Varias décadas han transcurrido desde que el filósofo estadounidense Arthur Coleman Danto (1924-2013) afirmara que la historia del arte había llegado a su fin”1 . Precursora en el terreno de la estética de la afamada sentencia –sobre el fin de la historia misma– de su compatriota y colega Yoshihiro Francis Fukuyama (1952), relativa al colapso de la Unión Soviética y el bloque de los países del Este (1992), su interpretación característicamente postmoderna del fenómeno de la contemporaneidad artística anticipaba en el campo de la cultura lo que los ideólogos burgueses ya acariciaban en el de la política: la tentativa de zanjar de una buena vez la ardiente disputa con el ‘socialismo real’ y establecer definitivamente la supremacía capitalista en todos los órdenes de la vida humana. Su aserción era, empero, sucinta: no cesarían, por supuesto, las novedades en mundo del arte, sino que con el arte contemporáneo habría cesado el sentido mismo de la innovación artística. La historia, no obstante, no llegó a su fin, como tampoco la economía de libre mercado acabó con sus crisis compulsivas de sobreproducción ni el Estado burgués consiguió satisfacer las necesidades más elementales de las masas alrededor del orbe, que precisan con cada vez mayor apremio –si acaso expresándose de maneras aún confusas– un cambio radical en las relaciones sociales de producción imperantes; si todavía ha de abrigarse la esperanza de que la historia humana no termine, ya no sólo metafóricamente sino incluso materialmente.
En cuanto a la doctrina del fin de la historia del arte, ésta podría parecer a priori mejor pertrechada que la del fin de la historia misma, sin una relación directa con los acontecimientos políticos e históricos, mas siempre desde un punto de vista fragmentario que entienda al arte como un ámbito escindible y trascendente de la vida humana; como una esfera formal que se desenvuelve con total independencia de la sociedad. La propia intención de la crítica postmoderna de librarse de los conflictos históricos al romper con los ‘grandes relatos’ modernos lleva ínsita una actitud política que no precisa hacer una apología del capitalismo para convertirse en un bastión ideológico del mismo. El arte contemporáneo se ha labrado un lugar imponderable en la historia del arte, pero pretender por ello que represente la cúspide de la misma es –por decir lo menos– una conclusión precipitada. Sin deslegitimar por ello a las prácticas contemporáneas de la creación artística, al derruir conceptualmente su historicidad se estipula espuriamente la necesidad abstracta del régimen de producción social que las auspicia; régimen que además es hostil a la propia creatividad artística.
El elevado grado de tecnificación de los medios de difusión de la sociedad capitalista, por un lado, tanto como la avidez de los mercados artísticos por la especulación financiera, por el otro, han producido el cisma característico del arte en la actualidad. Primero, si bien la herencia artística de la humanidad ha sido divulgada ampliamente, la sociedad burguesa también ha producido nuevos géneros artísticos para su consumo masivo. “La reproductibilidad técnica de la obra de arte modifica la relación de la masa con el arte”,2 es cierto, pero ésta, lejos de haberla emancipado, ha servido para sumirla en la oquedad espiritual, ofreciéndole un arte de fácil recepción que la subestima intelectualmente y socaba su humanidad al reducir sus experiencias estéticas a los órdenes de la publicidad y el entretenimiento. Segundo, si bien a lo largo del siglo XX los movimientos artísticos radicales “dieron menos importancia a la utilidad mercantil de sus obras que a su inutilidad como objetos de ensimismamiento contemplativo”,3 eventualmente las instituciones culturales de la clase propietaria no tuvieron mayor reparo en asimilarles teoréticamente y darle carta de naturalidad a su rebeldía, en bien de la amplitud de los horizontes del comercio cultural. En consecuencia, el arte de avanzada, embrollado en sus elucubraciones subjetivistas, se volvió del todo ajeno a las masas al grado en que éstas ni siquiera pueden reconocerlo más como arte o lo señalan –a menudo no sin motivos valederos– por su fatuidad.
