En sus breves y célebres notas sobre el pensamiento del filósofo alemán Ludwig Feuerbach, Karl Marx apuntó –por un lado– sus diferencias con el idealismo alemán, pero también –por el otro– la herencia del mismo en su propio pensamiento filosófico. El materialismo de Feuerbach vio en el pensamiento religioso el reflejo psíquico del ser humano en la realidad exterior, negando así la concepción metafísica del mundo, que antepone la existencia del pensamiento a la existencia de la materia; pero dejó intacta la concepción idealista de la actividad humana: la concepción idealista del trabajo. “El defecto fundamental de todo materialismo anterior –incluyendo el de Feuerbach– es que sólo concibe el objeto, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, como práctica, no de un modo subjetivo”. Esta concepción del trabajo es una concepción abstracta del mismo, ajena a la actividad real, en la medida en que la actividad está situada, para el idealismo, esencialmente en el pensamiento.[1]
Para Marx, en cambio, la actividad es esencialmente material; es en su materialidad que la actividad transforma la realidad. De tal suerte, Marx expresa en su pensamiento filosófico la necesidad de la clase obrera de la sociedad capitalista de transformar la realidad revolucionariamente, introduciendo en el materialismo la herramienta conceptual del idealismo hegeliano: la dialéctica; reconociendo a la realidad material su naturaleza dinámica y activa. “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.[2]
El joven Marx se interesó conceptualmente en el arte como actividad humana práctica: como trabajo. Su interés se distinguió del de la estética idealista en la medida en la que el arte, como actividad humana, no es –para Marx– tanto la manifestación sensible de la idea absoluta, sino una clase característica de trabajo que, al estar libre de una finalidad utilitaria intrínseca, permite al ser humano expresar nítidamente –y no en forma limitada– las fuerzas creativas que lo hacen humano. “El trabajo es la esencia humana; […] tal como el ejercicio es necesario para la salud del cuerpo, la satisfacción obtenida del trabajo productivo es necesaria para la salud de la psique”.[3]
Sin embargo, en el marco de las relaciones de producción capitalistas, el trabajo es también una fuente de penurias para la mayor parte de la humanidad. Es por ello que el arte es en el presente un modelo de lo que el trabajo podría significar para el ser humano en una sociedad libre de explotación. “El paradigma del trabajo satisfactorio parecería ser el trabajo del artista; y Marx parece suscribir a menudo esa implicación. Estamos desalienados cuando lo que hacemos y lo que creamos expresan nuestro ser interior y cuando nuestro ser interior es como debería ser”.[4]
La actividad del ser humano se distingue de la actividad del resto de los seres surgidos de la naturaleza no solo por transformar a la naturaleza sino por transformarse a sí mismo. Esto se hace tanto más evidente puesto que el ser humano no solo crea objetos conforme a las leyes de la utilidad sino también conforme a las leyes de la belleza, y no lo hace por capricho ni por instinto, sino para objetivarse en el mundo: para reconocerse en el mundo de objetos por él construidos como un ser histórico y socialmente existente. Mientras que la relación de otros seres con la naturaleza está dictada exclusivamente por la naturaleza misma, el ser humano puede elevarse por encima de la burda necesidad para reconocerse como humano. El ser humano crea objetos que no solo son útiles sino también agradables, y por este medio se hace más humano. “A diferencia del animal que se relaciona de un modo unilateral con el mundo –en forma inmediata, forzosa e individual–, el hombre se halla en una relación múltiple, mediata y libre. […] La riqueza humana es riqueza de necesidades, y riqueza de relaciones con el mundo”.[5]
Si la objetivación del sujeto supone su enajenación para la estética idealista, en tanto que el idealismo entiende al sujeto como un sujeto abstracto (como idea absoluta), para el materialismo histórico de Marx, el ser humano –como ser humano concreto– se encuentra consigo mismo en los objetos y en la naturaleza. Para Hegel, si bien el arte es un medio por el que la idea absoluta –la entelequia de la historia humana– se da a conocer al propio ser humano, y por medio de éste a sí misma, como tal es inferior a la filosofía, pues en aquélla la idea absoluta no tiene necesidad de objetivarse, es decir, de enajenarse. “Para Marx la “alienación” caracterizaba no al mundo sensorio-material en general sino solo a una fase histórica específica: el mundo fetichista de la producción de mercancías”.[6] La objetivación del sujeto en la actividad humana práctica –en el trabajo– no lo enajena esencialmente, sino solo en la forma actual en la que el trabajo existe bajo las relaciones de producción de la sociedad de clases. “Produce belleza [el trabajo], pero tulle y deforma a los obreros”.[7] Las relaciones sociales que reducen la actividad del ser humano a la supervivencia, apropiándose del valor excedente de su trabajo, volviéndolo una mercancía, no tienen una existencia estrictamente necesaria sino histórica, y son, por lo demás, contingentes.
