Tres recientes artículos científicos han retomado el debate sobre un tema que desde hace siempre ve confrontarse a la ciencia y la religión: el desarrollo de la humanidad desde la prehistoria hasta hoy. En los últimos veinte años los progresos científicos han confirmado la necesidad de estudiar cada sector, desde la biología a la cosmología, con una orientación dialéctica, que permite interpretar el mundo en su continuo movimiento y contradicción, su transformación permanente que nos enseña a estudiar la interconexión entre los procesos y a afrontar la fascinante complejidad que todo esto comprende.
Tres recientes artículos científicos han retomado el debate sobre un tema que desde hace siempre ve confrontarse a la ciencia y la religión: el desarrollo de la humanidad desde la prehistoria hasta hoy. En los últimos veinte años los progresos científicos han confirmado la necesidad de estudiar cada sector, desde la biología a la cosmología, con una orientación dialéctica, que permite interpretar el mundo en su continuo movimiento y contradicción, su transformación permanente que nos enseña a estudiar la interconexión entre los procesos y a afrontar la fascinante complejidad que todo esto comprende.
La crisis de los últimos años hace tambalear la ideología burguesa que se expresa cada vez más en una tendencia al idealismo y la superstición, utilizando a la ciencia para dar una supuesta base objetiva a ideas reaccionarias (racismo) y abstractas (un divino creador, una fuerza superior inteligente etc.). Cuantos más progresos haga la ciencia, aún bajo las presiones ideológicas de la filosofía burgués, más las ideas dominantes son cuestionadas y desmanteladas, incluso sobre aquellos temas que consideramos consolidados y penetrados en la consciencia colectiva desde hace siglos, y que nos conducen a la visión bíblica del mundo en el que todo – naturaleza, humanidad, sociedad – no son más que el fruto estático de un diseño ya escrito y planeado por el “creador”.
La familia y la igualdad de género
En un reciente artículo publicado en Science y reproducido por The Guardian, el antropólogo Mark Dyble y sus colegas de la University College de Londres, partiendo de la observación de dos comunidades de cazadores-recolectores todavía existentes en Congo (los Mbendjele Bayaka – pigmeos africanos conocidos también en español como babinga) y en las Filipinas (los Agta – Aeta o ayta en español), han concluido que los hombres y las mujeres tienen la misma influencia social al interior de la comunidad y que la desigualdad emergió solo con el desarrollo de la agricultura y de un excedente en la producción agrícola.
De este estudio se infiere otro aspecto particularmente interesante referido a las redes de relaciones sociales. En las sociedades agrícolas y patriarcales estas redes se desarrollan sobre la base de vínculos de parentesco entre hombres que deciden con quien vivir relegando sus cónyuges a los márgenes, mientras en las sociedades recolectoras hombres y mujeres tienen la misma libertad de decidir y esto contribuye a constituir grupos sociales más variados menos rígidos. Este factor según Dyble ha traído ventajas en la evolución, construyendo contactos más diferenciados, una participación más extendida y una más amplia elección de las parejas sexuales; una variedad que según los antropólogos habría permitido al hombre de evolucionar de manera diferente de los demás primates.
Estas evidencias científicas barren con la idea que la estructura familiar ha sido siempre inmutable y con ella la subalternidad de las mujeres, casi como si esta fuese una ley divina.
Las relaciones entre hombres y mujeres, de hecho, no fueron siempre como las conocemos hoy. La desigualdad de género, el patriarcado y la concepción privada de la familia, son el producto de un proceso material que no tiene carácter eterno y tampoco sagrado. Desigualdades que no existían cuando la sociedad no estaba dividida en clases. En tal sentido Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, explica como el cambio desde el comunismo primitivo a las primeras formas de acumulación de las riquezas, ha marcado la transformación de la comunidad a la familia monógama. El trabajo de Engels y sus intuiciones son una respuesta absolutamente valida, confirmada por los estudios de la ciencia moderna y los recientes descubrimientos, a la ideología burguesa que considera sagradas y eternas la propiedad privada y las instituciones que la defienden a partir de la familia.