La función ideológica del arte contemporáneo
Si a comienzos del siglo XX el utopismo fue una tendencia recurrente entre las vanguardias artísticas como la Bauhaus y la escuela constructivista rusa, el movimiento nacido en Zúrich, Suiza, a partir de la convocatoria publicada el 2 de febrero de 1916 por el poeta alemán en el exilio Hugo Ball (1886-1927) para inaugurar el establecimiento conocido como el Cabaret Voltaire destacó no por su respuesta revolucionaria contra la desolación ocasionada por el belicismo europeo, sino por el patente nihilismo de su apuesta contracultural. Los poetas, músicos y artistas de toda índole que se amalgamaron en el movimiento dadaísta conjugaron tal ánimo de experimentación artística que llegaron a controvertir no sólo los límites formales de sus respectivas disciplinas sino los propios paradigmas culturales de la Ilustración; dado que la racionalidad burguesa había gestado la cruenta confrontación entre las potencias coloniales y la consecuente deshumanización de la sociedad misma, su producción espiritual no merecía –para ellos– más que ser abortada. “Estos movimientos continúan la modernidad en cuanto que responden –con ímpetu desenfrenado– al espíritu de ruptura, innovación y emancipación, característico de ella. Pero la continúan en forma tan radical que acaban por impugnar sus aspectos fundamentales, o desatar una subversión estético-social en el seno de ella.”4 Así, en aras del programa antiartístico del dadaísmo, los gestos transgresores de sus más célebres representantes y especialmente sus incursiones en géneros artísticos innovadores –como el object trouvé y el ready made– sentaron las bases del arte conceptual de la postguerra; sin embargo, éste no emergió plenamente sino hasta después de que el expresionismo abstracto hubo llevado hasta sus últimas consecuencias la indagación moderna, netamente estilística. En medio de un nuevo periodo de auge económico, marcado por la extrema polarización política de la llamada Guerra Fría, el hallazgo del arte objetual resurgió en Occidente como un recurso para los artistas interesados no sólo en el formalismo y el simbolismo sino también en las cualidades discursivas de la obra artística.
“Es innegable que durante buena parte del siglo XX, lo contemporáneo fue el gran segundón de lo moderno. Esto comenzó a cambiar en las últimas décadas. En las artes visuales, la gran novedad, hoy tan cegadoramente obvia es el cambio de un arte moderno a otro contemporáneo, que comienza a gestarse en los años cincuenta, emerge en los años sesenta, es combatido durante los setenta, pero se vuelve inequívoco desde los ochenta.»5
La prevalencia de las prácticas artísticas más heterogéneas y tendientes a cuestionar en forma y contenido el entramado vigente de las relaciones entre la sociedad, la política, los recintos culturales, los espacios públicos, los artistas y sus obras –el conjunto de la institucionalidad artística– es ya definitiva a comienzos del siglo XXI. A despecho de que ejercicios tales como el performance, el videoarte, el happening o la instalación sigan siendo descalificados por los sectores conservadores de la crítica cultural (como ocurrió en su momento con el vanguardismo moderno), la práctica contemporánea del arte no puede ser censurada ni ‘rectificada’ como error histórico, como tampoco ella misma supone la anulación de las prácticas tradicionales. La necesidad del arte contemporáneo depende del propio devenir histórico del arte, a pesar de que sus exégetas postmodernistas lo conciban como una expresión suprahistórica y a contrapelo de la periodización modernista de la historia del arte, de la que son detractores: “Contemporáneo”, entonces, bien podría significar “sin periodo”, perpetuamente fuera del tiempo o, cuanto menos, no sujeto al despliegue de la historia […], quedar suspendido en un estado posterior o más allá de la historia, permanecer para siempre y únicamente en un presente sin pasado ni futuro.”6
El arte contemporáneo se definiría a sí mismo en oposición a lo moderno particularmente por permitirse prescindir de la noción historicista del devenir del arte como una sucesión progresiva de periodos o estilos; “no designa [la contemporaneidad] un periodo sino lo que pasa después de terminado un relato legitimador del arte y menos aún un estilo artístico que un modo de utilizar estilos.”7 Desde el Renacimiento, las distintas escuelas del arte moderno habrían normado su evolución en torno al eje estilístico; la aparición de cada nuevo estilo suponía la superación del anterior, que pasaba a formar parte desde ese momento del legado imperecedero del arte. El vanguardismo decimonónico suponía en su momento la ruptura histórica más radical en tal sentido, mas el conceptualismo todavía habría de desplazar a las inquietudes de índole técnico-formal para poner en el centro del debate –y de la praxis– el propio quid de lo artístico: aquello que convierte en arte a la obra artística. Este nuevo vuelco, a decir de la literatura especializada filocontemporánea, liberaba a los artistas de una buena vez y para siempre del odioso lastre del historicismo estético: “Entonces los artistas se libraron de la carga de la historia y fueron libres para hacer arte en cualquier sentido que desearan, con cualquier propósito que desearan, o sin ninguno. Ésta es la marca del arte contemporáneo, no hay nada parecido a un estilo contemporáneo.”8
