El 6 de septiembre del 2017 el Parlament de Catalunya aprobó la convocatoria del referéndum. Cómo era de esperar, el Estado español respondió de manera firme y decidida ante el desafío de la convocatoria del referéndum. Enseguida el Tribunal Constitucional suspendió la decisión del Parlament y empezaron las amenazas: al Govern, a los diputados del Parlament, a los alcaldes de los municipios, a los secretarios de los municipios, a los voluntarios, etc.
La represión política iba acompañada por una operación policial frenética para desarticular la logística del referéndum: encontrar las urnas, secuestrar las papeletas, impedir el envío de las tarjetas censales, cerrar páginas web, retener a activistas que colgaban carteles, etc. Fue entonces cuando se empezó a generar una oleada cada vez más fuerte de movilización popular en defensa de los derechos democráticos. En una espiral ascendente, el aumento de la represión del Estado tenía como respuesta el aumento de la movilización popular.
La represión dejaba al descubierto el auténtico el auténtico carácter del régimen del 78, que de ninguna manera podía aceptar un cuestionamiento de uno de sus pilares fundamentales (la unidad de España garantizada por las Fuerzas Armadas), por miedo a que eso llevara a un cuestionamiento de los demás (la impunidad de los crímenes franquistas, la monarquía que puso Franco y la propiedad privada de los capitalistas).
Cada vez sectores más amplios de las masas entendían que la celebración del referéndum dependía de su participación directa para enfrentar la represión del Estado. Concentraciones de rechazo a los registros popularizaban el grito de «¡VOTAREMOS!».
Finalmente, la tensión que se venía acumulando se desbordó el 20 de septiembre, con los registros y detenciones de la Guardia Civil en domicilios particulares y despachos oficiales de altos cargos de la Generalitat. Tanto la ANC como Òmnium hicieron un llamamiento a congregarse ante la sede del Departament d’Economia, en la Gran Vía con Rambla de Catalunya.
El mismo día, la defensa de la sede nacional de la CUP contra un intento de registro sin orden judicial fue ejemplar. Miles de personas impidieron la entrada de la Guardia Civil y la Policía Nacional sin caer en provocaciones, que era lo que buscaban. De manera serena y firme, finalmente los obligaron a irse con las manos vacías.
Al Departament d’Economia acudía cada vez más gente. Al grito de «Votarem!» se añadía ahora la consigna de «huelga general». El papel de la ANC y de Òmnium fue en todo momento el de intentar calmar los ánimos y encarrilar la situación. Voluntarios con chalecos reflectantes intentaron abrir un cordón para permitir la salida de la comitiva judicial. Jordi Cuixart y Jordi Sánchez subieron al jeep de la Guardia Civil para pedirle a la gente que se fueran a casa. En aquel momento había más de cuarenta mil personas congregadas llenando las calles de toda la zona. La gente no se fue.
Desde un punto de vista estricto, es cierto lo que dice la Fiscalía: había una «multitud tumultuosa» decidida a impedir a los «agentes de la ley» el ejercicio de sus funciones, y esta es la definición en el Código Penal vigente (heredado del franquista) del delito de sedición. ¡Pero en realidad Los Jordis intentaron impedir el delito, no promoverlo ni encabezarlo!
El día 20 de septiembre marcó un punto de inflexión decisivo. Las masas habían entrado en escena y habían hecho suya la tarea de garantizar el referéndum. Los estibadores del Puerto de Barcelona decidieron en asamblea no cargar ni descargar los barcos que alojaban a los refuerzos policiales enviados para impedir el referéndum. Junto con los bomberos, estos fueron los dos sectores organizados de la clase trabajadora que jugaron un papel decisivo en todas las movilizaciones por los derechos democráticos y contra la represión. La consigna de huelga general adquiría cada vez más apoyo.
Todas las organizaciones empresariales y de la burguesía catalana se ponían firmemente al lado del Estado español contra el referéndum, e iniciaban una campaña de terrorismo económico y amenazas contra los derechos democráticos, con el inicio de una fuga de empresas fuera de Cataluña. Cada vez se veía más claro el carácter de clase de este enfrentamiento.
La CGT tomó la iniciativa de convocatoria legal de huelga general contra la represión para el 3 de octubre. La convocatoria de una huelga general política por parte de un sindicato no independentista reflejaba la amplitud que había ido adquiriendo el movimiento por la república, a medida que aumentaba la represión.
El movimiento de los estudiantes, de carácter masivo y muy radical, continuó sin apenas interrupciones hasta el día del referéndum.