El estudio citado pretende demostrar, y lo logra con creces, que existe una dinámica en las relaciones de parentesco y en la familia en contraposición a la familia monógama universalmente reconocida por la historia. Una dinámica efecto de cambios sociales, que refleja los estadios del desarrollo en la historia de la humanidad. Partiendo de los estudios del etnólogo Morgan que indican que en las tres épocas principales de los albores de la humanidad (salvajismo, barbarie y civilización) el elemento determinante para la transformación y los cambios en los sistemas de relaciones ha sido el progreso en la producción de los medios de subsistencia, Engels demuestra este concepto fundamental: la familia es dinámica y los cambios sociales la modifican. A cada estadio de desarrollo correspondió un modelo de “organización familiar”.
De hecho: “La concepción tradicional no conoce más que la monogamia (…) En cambio, el estudio de la historia primitiva nos revela un estado de cosas en que los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandría y en que, por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes. A su vez, ese mismo estado de cosas pasa por toda una serie de cambios hasta que se resuelve en la monogamia (…) Y, en efecto, ¿qué encontramos como forma más antigua y primitiva de la familia, cuya existencia indudablemente nos demuestra la historia y que aún podemos estudiar hoy en algunas partes? El matrimonio por grupos, la forma de matrimonio en que grupos enteros de hombres y grupos enteros de mujeres se pertenecen recíprocamente y que deja muy poco margen para los celos. Además, en un estadio posterior de desarrollo encontramos la poliandria, forma excepcional, que excluye en mayor medida aún los celos (…) Si algo se ha podido establecer irrefutablemente, es que los celos son un sentimiento que se ha desarrollado relativamente tarde” (Engels, El Origen De La Familia, De La Propiedad Privada Y Del Estado).
Entonces: ¿cuáles eran las relaciones entre los sexos y que papel tenía la mujer? El elemento característico de las familias de grupo era la certeza de la madre, la descendencia era matriarcal. Había una gestión comunitaria y esto significaba el dominio de la mujer en la administración doméstica y en la comunidad y una fuerte valorización de la figura femenina. Citando nuevamente a Engels “Entre todos los salvajes y en todas las tribus que se encuentran en los estadios inferior, medio y, en parte, hasta superior de la barbarie, la mujer no sólo es libre, sino que está muy considerada”.
Entonces ¿Cómo y por qué cambiaron estas condiciones? Con la introducción de la cría de animales y la agricultura las condiciones mutaron, el crecimiento de los recursos disponibles y la acumulación privada de los mismos por parte de la familia “asestaron un duro golpe a la sociedad fundada en el matrimonio sindiásmico [donde la infidelidad del hombre está permitida] en la gens basada en el matriarcado”. De hecho la propiedad privada del excedente en posesión de la familia cambió las relaciones al interior de esta. La exigencia de defender la riqueza producida y garantizar la sucesión a los hijos marcó el salto de calidad: el hombre propietario de los medios de subsistencia acrecentaba su riqueza y reforzaba su dominio, asumiendo en la familia una preeminencia sobre la mujer, propietaria solo de las herramientas domesticas de menor valor. Es sobre la base de este proceso que el derecho hereditario matriarcal fue abrogado y se introdujo la descendencia en línea masculina y el derecho hereditario patriarcal.
Esta transformación marcará, según las palabras de Engels “la gran derrota histórica universal del sexo femenino”. De hecho el dominio del hombre será el elemento característico, la mujer oprimida económicamente perdió cualquier autonomía y fue reducida a una condición de subalternidad, a mero instrumento de la procreación.
En este modelo familiar, surgido por la necesaria defensa de la propiedad privada, la mujer es degradada y sometida. Este mismo modelo, hoy reconocido y defendido como natural y eterno, apoya sus raíces en condiciones sociales cambiadas, en la transformación desde una gestión comunitaria a una domestica como negocio privado donde chocan intereses materiales antagónicos entre sí; poco o nada tiene a que ver esto con el sagrado amor.
