La economía mundial se encuentra en un estado de caos y colapso, las cadenas de suministros se quiebran al enfrentarse a un aumento de la demanda con una producción limitada y el aumento del proteccionismo. El capitalismo está en crisis. El mercado no funciona. Necesitamos una revolución.
En los últimos meses, la economía mundial se ha ido deslizando hacia un estado de desorden. Los comercios se han quedado sin productos; las gasolineras se han quedado sin gasolina; los precios de la energía se han disparado; y los principales puertos occidentales han colapsado por completo con enjambres de barcos haciendo cola, teniendo que esperar a veces semanas para descargar.
Justo cuando nos decían que la crisis del COVID había terminado y que la vida estaba volviendo a la normalidad, el mercado mundial está sintiendo el lastre de una serie de crisis convergentes.
Desde las cadenas de suministro y los mercados laborales, hasta el sector energético y el transporte: los cuellos de botella se han multiplicado en todo el mercado mundial, dejando a los estrategas del capital preocupados y rascándose la cabeza.
Cosas que se daban por sentadas, como el hecho de que un determinado producto estará disponible o se producirá, y además se entregará en un plazo razonable, ya no pueden darse por supuestas.
Pero si se pregunta a los llamados expertos, les costará explicar lo que está sucediendo en el fondo. Para ellos, todo esto aparece como una peculiar concatenación de accidentes, todos ocurriendo casualmente al mismo tiempo.
Esto demuestra que el cúmulo de hechos no sirve de nada si no se entiende el proceso subyacente que reflejan. Las fuertes oscilaciones a las que asistimos en la economía mundial ponen al descubierto un sistema atado de pies y manos, incapaz de responder a las necesidades de la humanidad.
Líneas de suministro tensadas
El año pasado vimos los primeros signos de la crisis que se avecinaba en el sector de los semiconductores. El cambio al trabajo en casa, el aumento de las ventas de coches eléctricos y el lanzamiento de las populares consolas de videojuegos llevaron la producción de microchips a su máxima capacidad, lo que provocó retrasos. Esto se notó especialmente en las ventas de las consolas Playstation y Xbox.
En aquel entonces, esto se explicó como un pequeño contratiempo temporal en una economía que seguía avanzando.
Pero fue precisamente esta economía en auge la que agravó el problema, al no dejar capacidad de reserva para hacer frente al creciente retraso en la producción.
De ahí que la situación se haya convertido en un grave atasco en el mercado mundial, que afecta a todas las industrias posibles: desde los teléfonos móviles, los hornos microondas y los refrigeradores, hasta las máquinas-herramienta, las piezas de recambio y los coches, todos los cuales necesitan chips para funcionar.
Toyota, el mayor productor mundial de automóviles, ha declarado que reducirá su producción un 40%. En julio, las ventas de coches nuevos en Francia disminuyeron un 35%, mientras que en Gran Bretaña, España, Alemania e Italia cayeron un 30%, 29%, 25% y 19% respectivamente, todo ello debido a la escasez de microchips.
Como consecuencia de la escasez de vehículos nuevos, nos encontramos con la absurda situación en lugares como Gran Bretaña y Estados Unidos, donde los coches de segunda mano suelen tener precios más altos que los nuevos.
Otras industrias se enfrentan a una escasez similar. El precio del etileno, por ejemplo, el producto petroquímico más importante del mundo, ha aumentado un 43%, y otros plásticos, como el PVC y el epoxi, han experimentado incrementos del 70% al 170%.
Esto se debe a que el descenso de la producción –interrumpido por la crisis del COVID– no puede seguir el ritmo de la demanda, que está en máximos históricos. De ahí que haya escasez de productos como la pintura, mientras que los precios de los envases de plástico para alimentos y otros productos se disparan.
Todo esto se agrava cuando las grandes empresas, deseosas de asegurar sus propios insumos, comienzan a acaparar productos y a hacer pedidos anticipados, atascando aún más las cadenas de suministro y haciendo subir los precios.
Envío y transporte
Incluso si las empresas consiguen asegurar sus productos, conseguir que se entreguen es una cuestión totalmente diferente. Todos los buques de carga que van de China a Europa –la ruta marítima más importante del mundo– están contratados con meses y semanas de antelación, con poca o ninguna capacidad libre. La demanda de transporte marítimo a lo largo de estas rutas es tan alta que los puertos se ven desbordados.
