéndose un concepto elemental sin el cual ciencias como las matemáticas modernas, el cálculo, la física cuántica y la Teoría del Caos no podrían funcionar.

Así, la ciencia moderna nos ha mostrado que el infinito real está implícito en la naturaleza: no sólo se trata de la posibilidad abstracta de sumar o restar infinitamente (la noción común del infinito como una abstracción matemática puramente ideal), los diversos niveles estructurales de la realidad (mundo subatómico, nivel molecular, los cuerpos estudiados por la física de Newton, las galaxias, cúmulos de galaxias, supercúmulos, etc.) son infinitos relativos, universos infinitos contenidos en otros infinitos (el mundo subatómico es infinitamente pequeño en relación al mundo que nos desenvolvemos todos los días, y éste, a su vez, es infinitamente pequeño en relación a nuestra galaxia); después de que Dalton retomara la teoría atómica de la materia, cada avance en el estudio del átomo ha demostrado que no existe tal cosa como la partícula elemental, la ciencia se ha encontrado con un mundo subnuclear de partículas elementales que no cesan de crecer y no dejan de mostrar sus estructura interna, hay universos infinitos contenidos en una mota de polvo. Para los tiempos de vida de las partículas subatómicas, que se miden en millonésimas de segundo, el tiempo de vida del hombre aparece como infinitamente grande, pero nuestra vida es infinitamente pequeña con relación a la formación de la vida en la tierra; hay infinitos momentos contenidos en un momento finito. Para el cálculo diferencial e integral, la recta no es más que un fragmento infinitamente pequeño de una curva, las rectas paralelas no son más que fragmentos de un espacio curvo que se intersectan en un punto infinitamente grande en relación a dichas rectas. Si descontamos la teoría del Big Bang –teoría a la que volveremos–, la ciencia nos muestra un universo tan infinitamente grande como infinitamente pequeño, tan infinito en el espacio como en el tiempo.

El infinito en la escuela Jónica

Los antiguos filósofos griegos presocráticos –sobre todo los de la escuela Jónica– solían aceptar el infinito con mucha mayor naturalidad que en épocas posteriores, por la sencilla razón de que ellos partían de un método dialéctico espontáneo para comprender la realidad. Estos profundos pensadores daban por sentado que el universo era infinito en el espacio y en el tiempo y la cuestión radicaba sólo en saber cuál era la materia original que daba origen al universo que observamos ahora. Para Heráclito el universo era un fuego eternamente vivo cuyo desarrollo y movimiento eran eternos. Para Anaximandro, la materia infinita e indeterminada original (que llamaba “apeiron”) no sólo había dado origen a nuestro planeta y a los animales acuáticos como los peces, de los cuales evolucionó el hombre; sino que en su eterno movimiento origina una y otra vez universos diferentes. Para Anaxágoras el origen de todo eran las llamadas “homeomerías” o semillas infinitamente pequeñas y, a diferencia de los atomistas, estas semillas también eran infinitamente divisibles en el espacio:

“En efecto –señala Anaxágoras en una profunda y dialéctica reflexión- “no hay mínimo en lo pequeño, sino que siempre hay algo más pequeño (es imposible, en realidad, que esto no sea), y también de lo grande hay siempre algo más grande. Y éste es igual a lo pequeño en cuanto al número, en relación consigo mismo, todo es a la vez grande y pequeño.”1

Los atomistas, un mundo infinito en lo grande pero finito en lo pequeño

Los viejos atomistas creían que los átomos eran indivisibles e indestructibles –ponían una barrera infranqueable a lo infinitamente pequeño para darle una base sólida al conocimiento de la naturaleza, átomo significa “sin división”– pero concebían a los átomos como eternos en el tiempo, a la vez que concebían al universo como infinito en el espacio; curiosamente los atomistas rechazaron la existencia de lo infinitamente pequeño pero lo aceptaron en la eternidad y en la inmensidad; en lo infinitamente grande, en la existencia de infinitos mundos y estrellas generados por los átomos. Tito Lucrecio Caro –el gran heredero y sistematizador del atomismo y ateísmo antiguo– desarrolló en su maravilloso poema “De rerum natura” (Sobre la naturaleza) con agudos argumentos para sostener la imposibilidad de la divisibilidad infinita de la materia; aunque equivocados, porque el átomo es un universo que ha demostrado su divisibilidad, son sumamente interesantes:

Si después no hay nada menor, estará
De infinitas partículas formado el más pequeño elemento;
La mitad siempre hallará su mitad
Y no habrá límite a la división en parte alguna.
¿Cómo distinguirás, entonces, del universo la más pequeña de las cosas?2

Para Lucrecio la idea de la infinita divisibilidad llevaba a un descenso infinito que desafiaba al sentido común. Resultaría que la parte más pequeña del universo contendría tantas partes como la más grande. Pero en realidad, como ya había observado Anaxágoras y Heráclito, la noción de grande y pequeño es relativo y lo infinitamente pequeño es, al mismo tiempo, infinitamente grande; nuestro universo está compuesto de infinitos universos, cada uno con su estructura y leyes propias. Por tanto, lo infinitamente pequeño es tan inagotable como lo infinitamente inmenso. Aunque los atomistas erraron en su idea de la indivisibilidad atómica, no cabe ninguna duda que su aporte al conocimiento de una de las estructuras más relevantes de la composición del universo –un nivel de la realidad cuyo conocimiento será recuperado en1803 por John Dalton, más de 1,800 años después– ha sido uno de los hitos más grandes en la historia de la humanidad.

Si bien Lucrecio rechazaba lo infinitamente pequeño, aportó brillantes argumentos para demostrar la infinitud del universo en el espacio. Como afirmaba:

“No tiene término el Universo en parte alguna…
Ni bordes tiene, ni límite, ni fin.
Y no importa en qué parte del mundo te halles:
Estés donde estés, desde el sitio que ocupas,
Infinito siempre será en todas sus direcciones.”3

Si se supone que el universo es finito en el espacio debe haber algún límite que lo contenga, Lucrecio refuta esta idea haciendo un experimento mental en donde un hipotético sujeto lanza un dardo en el borde del universo:

“Dado que todo el espacio que exista se constituye finito, si alguno se adelanta al borde extremo y lanza postrero un volátil dardo, ¿prefieres que así arrojado se dirija con poderosa fuerza hacia donde fue enviado y vuele a la larga, o supones que algo puede obstruir y detenerlo?”

Si la flecha prosigue su camino lo que se creía el límite no lo era, y si la flecha se clava en una barrera, ese punto –para que la flecha se clave en él– debe tener extensión y por tanto no es el final del universo. Curiosamente fue un filósofo pitagórico –Arquitas– quien expresó la misma idea de otro modo:

“Supongamos que me encuentro en el mismísimo borde del Universo, en el mismo firmamento celeste. ¿Puedo extender la mano o un bastón al espacio exterior o no lo puedo hacer? Es absurdo suponer que no lo puedo hacer; peros si la extiendo, lo exterior ha de ser cuerpo o espacio…en cada uno de esos casos podremos pasar a esa nueva divisoria obtenida y hacer la misma pregunta. Como el bastón tropezará cada vez con algo nuevo, resulta evidente que eso sucederá infinitas veces.”4

El argumento es brillante, y aún se puede utilizar para refutar la idea de un comienzo absoluto del universo, aunque no con dardos ni bastones; efectivamente, si es verdad que todo el universo surgió de una singularidad infinitamente pequeña, queda la embarazosa cuestión de qué sucedía con los campos de dicha partícula; que sucedía, por ejemplo, con el campo eléctrico de la singularidad. Dado que el campo eléctrico, de acuerdo a la ley de Coulomb, es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre dos cargas, sin que llegue a ser nunca igual a cero –hasta la partícula más infinitamente pequeña tiene una influencia infinita en todo el universo por despreciable que ésta sea– entonces la singularidad debía extender su existencia –y con ella la del universo– hasta el infinito. Pero si la hipotética singularidad infinitamente pequeña resulta, al mismo tiempo, en un universo infinito ¿por qué no asumimos de una vez que el universo es infinito y la singularidad –de haber existido realmente– haber sido un fenómeno más en un universo infinito?