El rasgo característico del arte contemporáneo como un arte ajeno a la periodicidad estilística es su modus operandi, que consiste en la apropiación de vocablos artísticos procedentes de otras épocas y de diversos contextos culturales. En este sentido, la contemporaneidad se trata precisamente de la reactualización del pasado; toda la historia del arte –con las expresiones artísticas marginadas de la misma– se convierte en un rico acervo del que los artistas contemporáneos pueden echar mano, libres como se reconocen de la necesidad apremiante de la innovación formal. Así, el arte contemporáneo se distingue como un “momento marcado no por un renacimiento de estilo, sino por su implosión en el pastiche; no por un retorno del sentido histórico, sino por su erosión; y no por un renacer del artista/arquitecto como auteur sino por la muerte del autor –como origen y centro del significado.”9 Este inequívoco sello de lo contemporáneo –a tono con el pensamiento postmoderno– representa, para sus apologetas más entusiastas, la conquista del ‘fin de la historia del arte’. La suma flexibilidad de las prácticas contemporáneas significaría que es inconcebible que éstas puedan caducar como los estilos históricos modernos; más que de un arte duradero, se trataría de una condición del arte para toda la posteridad: “Superada la era de los grandes relatos, tal vez no haya otra cosa.”10
La categorización del arte contemporáneo resulta algo más que ardua tomando en cuenta la multiplicidad de expresiones que son admisibles dentro de su paradigma. “La contemporaneidad se manifiesta no sólo en la inaudita proliferación de arte, o en sus variaciones aparentemente infinitas, sino ante todo en la emergencia y confrontación de modos muy distintos de hacer arte y de emplearlo para comunicarse con los demás.”11 Esto no representa, para sus críticos más adversos, más que una justificación ad hoc para una práctica artística deshonesta, toda vez que el espectro de lo contemporáneo es tan amplio que admite que prácticamente cualquier cosa pueda ser reivindicada como arte. “Se trata de un fraude contra el público perpetrado por los profesionales del mundo del arte, una elite condescendiente que defiende su quiosquito en nombre de los elevados valores que, a su vez, busca imponer sobre el público con miras a su mejoramiento.”12 Sin embargo, aun cuando esta sospecha pudiera verificarse en no pocas ocasiones, la misma es decididamente impotente, incapaz como es de dar cuenta del advenimiento del arte contemporáneo; su único diagnóstico consiste en negarle el estatuto de arte a la contemporaneidad, en pos de un retorno al canon moderno, pasando por alto –miopemente– que el arte contemporáneo está enraizado en una realidad histórica determinada que impone su existencia. “Las instituciones de producción de artes visuales (escuelas de arte, museos, galerías, casas de subasta, editoriales y educadores) alcanzaron un desarrollo industrial que las lleva a ofrecer mucho más arte nuevo, con mayor velocidad y menor control, a las apabullantes multitudes de consumidores”.13 A su vez, esta realidad no puede ser derrocada por medio del arte, y no obstante, tampoco se trata de una realidad irrevocable.
Como la manifestación vigente y actual de que se trata, en el seno del arte contemporáneo se expresan también toda suerte de interpretaciones de los fenómenos sociales. Yendo de lo más recalcitrantemente conservador hasta lo más vehementemente progresista, el arte contemporáneo lleva ínsita una actitud política; “toda posición posmodernista en el ámbito de la cultura –ya se trate de apologías o de estigmatizaciones– es, también y al mismo tiempo, necesariamente, una toma de postura implícita o explícitamente política sobre la naturaleza del capitalismo multinacional actual.”14 Pero a pesar de su vasta diversidad, por todo cuanto tienen en común en su oposición al historicismo, incluso las posturas más radicalmente críticas del capitalismo concebidas por el postmodernismo son resueltamente ilusorias; “Enseñémosles [a los hombres] a sustituir estas quimeras [dogmáticas] por pensamientos que correspondan a la esencia del hombre, dice uno, a adoptar ante ellos una actitud crítica, dice otro, a quitárselos de la cabeza, dice el tercero, y la realidad existente se derrumbará.”15 La libertad abstracta que el arte contemporáneo habría conquistado para los artistas no es concretamente sino un velo que oculta o disimula la relaciones de producción que consciente o inconscientemente condicionan su ejercicio creativo. “Es imposible vivir en la sociedad y no depender de ella. La libertad del escritor burgués, del pintor, de la actriz no es sino la dependencia embozada (o que se trata de embozar hipócritamente) respecto a la bolsa de oro, al soborno y al condumio.”16 A través de sus instrumentos institucionales de legitimación cultural, la sociedad burguesa imprime su sello en el arte contemporáneo. Incluso señalando abiertamente en su propio trabajo la opresión latente en la sociedad de clases, los artistas contemporáneos se engañan y mistifican su propio quehacer cuando ven en él un sucedáneo de la lucha política revolucionaria.