Un número sin precedentes de grandes buques portacontenedores –casi 500– están esperando para atracar en puertos de Asia, Europa y Norteamérica; y algunos de ellos tienen que esperar hasta dos semanas para descargar.
Todo esto está haciendo subir los costes de transporte, que son entre cuatro y cinco veces superiores a los de hace un año. Hace un mes, la prisa por asegurar las entregas navideñas hizo que el precio fuera unas diez veces superior al de hace un año.
En el último año y medio, la capacidad del transporte marítimo se ha visto afectada por la pandemia y una serie de accidentes, como el bloqueo del Canal de Suez por el portacontenedores Ever Given.
Al mismo tiempo, la demanda se ha disparado como consecuencia del auge del gasto en Occidente. Al ver que los cuellos de botella se extienden como ondas sobre el agua, las grandes empresas tratan de asegurarse el mayor número de mercancías y la mayor capacidad de transporte marítimo posible, lo que dificulta la vida de las empresas más pequeñas.
A su vez, las compañías navieras están reduciendo sus servicios en las rutas hacia y desde África y América Latina, así como en la ruta desde Occidente hacia China, centrándose en las rutas más rentables desde China hacia Europa y Estados Unidos.
Así, la cantidad total de contenedores en el mercado se reduce aún más, lo que agrava la desproporción entre la oferta y la demanda, y se suma a las fuerzas inflacionarias en juego.
Escasez de mano de obra
Incluso más allá del transporte marítimo, el sector del transporte se esfuerza por seguir el ritmo del mercado. Además de una demanda sin precedentes, hay escasez de mano de obra. En la UE y en Gran Bretaña, por ejemplo, faltan 500.000 y 100.000 camioneros respectivamente.
El COVID-19 provocó un enorme cambio hacia las compras en línea, lo que supuso un aumento de la demanda de conductores de camiones y otros empleos relacionados con el transporte. Sin embargo, al sumarse a años de disminución de los salarios y empeoramiento de las condiciones laborales, muchas personas no están muy dispuestas a aceptar estos trabajos. Y en Gran Bretaña, el impacto del Brexit ha provocado una escasez de los trabajadores europeos que constituyen una gran parte de esta mano de obra.
De hecho, debido a las enormes tensiones a las que se vieron sometidos estos trabajadores durante la pandemia, muchos han abandonado el sector por completo, ayudados por el hecho de que el dinero de los subsidios y otras prestaciones estatales son a menudo superiores a los escasos salarios de los camioneros.
Ahora algunos empresarios intentan atraer a los trabajadores con promesas de salarios más altos. Pero debido a la falta de conductores con licencia, eso tardará en producirse. Esta situación se agravó aún más por la falta de exámenes para las licencias de vehículos pesados (HGV) durante la pandemia.
En otros ámbitos, como el comercio minorista y la agricultura, se han producido procesos similares entre los trabajadores mal pagados.
En el otro extremo del espectro, millones de puestos de trabajo de cuello blanco también permanecen desocupados debido al auge de la demanda y a la falta de personal cualificado.
Todo ello hace que, mientras algunos sectores, como el de la hostelería, se enfrenten a un aumento del desempleo, otros experimenten una escasez de mano de obra que está causando graves problemas en toda la economía.
Sólo en Estados Unidos quedan cinco millones de puestos de trabajo vacantes, mientras que la cifra en Gran Bretaña es de un millón. La escasez de mano de obra repercute a su vez en las líneas de suministro y en el transporte marítimo.
Crisis energética
El repunte de la economía desde el reflujo durante el apogeo de la pandemia también ha tenido un gran impacto en el sector energético.
Mientras las fábricas, los barcos y los comercios funcionan a pleno ritmo, los precios del petróleo, el gas y el carbón han subido. Desde enero, el precio del crudo Brent se ha duplicado con creces hasta alcanzar el máximo de tres años, con 83,67 dólares por barril. Los precios del carbón también se han disparado, lo que ha provocado cortes de electricidad e interrupciones en más de la mitad de las instalaciones de producción de China.