Los terribles problemas de la indivisibilidad, los eleatas y la teoría atomista

Los eleatas –más o menos contemporáneos de los primeros atomistas– demostraron las contradicciones implícitas al movimiento –incluido el tema del infinito– para fundamentar una visión rígida y estática del verdadero Ser; pero a pesar de sus fines conservadores –y que el fondo su filosofía estaba equivocado– mostraron paradojas que demuestran el carácter dialéctico del movimiento. Los eleatas proporcionaron brillantes argumentos que mostraban que una partícula no puede ser indivisible, evidentemente sus argumentos iban en contra de la teoría atomista.

Toda partícula para existir, sostuvieron los eleatas, debe ocupar un lugar en el espacio, poseer extensión, pero esto implica su posible división al infinito en tanto cualquier partícula, por pequeña que sea, debe ser extensa. Zenón planteó un experimento mental para probar esto: supongamos un segmento de recta igual a la partícula más pequeña que podemos imaginar, que suponemos indivisible (el átomo), y luego movemos esa partícula de tal forma que pase por ese segmento en reposo; es claro que habrá un momento en que una parte de la partícula esté dentro del segmento y otra esté afuera; la partícula tendrá dos partes –la que está dentro del segmento y la que está fuera de él–; por lo tanto, la partícula no puede carecer de partes, la partícula es divisible exactamente por la línea que separa las dos partes de la partícula.

Es imposible suponer que átomos sin extensión puedan componer cuerpos extensos –agregaron los eleatas– de la misma manera que es imposible obtener cualquier magnitud sumando ceros. Si suponemos a los átomos con extensión debemos aceptar su divisibilidad. La disyuntiva que los eleatas plantearon a los atomistas es: si dices que los átomos componen el mundo, éstos deben ser extensos; pero si los supones extensos deben ser divisibles. En ambos casos tu teoría nos lleva a contradicciones que la invalidan, si los átomos (sin división) son divisibles, entonces, no son átomos; pero si no son divisibles, entonces, no tienen extensión y no componen el mundo.

Atomistas como Demócrito trataron de superar estas brillantes objeciones aduciendo que los átomos tienen extensión pero son físicamente indivisibles pues son absolutamente lisos y no existe cuña que pueda introducirse en ellos para dividirlos. La objeción de Demócrito es una simple estratagema sofística, pero al menos hizo el intento. Ahora sabemos que los elatas tenían razón en abstracto –aunque los atomistas fueron más acertados, en concreto, con su teoría atómica– y aunque la división del átomo no puede entenderse en términos mecánicos como suponían los viejos atomistas, la fisión atómica es tan real como la infame bomba de Hiroshima y Nagazaki. El argumento de los eleatas sigue siendo válido para sostener la infinita divisibilidad de la materia; en efecto, si todas las partículas subatómicas tienen propiedades como campo, spin, “color”, momento magnético, etc., se debe admitir que estas propiedades –así como otras tantas que ahora desconocemos– revelan la estructura propia de dichas partículas, su naturaleza interna; es decir, su composición. Por lo tanto son tan inagotables como el universo mismo.