“El desarrollo de todos los aspectos de la realidad social está determinado en último análisis por el desarrollo autónomo de la producción y la reproducción materiales. En consecuencia, también el papel del arte creativo aparece bajo una luz diferente. El arte, al igual que la ley o el estado, no tiene historia independiente, por ejemplo, fuera de los cerebros de los ideólogos. En realidad, la literatura y el arte están condicionados por todo el desarrollo histórico de la sociedad.”17 En su pretensión de disipar el mito del historicismo moderno, la crítica contemporánea sólo apunta contra una particular manifestación característicamente burguesa, pero sin trascenderla. Así, imagina –o simula– estar operando una transformación de las pautas culturales por la vía de los conceptos mientras se adapta en los hechos al consenso social vigente. “Este postulado de cambiar de conciencia viene a ser lo mismo que el de interpretar de otro modo lo existente, es decir, de reconocerlo por medio de otra interpretación.”18 Efectivamente, la periodización estilística de la historia del arte probó ser, cuando más, un ensayo provisional y contradictorio, pero también una muestra de la estrechez idealista, que concibe al arte como un terreno suprasocial provisto de un devenir señaladamente independiente. No obstante, la conclusión de que esto significa que la evolución histórica del arte es aleatoria o inverificable es igualmente errónea. “Hasta los objetos de la «certeza sensorial» más simple le vienen dados [al ser humano] solamente por el desarrollo social, la industria y el intercambio comercial.”19
La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas. Los individuos que forman la clase dominante tienen también, entre otras cosas, la conciencia de ello y piensan a tono con ello; por eso, en cuanto dominan como clase y en cuanto determinan todo el ámbito de una época histórica, se comprende de suyo que lo hagan en toda su extensión y, por tanto, entre otras cosas, también como pensadores, como productores de ideas, que regulen la producción y la distribución de las ideas de su tiempo; y que sus ideas sean, por ello mismo, las ideas dominantes de la época.20
Pese a su amplia proliferación comercial, el arte contemporáneo es un arte bajo constante escrutinio; prevalecen las incógnitas en torno de sus intenciones o su significado y la sospecha entre las más amplias capas del público de que se trata de un arte inescrutable o francamente inferior a las cumbres pasadas de la creación artística. Pero esto no significa que el arte contemporáneo sea deleznable o que sea lícito reducirle a ser una manifestación cultural de corte irremediablemente decadente; e incluso si hubiera evidencia de ello, éste no tendría que ser su sino definitivo. Como el arte de toda época, también el arte contemporáneo contribuirá con su experiencia al crecimiento de la cultura humana, que eventualmente lo subsumirá dentro de nuevas experiencias creativas cuando las condiciones sociales de su apogeo sean abolidas. “Esta revolución en el arte se verificará cuando […] contemplemos el arte pasado sin vergüenza y cuando cese nuestro deseo de venganza contra el arte contemporáneo.”21 Es preciso trazar una distinción entre el quehacer legítimo de los artistas contemporáneos y el juicio que de éste hace la crítica cultural burguesa. Su exégesis postmoderna yerra al suponer que la supresión de todo historicismo representa una solución para las contradicciones históricas del devenir artístico, que cancelándolo emancipa a los artistas y que así adquiere el poder de suspender a la esfera del arte en vilo, allende los conflictos y las convulsiones históricas. Semejante interpretación de la historia del arte delata, en cambio, el escepticismo propio de la cultura capitalista en su crisis senil y su necesidad de castrar cualquier amenaza en contra de su mediocridad. Empero, si hubiera que señalar al menos una aportación histórica del arte contemporáneo, ésta tendría que ser su consecuente imposibilidad de ver más al arte con una mirada ingenua.