El patrón a estas alturas debería ser familiar: el suministro de carbón se ha visto limitado o interrumpido debido a factores externos como las medidas relacionadas con el COVID en las minas, la guerra comercial entre China y Australia, así como los intentos de los gobiernos de disminuir la dependencia de los combustibles no fósiles. Mientras tanto, la demanda se ha disparado, haciendo subir los precios.
Una vez iniciado el proceso, entraron en juego nuevos factores. El Estado chino declaró que no escatimaría recursos para asegurar la producción de carbón, lo que provocó una carrera por conseguirlo, tanto por parte de los productores como de los especuladores.
La búsqueda de alternativas más baratas a la electricidad producida con carbón –sobre todo en Asia– provocó entonces un aumento de los precios del gas natural, justo cuando en Europa las reservas de gas eran muy escasas de cara al invierno. En consecuencia, los precios del gas se han disparado, con precios a granel que alcanzaron casi 116 euros por megavatio hora la semana pasada, frente a los 16 euros de principios de enero.
El hecho de que grandes cantidades de petróleo, carbón y gas natural estén atascados en buques contenedores en los océanos del mundo añade un problema adicional que alimenta la misma tendencia general: aumento de precios y desabastecimiento.
Inflación
Todo lo anterior se está trasladando gradualmente a los precios, que están subiendo de forma generalizada.
La inflación en Gran Bretaña ha pasado de estar por debajo del 1% a principios de año al 3,2% en agosto, la más alta en 10 años. En EE.UU., la medida de la inflación subyacente, que excluye los alimentos y la energía, subió un 3,62% respecto a un año atrás. Es la cifra más alta desde 1991. En la UE, la inflación ha alcanzado el 3,4%, el nivel más alto desde hace 13 años.
Son cifras relativamente bajas desde el punto de vista histórico, pero existe la posibilidad de que la situación empeore. En Europa, la inflación de la energía se sitúa este año en el 17%, con un aumento del precio del gas de hasta el 30% este invierno. En otros sectores, las subas de precios tardarán más en producirse, pero ya están llegando. Esto tendrá un profundo impacto en la lucha de clases.
Después de casi dos años de mala gestión de la pandemia, la legitimidad del establishment está en su punto más bajo. Durante ese periodo, la clase obrera agachó la cabeza y aceptó lo que se avecinaba. Pero ahora la sociedad se está moviendo, la mano de obra es demandada y la inflación se está comiendo rápidamente los salarios y las condiciones de vida. Esta es una receta acabada para la lucha de clases.
Ya hay señales de un ligero aumento de las huelgas.
En EEUU, decenas de miles de trabajadores han hecho huelga o han votado a favor de la misma, como los carpinteros del Estado de Washington, los trabajadores de la sanidad y la educación, los trabajadores de John Deere y Kellog’s, etc.
En Gran Bretaña, las bases de los sindicatos Unite, Unison y GMB han rechazado por abrumadora mayoría una subida salarial del 1,75% para el personal de los ayuntamientos de Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte, y ahora están convocando a los trabajadores a la huelga.
En Alemania, donde la inflación ha alcanzado el 4,1%, varios sectores están presentando audaces reclamos salariales y amenazan con una huelga, incluida la amenaza de una huelga nacional de los trabajadores de la construcción.
A medida que la situación se agrave, se sumarán otras capas para defender su nivel de vida. La clase dirigente está claramente preocupada por el potencial de estos acontecimientos.
Un diputado tory, David Morris, advirtió de un nuevo «invierno del descontento», como en los años ‘70, con huelgas masivas y malestar social. Hay que recordar que el invierno del descontento en Gran Bretaña se produjo precisamente después de un shock inflacionario provocado por la crisis del petróleo, con un aumento de los precios del petróleo que provocó una inflación generalizada.
¿Accidente o necesidad?
Se mire por donde se mire, hay una crisis en ciernes. Y cada crisis se alimenta de la otra, construyendo lo que podría convertirse en una tormenta perfecta, con consecuencias dramáticas.
En su mayoría, los comentaristas burgueses no entienden nada de lo que está pasando. En todas partes, no ven más que una serie de acontecimientos desafortunados; un efecto mariposa de proporciones colosales, con un accidente tras otro que conduce a la escasez y a los cuellos de botella que están sacudiendo el mercado mundial.