“La obra de arte es un objeto en el que el sujeto se expresa, exterioriza y se reconoce a sí mismo. A esta concepción del arte, solo se ha podido llegar al ver en la objetivación del ser humano una necesidad que el arte, a diferencia del trabajo enajenado, satisface positivamente”.[8] La relación del ser humano con el mundo exterior es enriquecida por su capacidad de asimilar el mundo estéticamente, no por su capacidad de asimilarlo teóricamente; en su trabajo artístico el ser humano se refleja a sí mismo no solo como ser natural sino como ser humano. Incluso frente a la misma naturaleza puede el ser humano reconocerse como tal cuando se apropia de ella estéticamente; la apreciación estética humaniza a la naturaleza. El arte no es, por lo tanto, un accesorio de la civilización, sino el objeto que satisface una determinada necesidad del contexto social de los seres humanos; el ser humano no se limita a humanizar sus necesidades naturales, sino que desarrolla históricamente necesidades propiamente humanas más allá de las necesidades meramente utilitarias que satisface por medio de la ciencia.
De otra parte, desde el punto de vista subjetivo, así como la música despierta el sentido musical del hombre y la más bella de las músicas carece de sentido y de objeto para el oído no musical, […] así también es la riqueza objetivamente desplegada de la esencia humana la que determina la riqueza de los sentidos subjetivos del hombre, el oído musical, el ojo capaz de captar la belleza de la forma, en una palabra: es así como se desarrollan y, en parte, como nacen los sentidos capaces de goces humanos, los sentidos que actúan como fuerzas esenciales humanas. Pues es la existencia de su objeto, la naturaleza humanizada, lo que da vida no solo a los cinco sentidos, sino también a los llamados sentidos espirituales, a los sentidos prácticos (la voluntad, el amor, etc.), en una palabra, al sentido humano, a la humanidad de los sentidos. La formación de los cinco sentidos es la obra de toda la historia universal anterior. El sentido aprisionado por la tosca necesidad práctica solo tiene también un sentido limitado.[9]
El ser humano expresa en el arte su necesidad de elevarse social e históricamente por encima de la necesidad natural; necesidad de afirmarse en los objetos exteriores que está presente también en otras formas de la producción humana –en otros modos de trabajo– pero que es tanto más transparente y explícita en el trabajo artístico. Los objetos producidos por el ser humano son conductos mediante los cuales se realiza más plenamente su esencia humana; “el hombre es un ser natural humano, o, lo que es lo mismo, un fragmento de naturaleza que se humaniza, sin romper con ella, superándola”[10] al actuar sobre ella –humanizándola en los objetos que produce– y también al actuar sobre sí mismo –superando su vida instintiva– a través de la sensibilidad humana que recrea en los objetos.