Con la recuperación de elementos estilísticos del pasado, sin renunciar a la fe moderna en la tecnología y a la exaltación del mercado, lo que tenemos es una alternativa no a la modernidad, sino a una forma histórica de ella: la radical de vanguardia. La tentativa posmoderna puede ser aceptada en el marco moderno, tardocapitalista, que ha hecho imposible la vida a la vanguardia, en la medida en que, bien aceitada, se ajusta a él. Al liberar el arte de toda carga emancipatoria, reavivar el pasado y distanciarse nuevamente de la vida, el posmodernismo viene a remachar los clavos de la integración en el sistema, y, en este sentido, sería una nueva versión de la modernidad estética con la particularidad de que asume su integración económica e ideológica sin la nostalgia vanguardista de la rebeldía perdida de los tiempos heroicos.”22
La condición del arte en la sociedad capitalista
La emergencia de un arte como el contemporáneo, que conllevó una radical ruptura de los consensos tradicionales de la producción, la interpretación y la recepción de las obras artísticas, no puede explicarse sin su integración en el modo de producción capitalista, que implicó un proceso histórico de paulatina emancipación de los medios de apropiación de los productos artísticos respecto de las consideraciones del orden estético. Ciertamente, tal parece que en la actualidad el pragmatismo es el criterio imperante en la consagración de las obras artísticas y sus autores. Si bien durante el tránsito hacia la era moderna la subsistencia del artista dejó eventualmente de ser un asunto de interés colectivo –gestionado por instituciones de carácter social– para llegar a depender de una relación mercantil privada, sus primeras interacciones comerciales con la aristocracia renacentista tuvieron un carácter directo e individual. Mas la irrupción de la burguesía en el terreno político tuvo como consecuencia elemental para los artistas el desplazamiento de la aristocracia como su patrocinador; la nueva clase dominante medió sus mutuas relaciones con la creación de un mercado artístico administrado por un cuerpo profesional de expertos. Hacia el siglo XX, repletos los museos en que los coleccionistas exhibían sus cuantiosos haberes culturales, la lógica mercantil llevó a la expansión del mercado artístico y a la inclusión de una abundante gama de nuevos géneros en el mismo. La creciente necesidad de asimilación comercial del arte finalmente marginó a los criterios estéticos en beneficio de otros, de carácter político-económico: la recipiendaria del reconocimiento social de lo artístico es, actualmente, aquella mercancía específica en la que convergen los intereses del productor con los del consumidor. El gusto es secundario en esta nueva relación mediatizada, privando sobre de él el olfato para los negocios.
Como resultado de la transmutación de la obra artística en mercancía, merced de la asimilación de la creación artística en la sociedad capitalista, sobrevino un retraimiento relativo del carácter social del arte, y con éste una creciente brecha entre un gusto estético minoritario y otro mayoritario. “No es más [el arte] un acto del que participemos cada uno y cada una sino sólo aquellos que se forman culturalmente para acceder a la develación estética.”23 Esta división, sin embargo, no se resume en la escisión tradicional entre el arte erudito y el arte popular, sino que se trata –por una parte– del surgimiento de un arte superintelectualizado, dramáticamente disociado del gran público, y –por la otra– del advenimiento de un arte-entretenimiento, propagado hasta el paroxismo, pero nacido por igual de las exigencias mercantiles de las relaciones de producción capitalistas. Este último, aun siendo en todo sentido un arte de masas, difiere diametralmente de aquél que ambicionara en la época soviética el movimiento Proletkult, en tanto que suplanta el contenido estético con bagatelas puramente técnicas, en pos de un mayor atractivo y difusión comerciales. “El arte no existe como tal en las sociedades globalizadas, pero la representación de los sentidos, en forma de ausencia y deseo, es infinita.”24
Si no enfocamos a la producción material bajo una forma histórica específica, jamás podremos alcanzar a percibir lo que hay de preciso en la producción intelectual correspondiente y en la correlación entre ambas. […] Además, una forma determinada de producción material supone, en primer lugar, una determinada organización de la sociedad y, en segundo lugar, una relación determinada entre el hombre y la naturaleza. El sistema político y las concepciones intelectuales imperantes dependen de estos dos puntos. Y también, por consiguiente, el tipo de su producción intelectual. […] Al proceder así [de espaldas a esta concepción histórica] se sale del único terreno en que es posible comprender tanto los elementos ideológicos de las clases dirigentes como la libre producción intelectual propia de esta organización social concreta. No puede, por tanto, remontarse [quien así procede] sobre el plano de sus trivialidades. […] Así se explica uno que la producción capitalista sea hostil a ciertas producciones de tipo artístico, tales como el arte y la poesía, etcétera.25