Sin embargo, no pueden explicar por qué se producen tantos accidentes al mismo tiempo y en ámbitos tan diferentes.
Pero hay una clara tendencia que subyace a todo esto. La pandemia ha trastornado a toda la sociedad. Cambiaron los hábitos, el consumo y la producción.
El gasto en turismo y transporte, por ejemplo, disminuyó masivamente, mientras que productos como los ordenadores, la decoración del hogar y los refrigeradores tuvieron una mayor demanda. Se aceleró el paso a las compras online, mientras que los servicios físicos se estancaron. Esto supuso un aumento de la presión sobre ciertas partes de la economía mundial.
Mientras tanto, la producción en general se vio gravemente restringida debido a la pandemia. Las fábricas, las minas y los puertos se cerraron temporalmente o funcionaron con una capacidad limitada. En muchas partes del mundo, todavía lo hacen.
Ante esta situación, la clase dirigente –con la intención de evitar una crisis más profunda y la potencial reacción social a dicha crisis– lanzaron una serie de grandes paquetes de estímulo económico.
Sólo en Estados Unidos se inyectaron 9,5 billones de dólares de estímulo en la economía, gran parte de los cuales fueron a parar a las manos de la clase trabajadora de a pie, que en su mayoría lo gastaron en bienes de consumo ordinarios. La mayoría de los gobiernos siguieron una línea similar. Pero, como explicamos en su momento, no se puede salir de una crisis imprimiendo dinero.
Cuando se restringe la producción y se introduce dinero en el sistema, el resultado inevitable es una situación en la que la demanda supera a la oferta, creando una enorme presión inflacionaria. Eso es exactamente lo que está ocurriendo.
La demanda de bienes de consumo (aunque sea una demanda artificial creada por la clase dirigente) nunca ha sido tan alta como ahora. En una situación tan intensa, con la presión sobre los productos más demandados alcanzando su punto más alto, cualquier accidente puede convertirse en un grave cuello de botella, haciendo aflorar las contradicciones subyacentes.
Esta era una crisis que se estaba esperando. Con la gran mayoría de las empresas que trabajan ahora según la producción «justo a tiempo», cualquier choque como éste provocará conmociones en toda la economía.
Durante décadas, los burgueses han exprimido beneficios reduciendo al mínimo sus existencias y maximizando la circulación de su capital. Ahora eso se está convirtiendo en su contrario.
Así, el acaparamiento se ha convertido de repente en la nueva tendencia. Apresurándose a asegurar sus existencias para el futuro, grandes empresas como Walmart, Apple y Target han hecho enormes pedidos por adelantado y han restringido su capacidad de envío, agravando así la crisis general.
Nacionalismo económico
Todo esto se ve agravado por el aumento del nacionalismo económico.
El año pasado, China prohibió la importación de carbón australiano. Esto ha tenido un impacto significativo en el aumento de los precios del carbón en todo el mundo. Estados Unidos está presionando cada vez más a la UE para que no termine el gasoducto Nord Stream 2 que va de Rusia a Europa, a pesar de que aliviaría parte de la presión sobre los precios del gas en Europa. Vladimir Putin, por su parte, está utilizando la crisis actual para acelerar la aprobación legal del gasoducto Nord Stream 2, aunque podría aliviar rápidamente los problemas de Europa mediante gasoductos alternativos.
Asimismo, el Brexit ha empeorado dramáticamente el impacto de la crisis actual en Gran Bretaña, una crisis que amenaza con empujar a Gran Bretaña a una recesión.
A medida que aumenta la inseguridad general, cada vez más empresas piensan dos veces en depender del comercio internacional.
Muchas empresas europeas están buscando trasladar la producción a Turquía o a Europa del Este, que estarían más cerca de casa y se verían menos afectadas por las crisis repentinas, las crisis de transporte y las guerras comerciales. Al ver su excesiva dependencia de los fabricantes de chips asiáticos, China, la UE y Estados Unidos están construyendo plantas de producción de semiconductores.
En Corea, la escasez de chips no parece afectar tanto a los fabricantes coreanos como a los estadounidenses, lo que implica que los fabricantes coreanos de chips están dando un trato preferente a las empresas nacionales. En China, el Estado está haciendo todo lo posible para conseguir carbón para sus centrales eléctricas.