Los Comités de Defensa del Referéndum, encabezando la idea de que «sólo el pueblo salva al pueblo», se extendían como un reguero de pólvora por todo el territorio. En todo movimiento revolucionario, y el movimiento por la república ciertamente tenía rasgos revolucionarios, las masas sienten la necesidad de dotarse de organismos amplios y democráticos para coordinar y dirigir la lucha. Éste fue el origen de los soviets en la revolución rusa de 1905.
Las masas estaban en la calle dispuestas a luchar y a asegurar la celebración del referéndum ante la oleada creciente de represión del Estado. Y lo hacían desbordando al Govern e incluso a las organizaciones de masas del movimiento soberanista.
Ante las instrucciones de la Fiscalía de precintar los centros de votación, la ANC hizo circular instrucciones de respetar el precinto y el perímetro y formar colas ordenadas que se mantuviesen durante todo el día para «demostrar la firme voluntad de los catalanes de votar». Una acción simbólica de cara a la opinión pública (¿y la Unión Europea?) sin ninguna consecuencia práctica. Si se hubiera seguido esta indicación, no habría habido ningún referéndum.
En lugar de esto, la organización popular desde abajo llamó a ocupar los colegios desde el viernes por la tarde para garantizar que el domingo se abrieran para el referéndum, desafiando de manera firme la voluntad y las amenazas del Estado.
Lo que pasó el 1 de octubre ya es conocido. La brutal represión de la Policía y la Guardia Civil no pudo romper la voluntad de cientos de miles de personas que se organizaron y de 2,2 millones que salieron a votar a pesar de todo. En algunos casos, la fuerza organizada del pueblo obligó a la policía a retroceder.
Sin ningún género de dudas, esto fue un golpe muy fuerte al régimen del 78. Se habían propuesto impedir el referéndum y el referéndum se realizó. El pueblo organizado había roto el principio de autoridad del Estado. No se pueden infravalorar las implicaciones revolucionarias de este hecho.
Los dirigentes de JxSí nunca habían pensado que se pudiera celebrar el referéndum frente a la oposición del Estado. Lo que querían (como confirmó posteriormente Clara Ponsatí) era desafiar al Estado, pero sin ir más allá de las concentraciones simbólicas, para después poder decir «lo hemos intentado y no nos han dejado» y utilizar el conflicto para forzar negociaciones (puede que con la mediación de la UE)
Fue claramente la acción de las masas la que rompió esta «estrategia». Éste es un hecho significativo que explica lo que pasó en los días posteriores. Legalmente, los resultados del referéndum eran vinculantes y la República debía declararse en un término de 48 horas. Los dirigentes de JxSí se enfrentaban a un dilema de imposible solución. Incapaces de concebir una lucha con el Estado basada en la movilización de las masas, vacilaron durante cuatro semanas intentando no tomar ninguna decisión, hasta que al final tomaron una que tenía un valor meramente simbólico.
La represión del 1 de octubre aguijoneó la huelga general ya convocada para el 3 de octubre. Esta convocatoria adquiría ahora un carácter más amplio, anti represivo y democrático. Los intentos de aguarla en un fantasmagórico «paro de país» quedaron en nada. La huelga tuvo un seguimiento mayoritario en el sector público, en la sanidad y la educación y más reducido en la industria y el transporte. Las manifestaciones y piquetes fueron tan masivos, por la mañana, al mediodía y por la tarde, que colapsaron las ciudades y villas durante todo el día. En Barcelona, un gentío impresionante llenaba las calles desbordando todas las convocatorias que se habían hecho, oficiales o no. El ambiente era claramente insurreccional. Un comentarista burgués perspicaz titulaba: «Puigdemont ha perdido el control de Cataluña, es la revolución», y no iba muy errado.
Una muestra de cómo estaba de avanzada la situación y del nivel de preocupación de la clase dominante española es el discurso del rey de aquella tarde. Normalmente la monarquía pretende estar por encima de la política, una institución neutral de representación de «todos los españoles». Es un truco para cultivar su legitimidad y poder usarla en momentos de grave crisis nacional. Éste, claramente, lo era. El rey salió con un mensaje duro, muy duro, sin hacer ninguna concesión formal en ningún aspecto. El objetivo era unificar a todas las fuerzas del régimen ante el desafío republicano catalán y a la vez mostrar a los políticos pequeñoburgueses catalanes que no habría ninguna concesión y que debían recular. Era, sin embargo, una estrategia con un coste: cualquier autoridad que la monarquía tuviera aún en Cataluña quedaba totalmente destruida.