Con el surgimiento de la sociedad capitalista y sus distintivas formas de intercambio, los productos humanos devinieron en mercancías mediante la diferenciación de su valor de uso respecto de su valor de cambio. “El que produce un objeto para su uso directo, para consumirlo, crea un producto, pero no una mercancía.”26 La acumulación de riqueza por parte de la clase propietaria depende de la posibilidad de intercambiar ventajosamente las mercancías que se apropia a cambio del salario del trabajador. Para conseguirlo, fija su tasa de intercambio a partir de una medida abstracta de trabajo social de la que se deriva el precio de las mercancías, incluida la remuneración del propio trabajo como una mercancía más a reproducir; “los valores relativos de las mercancías se determinan por las correspondientes cantidades o sumas de trabajo invertidas, realizadas, plasmadas en ellas.”27 Carente de medios de producción propios, la clase trabajadora se ve desprovista de otro artículo para intercambiar que no sea su propia fuerza de trabajo, de la que se deriva un plusvalor que ella no usufructúa, sino que le es enajenado por la burguesía. “El creciente empleo de las máquinas y la división del trabajo quitan al trabajo del proletario todo carácter propio y le hacen perder con ello todo atractivo para el obrero. Este se convierte en un simple apéndice de la máquina, y sólo se le exigen las operaciones más sencillas, más monótonas y de más fácil aprendizaje.” 28 El trabajo artístico –singularizado– se distingue del trabajo asalariado –estandarizado– en que sus productos no pueden reemplazarse por otros equivalentes, y por lo tanto, la cantidad de trabajo social abstracto involucrada en su producción es indeterminada; “la actividad del artista no es sino fuerza de trabajo que puede desarrollarse libremente, fuerza de trabajo no enajenada.”29
Pese a la irreductibilidad del valor de uso de las obras artísticas, sus productores, a fin de continuar existiendo como tales, deben reducirlas artificialmente a un valor de cambio trocándolas en mercancías. “A diferencia de lo que sucede en el trabajo industrial, el artista produce ante todo valor de uso. […] Sin embargo, en una sociedad de economía de mercado sólo aquellos objetos que acceden al mercado pueden realizar su valor de uso.”30 Merced del intercambio capitalista, el valor de uso de los productos artísticos –su valor estético– queda marginado en su dimensión social, suplantado por un valor de cambio arbitrario. La producción capitalista es indiferente a las características individuales de los productos humanos en las que radica justamente su valor de uso; el capitalismo es indiferente ante el arte en tanto que arte: “Contemplada desde el punto de vista de las relaciones objetivas de la sociedad capitalista, la máxima obra de arte es igual a determinada cantidad de estiércol.”31 Negado el carácter creador de la obra artística, también la libertad del artista queda severamente comprometida; el pleno desenvolvimiento de su quehacer depende del aval fáctico del mercado. El capitalismo es hostil al arte tanto como lo es al propio ser humano, sometiéndolos por igual. “Esta contradicción entre arte y capitalismo no es casual, sino esencial; se encuentra determinada por la naturaleza misma de la producción capitalista, en cuanto que sus leyes tienden a extenderse a todas las actividades humanas; es decir, a comercializar o mercantilizar todo. […] Ya en la esfera del trabajo, la producción capitalista entra en contradicción con su principio creador, y el trabajo adquiere la forma de un trabajo enajenado.”32