El descubrimiento de todo un “ejército” constantemente creciente de partículas subatómicas ha demostrado que la material es inagotable y no existe “partícula elemental” sin composición. Ted Grant y Alan Woods señalan el hecho: “Durante siglos los científicos han intentado en bajo encontrare los “ladrillos de la materia”, la última y más pequeña partícula. Hace cien años pensaron que la había encontrado en el átomo (palabra griega que significa “indivisible”). El descubrimiento de las partículas subatómicas llevó a los físicos a penetrar más profundamente en la estructura de la materia. En 1928, los científicos se imaginaban que habían descubierto las partículas más pequeñas –protones, electrones y fotones, de los que se compondría todo el mundo material-.Esto se vino abajo más tarde, con el descubrimiento del neutrón, el positrón, el deuterón y toda una ristra de partículas, incluso más pequeñas, con una existencia a cual más escurridiza: neutrinos, mesones pi, mesones mu, mesones k, etc. El ciclo vital de algunas de estas partículas es tan evanescente, quizás la mil millonésima parte de un segundo, que han sido calificadas de “partículas virtuales”, algo totalmente impensable en la era precuántica5 El último integrante de este ejército en crecimiento constante es el Boson de Higgs, partícula conocida más popularmente con el inadecuado y horroroso mote de “Partícula de Dios” –en broma sus descubridores afirman que hubieran preferido llamarla la “partícula maldita” por lo increíblemente difícil que fue su detección-. La vida media de esta partícula es del increíblemente evanescente “zeptosegundo”, es decir, la miltrillonésima parte de un segundo.

Zenón aportó, también, inmortales paradojas sobre la infinitud del movimiento y el espacio: las paradojas de la “dicotomía” y la de “Aquiles y la tortuga” muestran estas contradicciones. La primera de estas paradojas sostiene que si lanzamos cualquier objeto a un objetivo situado a una distancia dada –por ejemplo 10 metros– el objeto, antes de llegar al objetivo, deberá pasar por la mitad de la distancia que lo separa de éste, luego por la mitad de esa mitad… y así hasta el infinito sin que el objeto consiga llegar a su destino. Uno puede dividir cualquier magnitud a la mitad tantas veces como se quiera sin que se llegue nunca al cero absoluto. La famosa paradoja de “Aquiles y la tortuga” consiste en una hipotética carrera entre el mitológico Aquiles –el de los pies ligeros- y una tortuga. Aquiles da a la tortuga una ventaja de 100 metros; cuando la tortuga alcanza esa distancia, Aquiles –que en nuestro ejemplo es 10 veces más rápido- emprende su carrera; cuando Aquiles alcanza los 100 metros, la tortuga habrá avanzado 10 metros; cuando Aquiles llega a los 10 metros, la tortuga avanza 1 metro; cuando Aquiles llega al metro la tortuga avanzó un decímetro, luego un centímetro…y así hasta el infinito sin que Aquiles logre nunca alcanzar a la tortuga y ganar la carrera.

De manera plástica e intuitiva los eleatas estaban presentando, con sus paradojas, las magnitudes infinitesimales que serán recuperadas muchos siglos después por Leibniz y Newton para fundar el cálculo diferencial e integral. Algunos matemáticos modernos afirman que con el concepto de límite del cálculo diferencial e integral –la magnitud finita a la que tienden los números infinitesimales– se han resuelto las paradojas de Zenón. Sin embargo la cosa no es tan sencilla; más bien la matemática moderna ha sacado más contradicciones a la luz: qué clase de límite finito es aquél que contiene infinitos números, cómo es posible un límite que se supone ilimitado, un límite al que nunca se llega. Estas son la clase de contradicciones que las matemáticas modernas han tenido que aceptar a regañadientes para poder funcionar normalmente. Para el pensamiento dialéctico no existe problema alguno en aceptar la contradicción como real, sin intentar diluirla o negarla en forma alguna.

Los pitagóricos y la raíz cuadrada de 2

La escuela pitagórica era a la vez una escuela filosófica-científica y una secta religiosa. Era una orden cerrada que exigía secrecía y tenía toda una serie de ritos absurdos como no comer alubias, no recoger nada que se ha caído y presumía el don de la adivinación. Los pitagóricos creían en la transmigración de las almas y en toda una serie de símbolos con poderes sobrenaturales. Desde el punto de vista de sus aportaciones científicas, los pitagóricos sostenían que el cosmos –que viene del vocablo griego que significa orden, proporción– puede ser entendido en términos matemáticos, de lo que deducían la conclusión de que todas las cosas provenían del número, entendido como una entidad abstracta trascendente al mundo material y situada en otro plano de la existencia.