En los días que van del 1 al 27 de octubre se produjo una movilización sin precedentes de la burguesía catalana y sus representantes políticos (Foment Nacional del Treball, Artur Mas, Duran i Lleida, Santi Vila, Marta Pascal, etc.) sobre Puigdemont, advirtiendo contra una declaración unilateral de independencia (DUI). Puigdemont tenía dos opciones: o capitular y ser rechazado por el movimiento, o tirar adelante y atenerse a las consecuencias. Finalmente, no escogió ninguna de las dos e intentó retrasar el desenlace.
Se retrasó el pleno del Parlament hasta el día 10, en vez de las 48 horas legales. Querían tener margen para negociar y que el pleno se celebrara cuanto más lejos de la presión directa de las masas mejor. En vez de declarar la República, el pleno hizo una declaración poco clara sobre el mandato del referéndum, e incluso esta declaración fue «suspendida» con un llamamiento al gobierno español al diálogo y la negociación.
La maniobra de Puigdemont era también un intento de forzar la intervención de la Unión Europea para obligar al Estado español a sentarse en unas negociaciones. Claramente era una ilusión. La Unión Europea es una estructura capitalista a la que sólo interesa la estabilidad para poder hacer negocios, y ciertamente la ruptura de un estado importante y económicamente frágil no crea un ambiente de confianza. Durante todo el proceso, la UE se ha posicionado siempre y sin fisuras por la defensa de la legalidad vigente, que en el caso del Estado español incluye la unidad indivisible garantizada por las Fuerzas Armadas.
El Estado respondió con un ultimátum que vencía el 16 de octubre, bajo la amenaza de la intervención por la vía del artículo 155 de la Constitución. Rajoy, sobre todo después de la intervención del rey, podía contar con el apoyo incondicional del PSOE y sus dirigentes.
Puigdemont respondió con una nueva táctica dilatoria. En vez de firmeza mostraba indecisión. En vez de claridad creaba confusión. Por su parte, el régimen del 78 actuaba de manera unida y firme, sin retrocesos ni vacilaciones. El mismo día 16 se decretó la prisión sin fianza para Jordi Cuixart y Jordi Sánchez.
Los CDR, ahora Comités en Defensa de la República, se habían dotado por vez primera de una coordinación nacional a partir de una reunión de doscientos representantes en Sabadell y empezaban a avanzar sus propias consignas y convocatorias. La CUP también se mostraba crítica con las vacilaciones del Govern. Hay que decir, sin embargo, que a la hora de la verdad parecía que la CUP veía su propio papel como el de presionar a Puigdemont para que no retrocediera, más que el de organizar una dirección alternativa del movimiento, basada en el fortalecimiento de los CDR, que fuera capaz de llevarlo más allá.
Las vacilaciones de Puigdemont llegaron a un punto álgido la noche del 25 al 26 de octubre cuando, bajo la enorme presión de la burguesía catalana y bajo la amenaza del 155 (que ya se había anunciado el día 21), el PNV ofreció una vía para un acuerdo que Puigdemont aceptó: Puigdemont convocaría elecciones anticipadas en vez de declarar la independencia y, a cambio, el Estado español no aplicaría el 155 y a lo mejor liberaría (bajo fianza) a los dos Jordis.
Pero al final el acuerdo no fue posible. La presión contraria dentro de las propias filas de JxSí, la presión contraria en el campo adversario (en el que el PP estaba bajo la presión de Ciudadanos), pero sobretodo el ambiente muy crítico en la manifestación masiva de estudiantes que esa misma mañana marchaba por las calles de Barcelona y se dirigía a la Plaça Sant Jaume, dinamitaron el acuerdo.
El viernes 27 el Parlament votó finalmente la declaración de la República mientas el Senado español votaba el 155. El sábado 28 se anunciaban los términos de la intervención, un auténtico golpe de estado contra la democracia aplicado con el apoyo incondicional del PSOE.
En cambio, la declaración de la República fue un acto puramente simbólico, sin ninguna intención de llevarla a la práctica. El lunes por la mañana, el president y algunos consellers estaban en el exilio; otros pronto serían desalojados de sus despachos, llamados a declarar y encarcelados preventivamente sin fianza. Y todo esto sin ningún tipo de resistencia ni de llamamiento a defender la república que acababa de ser proclamada.
El argumento que se ha utilizado es que había que evitar un baño de sangre. Éste es un argumento a favor de no hacer nada de nada. La constitución del 78, uno de los pilares constituyentes del régimen, habla claramente del hecho de que la unidad de España está garantizada por las Fuerzas Armadas. Esta no es una amenaza vacía. Cualquiera que se plantee seriamente desafiar los fundamentos del régimen del 78 ha de saber, antes de empezar, que la posibilidad de utilizar el ejército existe.