La primera función del trabajo es, por supuesto, hacer frente a la naturaleza, es decir, a la necesidad natural del ser humano, y es ésta su función predominante. Pero “el hombre produce también sin la coacción de la necesidad física, y cuando se halla libre de ella es cuando verdaderamente produce”.[11] La necesidad natural aparece inevitablemente como un límite relativo a la necesidad humana de objetivarse, que solo parcialmente es satisfecha por el trabajo cuando éste está gobernado por fines utilitarios. “Pero el hombre necesita, a su vez, llevar el proceso de humanización de la naturaleza, de la materia, hasta sus últimas consecuencias. Por ello, tiene que asimilar la materia en una forma que satisfaga plena, ilimitadamente, su necesidad espiritual de objetivación”.[12] Para satisfacer la necesidad que el ser humano ha producido en sí mismo al objetivarse aun en una medida limitada, éste desenvuelve plenamente su capacidad en una actividad humana práctica libre de una finalidad utilitaria. Aunque el ser humano está limitado por su necesidad natural, tampoco puede producir objetos sin reconocerse en ellos, generando en él mismo la necesidad de hacer productos en los cuáles pueda objetivarse plenamente: productos artísticos.
Como producto social, el arte, en tanto que está libre de una finalidad utilitaria, debe emerger sobre el excedente de la producción. Donde no existe este excedente o es muy magro, el arte se ve constreñido en sus medios para poder existir. El grado de acumulación que una sociedad requiere para dar a luz a su producción artística depende del desarrollo relativo de sus medios de producción social. “Desbordando las exigencias prácticas, en el seno mismo del objeto útil, el artista prehistórico adorna los huesos de reno o mamut haciendo estrías que se alternan simétricamente, es decir, introduciendo temas decorativos”.[13]El trabajo social humano se eleva de lo útil a lo estético históricamente; objetivándose en el trabajo, el ser humano rebasa la utilidad para volver a sus productos objetos artísticos. Y entre más desarrolla una sociedad sus medios de producción, mayor se vuelve el diferenciamiento del arte y de lo útil.
En todos los objetos producidos por el ser humano se revela su mundo interior y, sobre la base de la producción social, éste se libera para expresarse en los objetos artísticos. Libre en alguna medida de la necesidad natural, la sensibilidad del ser humano se humaniza y percibe las cualidades de los objetos como cualidades estéticas; “gracias a su sensibilidad estética, el hombre puede humanizar también una realidad que él no ha transformado materialmente y dotarla de una nueva significación integrándola en su mundo”.[14] La naturaleza y el objeto solo se humanizan en la sensibilidad humana y ésta sólo se humaniza a través de los objetos estéticos. La condición de esta mutua significación entre el sujeto y el objeto es el ser social de lo humano; esta particular apropiación de la naturaleza solo puede construirla el ser humano asociándose con otros seres humanos. “El artista tiende a realizar plenamente la objetivación del ser humano”[15], no obstante, dentro de los límites históricos de la sociedad de clases, el arte sigue en alguna medida ligado a la utilidad; el arte es en la sociedad capitalista una mercancía mediante la cual enfrenta el artista su necesidad natural particular y cuyo valor es determinado por la clase burguesa dominante, que lo condiciona ideológicamente. Así, incluso el arte se enajena relativamente, aunque tiende a superar estos límites históricamente determinados. Pero solo una transformación radical de las relaciones sociales puede liberar plenamente tanto al trabajo como al arte.
NOTAS:
[1] Marx, “Tesis sobre Feuerbach”, Archivo Marx-Engels, acceso el 1 de septiembre de 2018, https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/45-feuer.htm
[2] Ibid.
[3] Ibid. Eugene E. Rayle, “A Socialist Alternative for the Future”, en Cultures of the Future, ed. por Magoroh Maruyama (La Haya: Mouton, 1978), 616.
[4] Alan Ryan, On Marx (Nueva York: Liveright, 2015), 56.
[5] Adolfo Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de Marx (México: Siglo XXI, 2005), 21-22.
[6] Mijaíl Lifshitz, La filosofía del arte de Karl Marx, tr. por Stella Mastrángello (México: Siglo XXI, 1981), 104.
[7] Marx, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, tr. de Wenceslao Roces (México: Grijalbo, 1968), 77.
[8] Sánchez Vázquez, Ideas estéticas…, 23.
[9] Marx, Manuscritos…, 121.
[10] Sánchez Vázquez, Ideas estéticas…, 28.
[11] Marx, Manuscritos…, 81.
[12] Sánchez Vázquez, Ideas estéticas…, 38.
[13] Ibid., 44.
[14] Ibid., 52.
[15] Ibid., 58.