Cuanto más dure la escasez, más se convertirá la cuestión del acaparamiento y la seguridad de la producción en una cuestión nacional, y la clase dirigente de cada país se apresurará a defender su propia posición.
En todo el mundo, la crisis general del sistema está provocando un aumento de la tensión entre las naciones. Esto amenaza ahora toda la frágil red del comercio mundial, que fue el motor fundamental del crecimiento en todo el período pasado.
Las fuerzas ciegas del mercado
A medida que se desarrolla la crisis, el ánimo jubiloso de los mercados bursátiles, acalorados por la bonanza de los estímulos, va dando paso lentamente a una actitud más cautelosa.
A la vista de la escasez y los cuellos de botella del mercado, el FMI ha dicho que rebajará su previsión de crecimiento económico mundial. El Financial Times publicó un editorial en el que advertía a los bancos centrales que «estuvieran atentos a la estanflación» (la peligrosa combinación de declive económico junto con una inflación persistente).
Esta perspectiva no es segura, pero es claramente una posibilidad. Hay una cantidad colosal de material tóxico en la economía mundial.
Desde las enormes deudas públicas (28 billones de dólares sólo en el caso de EE.UU.) y las deudas privadas; hasta las burbujas en los mercados de valores y de la vivienda: cualquier gran choque o incumplimiento podría desencadenar un efecto dominó, provocando que todo el sistema económico entre en una espiral descendente.
Pero ¿cuál es la solución desde el punto de vista capitalista?
Del aumento de la inflación se derivará necesariamente el aumento de los tipos de interés. Pero el aumento de los tipos de interés podría llevar a la economía mundial a una depresión.
Miles de empresas «zombis», con un valor de billones de dólares en Occidente, dependen completamente del crédito barato para mantenerse a flote. Lo mismo ocurre con cientos de millones de propietarios de viviendas, sobre todo en Occidente, que sólo pueden permanecer en sus casas gracias a unos tipos de interés casi nulos. Cada subida de los tipos de interés empuja a estas capas más cerca de la quiebra.
Pero mantener la puerta del crédito barato y de los estímulos económicos abierta empeoraría la situación que vemos hoy, llevando a una inflación aún mayor; además, acabaría en una recesión a pesar de todo.
Sobre la base del sistema actual, no hay solución. La humanidad queda a merced de las fuerzas ciegas del mercado, que no prestan atención al bienestar de la sociedad en su conjunto.
¿Pero no se supone que el mercado se regula a sí mismo y crea el mejor de los mundos posibles?
Todo lo contrario. El capitalismo es incapaz de ajustarse y reaccionar ante las grandes perturbaciones. En una situación como la actual, las fuerzas del mercado están exacerbando las cosas, profundizando las contradicciones que se están acumulando.
Este hecho fue reconocido por Takeshi Hashimoto, presidente de la compañía de buques portacontenedores Mitsui OSK Lines, quien declaró al Financial Times que:
«Si se deja enteramente en manos de la economía de mercado, las empresas individuales y los individuos que hacen todo lo posible por encontrar la mejor solución para sí mismos darán lugar a más y más agitación y a una situación fuera de control…»
Como siempre ocurre, cuando las circunstancias se agravan, los capitalistas se ven obligados a admitir los límites de su sistema.
De hecho, en Gran Bretaña, la clase dominante ha tenido que introducir elementos de planificación, suspendiendo temporalmente las leyes de la competencia para permitir que los principales minoristas colaboren para aliviar la escasez de mercancías.
Lo mismo ocurre con el reabastecimiento de combustible en las gasolineras, que ahora se organiza de forma colectiva entre las grandes empresas, teniendo incluso que recurrir al ejército para repostar en las estaciones.
El capitalismo es un sistema anárquico. Se basa en la propiedad privada y en la competencia por el beneficio. Por mucho que el capitalista individual quiera resolver los problemas de la sociedad, su objetivo principal es seguir sus propios intereses privados.
Un sistema de este tipo es incapaz de resolver los problemas de la humanidad. Es precisamente aquí donde queda más claro que nunca que se opone directamente a los intereses de los trabajadores de a pie, y que, para que la sociedad prospere, el capitalismo debe ser derrocado.