¿El hombre es de naturaleza violenta?
Uno de los lugares comunes más duro a ser refutado es el del hombre egoísta y violento. Frecuentemente se nos repite que no es posible construir una sociedad justa y solidaria, que trabaje para el bien y los intereses colectivos, porque el hombre es incapaz de esto siendo “por naturaleza” egoísta. Como si violencia, arribismo, egoísmo fuesen características innatas, parte integrante de la naturaleza humana.
Un interesante artículo de Marylen Paou-Mathis, directora de investigación en el Centro Nacional de la Investigación Científica de París publicado en Le Monde Diplomatique (edición europea) de julio de 2015, con el título “No, los seres humanos no hicieron siempre la guerra” va al centro de la cuestión. Sostiene que la guerra apareció con el nacimiento de la economía productiva, con la acumulación de los recursos y un cambio en las estructuras de producción que remontan a hace 10 mil años, en el Neolítico. La imagen del cazador rudo y violento es falsa, al contrario muchos etnógrafos sostienen que la socialización de esta violencia necesaria (es decir la socialización de la presa) contribuyó a constituir vínculos sociales.
Esta concepción sobre la fantástica ferocidad intrínseca, utilizada como base científica por ideas reaccionarias, es falsa según los neuro-científicos. Diferentes estudios en el campo de las neuro-ciencias demuestran que el comportamiento violento no es genéticamente determinado, sino es influido por el contexto familiar y sociocultural. En esencia los sociólogos, neuro-científicos y antropólogos coinciden sobre la idea que el hombre sea naturalmente empático, tanto como para vivir compartiendo, cuidar a los compañeros heridos, los “discapacitados” y los enfermos.
Los primeros signos de violencia verdadera se manifestaron con un cambio en la producción. La economía agrícola y la domesticación de los animales generaron excedente. El desarrollo de la agricultura y de la cría de animales es el origen de la división social del trabajo (división en clases) y del surgimiento de una élite. La necesidad de tener mano de obra para cultivar los campos siempre más extendidos en el Neolítico y el desarrollo del comercio en la Edad de Bronce, valorizaron a los guerreros que se convirtieron en una verdadera casta. La guerra se institucionalizó y con ella las primeras formas de esclavitud. De hecho los prisioneros de guerra servían para los cultivos que se iban extendiendo. No hay rastro, en el Paleolítico, de desigualdades socio económicas y de estructuras sociales jerarquizadas. La compasión, el compartir, la cooperación que han tenido un papel importante en la evolución de nuestra especie, dejan el espacio a la competición, a la lucha por intereses, al conflicto entre clases.
El trabajo y la inteligencia humana
En su ensayo “El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre”, Engels da una visión materialista del nacimiento del hombre. El presupuesto es que la inteligencia humana creció a medida que el hombre aprendió a modificar la naturaleza. La evolución humana es el producto del caso y de la necesidad. Hace cinco millones de años, el agotamiento de la foresta, provocado por un cambio climático, obligo a las simias antropomorfas a la vida en la sabana. En este nuevo contexto un largo proceso de selección natural acabó por favorecer a la postura erecta. De hecho sobrevivían solo los individuos que en la sabana podían moverse mirando el horizonte e individuando la presencia de posibles predadores.
Así la mano, libre de tareas en la deambulación, empezó a ser utilizada para recolectar comida y transportarla, pero sobre todo para fabricar y utilizar utensilios y herramientas de trabajo. Esto para Engels tiene un papel decisivo en la evolución humana, porque lo que empieza a diferenciar al hombre de todos los demás animales es la planificación inteligente, es la producción de herramientas como parte esencial de su propia subsistencia. Esta producción ha implicado un ulterior y fundamental cambio: la necesidad del hombre de comunicar, de desarrollar entonces formas de lenguaje. El lenguaje se desarrolló con la actividad común, con la cohesión, y todos los procesos relacionados al trabajo y su organización. En primer lugar el trabajo y después de este y con este el lenguaje: he aquí los dos estímulos esenciales bajo la influencia de los cuales el cerebro de un simio pudo paulatinamente desarrollar el cerebro humano.