La conclusión que de esto sacaron los dirigentes pequeñoburgueses de JxSí es que era imposible defender la República. Ellos esperaban, en vano, que ante la amenaza de la violencia del Estado (y el ejercicio de la misma el día 1), la Unión Europea intervendría. En la medida en que no lo hicieron, lo dieron todo por perdido.
Sin embargo, ésta no es la única conclusión posible. Bien al contrario, hay otra: para conseguir el ejercicio del derecho de autodeterminación han de usarse medios revolucionarios. ¿Qué queremos decir? En primer lugar se ha de confiar y potenciar la organización propia de las masas y su capacidad de decisión. Sólo si las masas revolucionarias sienten que controlan el movimiento, que tienen dirigentes surgidos de su seno en los que pueden confiar, tendrán la audacia de ir hasta el final. Esto quiere decir fortalecer los CDR, extenderlos por todo el territorio y dotarlos de una estructura democrática de delegados que se coordine a escala nacional. Es decir, convertirlos en soviets, organismos de representación y poder del pueblo trabajador. Que las decisiones no se tomen en el Palau, entre bambalinas, bajo la presión y el chantaje de la burguesía, sino que las tome el propio movimiento de forma democrática.
En segundo lugar, se han de tomar medidas que conviertan el objetivo de la República en algo práctico por lo que valga la pena luchar. La consigna de la CUP en este sentido es totalmente acertada: «Pan, techo y trabajo – República». Con una estrategia clara en este sentido se puede ganar a la lucha por la República a aquellos sectores que todavía son recelosos porque desconfían, con razón, de los antiguos dirigentes de CiU y sus políticas de recortes y corrupción. Es decir, la lucha por la República debe adquirir un carácter social, además de democrático y nacional.
En tercer lugar, hay que minar la fuerza del adversario por todos los medios posibles. Esto se puede conseguir haciendo un llamamiento a la clase trabajadora y a todos los pueblos del Estado español a levantarse con Cataluña para derribar el régimen del 78 que a todos nos oprime y subyuga. Vincular la lucha por la República Catalana con la lucha contra la monarquía que puso Franco, con la lucha contra la impunidad de los crímenes del franquismo, con la lucha contra la Ley Mordaza, la contrarreforma laboral, etc. Un llamamiento de este tipo tendría un impacto muy poderoso y entorpecería el uso de la represión por parte del Estado. Es más, una estrategia clara en este sentido nos ayudaría a ganar para la lucha por la República a aquellos sectores de la clase obrera en Cataluña que se sienten ligados por lazos familiares, culturales y de identidad al Estado español. Es decir, hay que darle a la lucha por la República un carácter internacionalista.
Alguien podría decir: «Sí, pero pese a todo, ellos tienen el ejército y no dudarían en usarlo». Falso. El régimen reaccionario del 78 no dudaría en usar el ejército y en el ejército no faltan militares franquistas que estarían dispuestos. Ahora bien, una cosa son sus intenciones, otra lo que podrían hacer o no. En todas las situaciones revolucionarias de la historia hay un momento en que el aparato del Estado se rompe. Se cumplen ahora cincuenta años del mayo del 68 en Francia, cuando una huelga general de diez millones de trabajadores con ocupaciones de fábricas paralizó el país. En aquel momento, también de Gaulle y la clase dirigente francesa sopesaron utilizar el ejército. Finalmente no pudieron hacerlo porque al primer enfrentamiento el ejército se habría dividido y los soldados habrían confraternizado con los huelguistas. Enfrentados a una huelga general revolucionaria con bloqueo de carreteras, hasta el aparato del Estado se ve paralizado.
Ahora bien: estas premisas para la defensa de la República: darle un carácter democrático y de masas a la lucha, darle un carácter social e internacionalista y usar métodos de lucha revolucionarios (huelga general, ocupación de fábricas, bloqueo de carreteras, comités de autodefensa, etc.) los dirigentes pequeñoburgueses de JxSí que estaban a la cabeza del movimiento nunca las contemplaron. Esta no es una crítica al valor y el sacrificio personal de algunos de ellos, que han ido a la cárcel o al exilio. El problema no es éste, sino el de sus carencias políticas y estratégicas orgánicas.
Todo esto no habría garantizado en sí la victoria, pero habría creado unas condiciones mucho más favorables para dar la batalla para defender la República que se había declarado.
Quien no aprende de la historia está condenado a repetir los errores. Y todas estas lecciones se concentran en una que es central: la lucha por la República tiene que dotarse de una dirección a la altura de lo que hizo el pueblo y dispuesta a usar los medios revolucionarias necesarios para alcanzar la victoria.