Karolina Chicas
Ayer lloré por ti con los párpados cerrados,
debajo de las sombras de la madrugada,
intentando descifrar esta pesada soledad
que persigue a los que viven para amar.
Los soñadores empedernidos, que cruzan
andando por los escombros del fracaso,
adivinando en la acera huellas de sangre
que limpiaron de la plaza hace cincuenta años.
Esos boquerones de plomo manchado
y los nombres que llevaban sus frentes,
fusiles que profetizan la historia reencarnada
en los sueños que acuna el presente.
Ninguno de esos versos me inquieta tanto
como tus manos enterrándome en el mar,
dejando que tu esperanza naufrague
y no te permitas ni una gota más de llanto.
Abrázame, pueblo,
cuando la resignación me frunza el ceño,
el pesimismo me encorve la espalda
y a la libertad la vea con la mirada nublada,
convenciéndome de que caminamos en vano.
Esta marcha que sostenemos cada tarde,
llevando bajo el brazo los volantes,
gritando los himnos que nos heredaron,
recordando a los que fueron asesinados por escribirlos.
Abrázame, pueblo,
como estrujaste con tus brazos
a tus poetas y guerrilleros,
y como madre no permitiste que apagaran sus sueños,
ni aunque tuvieras que atragantarte de tus lamentos.
Ellos te resguardaron con su voluntad,
y tú, aunque no supieras amarte a ti misma,
los amaste tanto como te dejó tu terquedad,
esa que te mantiene engrilletada a la frustración.
Abrázame, pueblo,
porque heredamos un legado de brazos caídos,
rogándote que no nos condenes con tu indiferencia,
porque con cada pisada en el asfalto
no pienso en nada más que en ti.
No necesito que me consagres como símbolo
o taches de mi historia mis contradicciones.
Basta con devolvernos tu mirada cansada
y, con tu sonrisa triste, regalarnos
un pedacito más de tu espíritu y tu dolor.
Así nos regresará la vida al cuerpo,
y podremos llorar lo que tú no quisiste.
Quizás así te regresemos a ti también
la vida que te quitaron todos estos siglos de sangre.