Era el mundo vuelto al revés –propio del idealismo filosófico– pero contenía la idea correcta de que el funcionamiento del cosmos puede ser expresado en términos matemáticos. Así, los pitagóricos, encontraron patrones matemáticos en la música y en las propiedades geométricas de la naturaleza. Relacionaron la longitud de las cuerdas y las notas correspondientes, creyeron que las distancias entre los planetas corresponden a las longitudes entre las cuerdas, creando una “armonía de las esferas” o música celestial que los mortales no podemos escuchar. Relacionaron las dimensiones de la naturaleza con los números: el 1 con el punto, el 2 con la línea –además el 2 representa las dualidades opuestas como alma y cuerpo, limitado e ilimitado, etc. –, el 3 con la superficie, el 4 con el sólido. La suma de estos números 1+2+3+4 = 10 que para los pitagóricos era un número mágico y especial, simbolizado por la tétrada: un triángulo compuesto por 10 esferas, símbolo esencial para los pitagóricos. La esfera era una figura especial y perfecta puesto que carece de contradicciones –de ahí la idea de la armonía de las esferas–, dado que cualquier punto en la superficie es equidistante del centro. Y aunque seguramente tomaron conocimientos ya existentes entre los babilonios, a los pitagóricos se les atribuye el famoso teorema de Pitágoras –que relaciona los catetos de un triángulo rectángulo con su hipotenusa–, y la terna pitagórica –serie de tres números que satisfacen la relación entre los catetos y la hipotenusa en un triángulo rectángulo-.

Los pitagóricos estaban obsesionados con la regularidad, la mensurabilidad y la perfección. Creían que las relaciones matemáticas del mundo se reducían a números naturales y racionales. Los números debían ser perfectos e inmutables para que contrastaran con la imperfecta y mutable realidad material. Pero pronto se enfrentaron a una contradicción que trataron de mantener en secreto porque minaba las bases de su teoría filosófica. Descubrieron que la diagonal de un cuadrado cuyo lado mide 1 es inconmensurable con respecto al lado del cuadrado; es decir, la relación entre ambas magnitudes no se puede expresar en números racionales, no se puede expresar la relación exactamente, lo que nos lleva directamente a la noción de infinito: la expresión decimal de esta magnitud irracional, es infinita y no periódica. Lo que encontraron los pitagóricos fue la raíz cuadrada de 2 que equivale a 1,414213562… con infinitos decimales no periódicos. Con las calculadoras modernas podemos llegar a una mayor aproximación a este número irracional:

1. 414 213 562 373 095 048 801 688 724 209 698 078 569 671 875 376 948 073 176 679 737 990 732 478 462 107 038 850 387 534 327 641 572 735 013 846 230 912 297 024 924 836 055 850 737 212 644 121 497 099 935 831 413 222 665 927 505 592 755 799 950 501 152 782 060 571 470 109 559 971 605 970 274 534 596 862 014 728 517 418 640 889 198 609 552 329 230 484 308 714 321 450 839 762 603 627 995 251 407 989 687 253 396 546 331 808 829 640 620 615 258 352 395 054 745 750 287 759 961 729 835 575 220 337 531 857 011 354 374 603 408 498 847 160 386 899 970 699 004 815 030 544 027 790 316 454 247 823 068 492 936 918 621 580 578 463 111 596 668 713 013 015 618 568 987 237 235 288 509 264 861 249 497 715 421 833 420 428 568 606 014 682 472 077 143 585 487 415 565 706 967 765 372 022 648 544 701 585 880 162 075 847 492 265 722 600 208 558 446 652 145 839 889 394 437 092 659 180 031 138 824 646 815 708 263 010 059 485 870 400 318 648 034 219 489 727 829 064 104 507 263 688 131 373 985 525 611 732 204 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Y así hasta el infinito. Esto nos lleva a la contradicción de tener una magnitud que no se puede medir exactamente, un número innumerable pero infinito. Esta contradicción causó un profundo shock, los pitagóricos creyeron que habían encontrado un error en la creación de Dios y juraron guardar el secreto. Fue una de las primeras veces en la historia de la filosofía en que se trató de ocultar la verdad para salvar los dogmas de una escuela. Se dice que el pitagórico Hippaso fue arrojado al mar por haber revelado el secreto de lo que ahora conocemos como números irracionales. El celo matemático de los pitagóricos contribuyó al avance de la ciencia pero su dogmatismo, al mismo tiempo, detuvo el desarrollo de las matemáticas durante siglos. Los números irracionales fueron redescubiertos por los árabes durante el siglo V y en la Europa renacentista entre los siglos XVI y XVII. Los números irracionales son fundamentales para medir el volumen de los cilindros, para conocer las propiedades de Pi; la constante Planck es un número irracional. En pocas palabras, lo que los pitagóricos trataron de ocultar es fundamental para la ciencia moderna y la física cuántica.