La única clase de arte que puede contar con el respaldo efectivo de la producción capitalista –es decir, el de la clase social dominante– para su difusión multitudinaria es aquél que ofrezca una mayor rentabilidad, a despecho de sus cualidades estéticas constatables. “La sujeción del arte a la economía, a la obtención del máximo beneficio, exige –como en otros terrenos– una producción masiva, y esto sólo puede alcanzarse mediante una uniformización o estandarización de los productos y una nivelación de los gustos y necesidades del consumidor.”33 Si bien, por una parte, la tecnificación moderna ha permitido socializar en gran medida al arte culto de la sociedad burguesa, por otra, no es éste el arte destinado para el consumo de las amplias mayorías en la sociedad capitalista. El arte de masas, en el capitalismo, es un arte que menosprecia a su propio público y subestima su capacidad para ser sujeto de una adecuada recepción estética que exalte su humanidad. Segregadas de la alta cultura y agobiadas por la explotación capitalista, las masas se entregan con fervor a este arte; “por ser el que corresponde a las necesidades enajenadas de un hombre hueco, despersonalizado, es también el arte que cumple, bajo el capitalismo, más eficazmente una función ideológica muy precisa: mantener a su consumidor en la situación enajenante del hombre cosificado u hombre-masa”.34
En relación con el arte contemporáneo y con el arte especializado en general, incluso aquél con las aspiraciones más democráticas es una arte minoritario y elitista, sometido como lo está a una pugna radicalmente asimétrica con el arte capitalista de masas. La disparidad entre el arte mayoritario y el minoritario, en el capitalismo, no sólo está representada en el volumen de su producción y su reproducción, sino también en la brecha cultural que impide a las masas apropiarse plenamente del arte educado, la que además se amplía sucesivamente con cada nueva avanzada del arte alienante de la sociedad de mercado. “Cuando estas masas se acercan a la obra de arte, ya no pueden verlo como un objeto estético. […] El arte se divorcia necesariamente de las masas porque no puede descender al nivel de su sensibilidad deformada, y éstas no pueden elevarse al nivel del arte.”35 El arte propiamente dicho resiente también este extrañamiento, disociándose a menudo su contenido de la vida y la conciencia de la mayoría, ahondando así en su aislamiento, y en su extremo más patético, culpando a las masas por su indolencia. Pero este malestar no se limita a las manifestaciones contemporáneas del arte, que son tenidas por extravagantes, sino que se extiende también a sus manifestaciones tradicionales, que se asumen erróneamente como transparentes a la mirada del público; siendo la sensibilidad humana un producto social e histórico, y no un hecho natural bruto, el arte de masas siempre aventajará –en la sociedad capitalista– a cualquier otro por su fácil aprehensión.
El arte nunca enfrentó tal adversidad como la que lo aflige en el modo de producción capitalista; está visto que con su autonomía cultural adquirió también un extenso bagaje de contradicciones. Mas, aun en condiciones agrestes, el arte no puede dejar de existir ni de transformarse, siendo la expresión históricamente determinada de la necesidad humana de objetivarse libremente en obras humanas; “cualquiera que haya sido o sea el modo de apropiación de la obra de arte, ésta es objetivamente un producto humano creado, una nueva realidad que, como tal, se integra en el mundo de objetos que sólo existen por el hombre y para el hombre. El arte es, por ello, en todos los tiempos, independientemente del modo de apropiación dominante, un libro abierto en el que podemos leer hasta dónde se eleva la naturaleza creadora del hombre.”36 Bajo sus presentes condiciones de existencia, la propia pugna del arte por subsistir cobra una dimensión política. Orillados a ejercer una doble práctica, o hasta una doble vida, a fin de allegarse el sustento que les permita persistir en sus empeños estéticos, los autores del arte marginal representan una reserva potencial para el eventual resurgimiento del movimiento artístico revolucionario.
Producto más de un estado de ánimo que de una indagación metódica, las posturas contemporáneas en el terreno del arte aventuran un panorama aciago para el porvenir de la creación artística, cuando no se evaden por completo de la cuestión misma del porvenir; evocan así las nociones paralelas del ‘fin del arte’ y la ‘muerte del arte.’ “La muerte del arte, entendida como una muerte de cierto arte, del arte para las galerías privadas, y como verdadera liberación de lo que hoy frena o limita su potencia creadora, necesita una integración de la crítica y negación artísticas con la crítica y negación prácticas, revolucionarias, de la vieja sociedad. Con ello, lejos de morir, el arte como tal habrá de encontrar una nueva vida.”37 La mutación sucesiva del arte hacía nuevas formas históricas está condicionada por el desenvolvimiento histórico de la sociedad en su conjunto. Así, las limitantes actuales que se imponen sobre la producción artística pueden –en efecto– agravarse, en el capitalismo, pero también, a partir de la abolición de las relaciones de producción vigentes, el arte necesariamente habrá de transitar hacia un nuevo periodo de su historia por una vía doblemente revolucionaria.