Ya los estudios de inicio del siglo XX de psicólogos como Vygotski y de antropólogos como Levy Bhrul habían ampliamente confirmado estas primeras intuiciones, sucesivamente demostradas por numerosos estudios de genetistas, paleontólogos, antropólogos y evolucionistas en el transcurso del siglo pasado.
Ahora otro artículo publicado en la revista Nature señala el descubrimiento de los primeros utensilios en piedra recientemente encontrados en Kenya que remontarían a más de 3,3 millones de años, es decir antes del nacimiento de la especie Homo. Hasta ahora las herramientas halladas eran utensilios de aproximadamente hace 2,6 millones de años. Los nuevos restos provienen en cambio del sito de Lomekwi, en la zona del lago Turkan, en Kenya, y son más antiguos de aproximadamente 700 mil años con relación a los producidos por los primeros individuos de la especie Homo.
Los homínidos que han utilizado los utensilios del Lomekwi tenían de hecho una fuerte capacidad de aferrar y un buen control de la motricidad; sin embargo la forma de estos utensilios indicaría que estos eran utilizados para golpear objetos y que los movimientos a través de los cuales eran manipulados, concluyen los autores del descubrimiento, se parecían más a los que hoy utilizan algunas especies de primates para romper los cascara dura de algunos frutos con las piedras, que a las más refinadas herramientas que son empleadas por los individuos de la especie Homo.
¿Qué quiere decir esto? Tanto los simios como el hombre pueden en realidad utilizar herramientas, sin embargo, como lo había ya observado el sicólogo soviético Vygotski, “aunque el simio muestre la capacidad de inventar y utilizar herramientas, que son el presupuesto de todo el desarrollo cultural del hombre, sin embargo la actividad laboral, basada en esta misma capacidad, no está todavía mínimamente desarrollada en el simio. El uso de herramientas en ausencia de trabajo es lo que acerca y diferencia contemporáneamente el comportamiento del simio del que tiene el hombre”.
Las condiciones materiales, entonces, son lo que han determinado el desarrollo humano (“el trabajo ha creado al hombre mismo”, como explicó Engels) y no es la inteligencia lo que diferenció el hombre de los demás animales, permitiéndole así una existencia material diferente.
Todas las acciones sistémicas de todos los animales no han podido dejar el signo de su voluntad sobre la naturaleza. Esto solo pudo hacerlo el hombre. Vygotski, retomando a Engels, explica también que el animal se limita a utilizar la naturaleza, es el hombre, en cambio, que con sus cambios la hace utilizable para sus fines, “la domina”. Una diferencia fundamental que el hombre le debe al trabajo.
Dominamos la naturaleza porque somos parte integrante de ella, todo nuestro dominio no es más que una comprensión de sus leyes. Cuanto más este conocimiento está a disposición y sea comprendido por todos, tanto más la humanidad acabará con las incrustaciones místicas que la ensombrecen, que ven el hombre separado de la naturaleza, el espíritu separado de la materia y así sucesivamente. Una vez más la ciencia, aun sin admitirlo explicita y académicamente, confirma las bases del materialismo dialéctico. Las estrechas conexiones observadas entre condiciones materiales, desarrollo social y ambiente natural deberían permitir a la humanidad una más profunda comprensión de la realidad y, por consiguiente, la construcción de una organización social más justa y en armonía con el medioambiente.
Pero esto sólo a condición que las enormes potencialidades de la ciencia y de la técnica sean patrimonio común de la humanidad y esto solo será posible liberando estos recursos de los sofocantes intereses del lucro capitalista.