El universo se vuelve terriblemente finito durante más de mil años

Aristóteles fue uno de los más grandes genios de la antigüedad, su filosofía tendía principalmente al materialismo y su teoría del conocimiento al empirismo; sus contribuciones teóricas abarcan una sorprendente variedad de temas. Era un verdadero enciclopedista que conocía casi todo lo que en su tiempo se podía conocer. Pero Aristóteles retrocedió en puntos fundamentales en relación al materialismo jónico: estableció una perniciosa separación entre la tierra y el cielo; la tierra estaba compuesta de cuatro elementos y los cielos de un quinto elemento llamado éter, la tierra era el centro del universo. Aristóteles encogió infinitamente el universo que para los primeros materialistas se suponía infinito. Para él el infinito sólo era una posibilidad abstracta, la posibilidad de sumar infinitamente, pero rechazaba la existencia del infinito actual, real. Durante la Edad Media se combinará la obsesión con la perfección de Pitágoras y Platón, con la teoría Aristotélica del éter –además de su lógica formal cerrada y unilateral–, para concebir un mundo material imperfecto en el centro del universo, alrededor del cual –lejos de la corrupción terrenal– giraban seis esferas –construidas de un material diferente y superior al terrestre– con sus respectivos planetas anidados en los cinco sólidos perfectos: sólidos cuyos lados eran polígonos regulares. Esta visión dogmática y cerrada del universo dominará la mente de los hombres durante más de mil años de oscurantismo medieval, un mundo que había sido infinito de repente se volvió infinitamente pequeño y estrecho. Nuevas revoluciones sociales y científicas serán necesarias para derribar ese mundo estrecho y sofocante.

La cuadratura del círculo y el número inumerable

A pesar de los intentos de la escuela pitagórica por expulsar al infinito del reino de las matemáticas, el famoso científico heleno Arquímedes se volvió a tropezar con él –en el siglo III a.C.-cuando intentó calcular el área del círculo. Este problema no se podía resolver con la matemática euclidiana que sirve bastante bien para medir distancias y ángulos entre rectas pero que pasa por terribles y embarazosas aventuras cuando las líneas comienzan a curvarse, cuando la escuadra y el compás no son suficientes.

Ya los babilonios habían descubierto que la relación entre el diámetro y el perímetro de la circunferencia se mantenía constante sin importar el área del círculo, al principio calcularon la relación –que ahora conocemos como Pi- en 3, luego en 3.125; en el año 1650 a. C. los egipcios llegaron a una aproximación asombrosa: 3.160496. El mérito de Arquímedes, más que la medición en sí, fue el método que utilizó para establecer la relación entre el círculo y su diámetro y, con ello, lograr una medición más exacta del área del círculo: consistió virtualmente en intentar la cuadratura del círculo y, de paso, reencontrarse con los números irracionales y el infinito.