Vemos, pues, que la tesis de la muerte del arte, que sería tanto como afirmar la muerte del hombre como ser creador, es una tesis que nutre su pesimismo precisamente de su carácter abstracto, general, es decir, del olvido de que el arte no puede dejar de estar presente en medio de la hostilidad que lo rodea. Lo que existe en realidad es un sistema que se opone al principio creador (ya sea en el trabajo o en el arte) al transformar al hombre en objeto o cosa, y lo que existe real, efectivamente, es una tendencia que tiene su raíz en el sistema capitalista, de impedir que el arte se afirme y extienda como actividad creadora. Y esta tendencia se manifiesta, como hemos visto, en la mercantilización del arte, en la extensión de una forma de producción y apropiación que rebaja la sensibilidad estética, en la agravación de la dicotomía arte minoritario-arte de masas, en la proclamación del nihilismo por los propios artistas y, finalmente, en la reducción de las enormes posibilidades que abre al arte en nuestro tiempo el desarrollo de la técnica y de la industria.38
Notas
1.- Vid. Arthur C. Danto, “Tres décadas después del fin del arte”, en Después del fin del arte: El arte contemporáneo y el linde de la historia (Barcelona: Paidós, 1999), 43.
2.- Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Estética y política, tr. de Joaquín Bartoleti y Julián Fava (Buenos Aires: Las Cuarenta, 2009), 115.
3.- Ibid., 121.
4.- Adolfo Sánchez Vázquez, “Modernidad, vanguardia y posmodernismo”, en Cuestiones estéticas y artísticas contemporáneas, 2.a ed. (México: FCE, 2003), 276.
5.- Terry Smith, “El arte contemporáneo por dentro”, en ¿Qué es el arte contemporáneo?, tr. de Hugo Salas (Buenos Aires: Siglo XXI, 2012), 19.
6.- Smith, “¿Qué es el arte contemporáneo?”, en ¿Qué es el arte…?, 304.
7.- Danto, “Moderno, posmoderno y contemporáneo”, en Después del fin, 32.
8.- Ibid., 37.
9.- Hal Foster, “Polémicas (post)modernas”, en Modernidad y postmodernidad, comp. por Josep Pico (Madrid: Alianza, 1988), 255.
10.- Smith, “El arte contemporáneo por…”, 21.
11.- Ibid.
12.- Smith, “¿Qué es el arte…?”, 306.
13.- Ibid., 312.
14.- Fredric Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, tr. de José Luis Pardo Torío (Barcelona: Paidós, 1991), 14.
15.- Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, tr. de Wenceslao Roces (Madrid: Akal, 2014), 9.
16.- Vladimir Ilich Ulianov [Lenin], “La organización del partido y la literatura del partido”, en Obras escogidas (Moscú: Progreso, 1961), 151.
17.- Mijaíl Lifshitz, La filosofía del arte de Karl Marx, tr. de Stella Mastángelo (México: Siglo XXI, 1989), 91.
18.- Marx y Engels, La ideología alemana, 15.
19.- Ibid., 36.
20.- Ibid., 39.
21.- Carlos Oliva Mendoza, “Arte y monadología”, en Espacio y capital (Guanajuato: Universidad de Guanajuato, 2016), 201.
22.- Sánchez Vázquez, “Modernidad, vanguardia y posmodernismo”, 283.
23.- Oliva, “El fin del arte”, en El fin del arte (México: Ítaca, 2010), 23.
24.- Oliva, “Mundo global (arte y percepción estética)”, en El fin del arte, 36.
25.- Marx, “El arte y la producción capitalista”, en Antología: Textos de estética y teoría del arte, comp. por Sánchez Vázquez (México: UNAM, 1972), 248-249; “Historia crítica de la teoría de la plusvalía”, en El capital, tr. por Wenceslao Roces (Buenos Aires: Cartago, 1956), 4:201-202.
26.- Marx, “Salario, precio y ganancia”, en Trabajo asalariado y capital/Salario, precio y ganancia, 2.a ed. (México: Centro de Estudios Socialistas Carlos Marx, 2014), 89.
27.- Ibid., 90.
28.- Marx y Engels, Manifiesto del partido comunista (Moscú: Progreso, 1976), 37.
29.- Valeriano Bozal, “Estética y marxismo”, en Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, 3.a ed., ed. por Valeriano Bozal (Madrid: A. Machado Libros, 2002), 2:171.
30.- Ibid.
31.- Lifshitz, La filosofía del arte…, 113.
32.- Sánchez Vázquez, “Socialización de la creación artística o muerte del arte”, en Cuestiones estéticas y artísticas…, 190.
33.- Ibid., 191-192.
34.- Ibid., 192.
35.- Ibid., 192-193.
36.-.- Ibid., 188-189.
37.- Ibid., 194.
38.- Ibid., 195-196.