El método, como se muestra en la figura, consistió en inscribir dentro del círculo un polígono regular con tantos lados que casi tocaran el perímetro del círculo y cuya área, por tanto, se aproximara a la del éste. A partir del polígono inscrito al círculo se pueden construir triángulos isósceles con los cuales se obtiene al área del polígono y una aproximación a la del círculo; además, con los triángulos resultantes se puede construir un cuadrado que tenga aproximadamente la misma área que la del círculo. Lograr un cuadrado con la misma área de un círculo – problema conocido como “la cuadratura del círculo”- había sido un dilema contra el que los filósofos de la antigüedad clásica se habían roto la cabeza. Aunque estrictamente es imposible cuadrar el círculo ya que Pi no es raíz cuadrada de una ecuación polinómica –cosa que se descubrió hasta 1882-, Arquímedes logró una genial aproximación para la resolución virtual de un desafío que hasta ahora es sinónimo de algo imposible. Este método de aproximación se llama “exhausción”; había sido creado por Eudoxo un siglo antes que Arquímedes, aquél lo había aplicado para establecer teoremas relativos a conos y cilindros.

Arquímedes no conocía los números decimales así que tuvo que expresar la relación entre el diámetro y el círculo en forma de desigualdades, calculándola en algún valor entre 3+10/71 y 3+1/7. Con este brillante método Arquímedes rozaba el reino del Cálculo diferencial puesto que calculaba valores cada vez más pequeños (infinitesimales) que se aproximaban infinitamente a un límite sin llegar nunca a él. Esta es la razón de que Pi sea un número irracional; su valor aproximado es 3.141592, el cálculo más exacto se ha hecho con el record de más de dos y medio billones de cifras decimales, que demuestran que en Pi está contenido un infinito inconmensurable. En 1882 se demostró que Pi, además de irracional, es trascendente porque no es raíz de ninguna ecuación polinómica con coeficientes racionales; lo que significa que no es un número algebraico: ¡Un número que no es numerable! No sabemos si con el descubrimiento del infinito perdido -de la misma manera que celebró cuando descubrió el principio hidrostático que lleva su nombre- Arquímedes salió desnudo a la calle gritando ¡Eureka!

El universo se vuelve terriblemente finito durante más de mil años

Aristóteles fue uno de los más grandes genios de la antigüedad, su filosofía tendía principalmente al materialismo y su teoría del conocimiento al empirismo; sus contribuciones teóricas abarcan una sorprendente variedad de temas. Era un verdadero enciclopedista que conocía casi todo lo que en su tiempo se podía conocer. Pero Aristóteles retrocedió en puntos fundamentales en relación al materialismo jónico: estableció una perniciosa separación entre la tierra y el cielo; la tierra estaba compuesta de cuatro elementos y los cielos de un quinto elemento llamado éter, la tierra era el centro del universo. Aristóteles encogió infinitamente el universo que para los primeros materialistas se suponía infinito. Para él el infinito sólo era una posibilidad abstracta, la posibilidad de sumar infinitamente, pero rechazaba la existencia del infinito actual, real. Durante la Edad Media se combinará la obsesión con la perfección de Pitágoras y Platón, con la teoría Aristotélica del éter –además de su lógica formal cerrada y unilateral-, para concebir un mundo material imperfecto en el centro del universo, alrededor del cual -lejos de la corrupción terrenal- giraban seis esferas –construidas de un material diferente y superior al terrestre- con sus respectivos planetas anidados en los cinco sólidos perfectos: sólidos cuyos lados eran polígonos regulares. Esta visión dogmática y cerrada del universo dominará la mente de los hombres durante más de mil años de oscurantismo medieval, un mundo que había sido infinito de repente se volvió infinitamente pequeño y estrecho. Nuevas revoluciones sociales y científicas serán necesarias para derribar ese mundo estrecho y sofocante.

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Notas

1.-  Los filósofos presocráticos, De Homero a Demócrito (fragmentos), SEP, México, 1987, p. 121

2.- Meliujin, S. El problema de lo finito e infinito, Grijalbo, México, p. 20.

3.-  Meliujin, S. El problema de lo finito e infinito, Grijalbo, México, p. 160.

4.-  Meliujin, S. El problema de lo finito e infinito, Grijalbo, México, pp. 160-161.

5.-  Grand, Ted; Woods, Alan, Razón y revolución, Fundación Federico Engels, España, 2002, p.125

6.-  Enciclopedia de conocimientos fundamentales, Tomo 5, Siglo XXI, UNAM, México, 2010, p.73.

 

 

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