El movimiento de los chalecos amarillos es de una potencia y una profundidad que no dejan de sorprender (y de asustar) a sus adversarios. Por supuesto, la burguesía y sus lacayos políticos y mediáticos saben bien que existe la pobreza. Han oído hablar de ella. Pero por lo demás, están totalmente desconectados de las condiciones reales de vida del pueblo, de sus sufrimientos y sus problemas. Así, desde lo alto de sus privilegios, de su poder y de sus fortunas, se dijeron a sí mismos: «¿Qué puede a cambiar un poco más o un poco menos de austeridad?». Han recibido la respuesta en toda la cara.
La profundidad del movimiento
Révolution lo ha dicho repetidas veces estos últimos años: ningún régimen político puede imponer una regresión social permanente sin que ello provoque una explosión de la lucha de clases al llegar a un determinado nivel. Es una ley de la historia que no admite ninguna excepción. Otra ley: cuanta más paciencia han tenido las masas, más han encajado y soportado, más poderosa es su revuelta, llegado el momento. Luego éste es un hecho que, desde hace décadas, millones de explotados y oprimidos han soportado sin decir palabra. Se han dejado los cuernos para llegar a pagar el abogado, las facturas, los impuestos, la comida… En definitiva, todo lo que forma parte de la simple supervivencia. Y al cabo de los años, les ha ido costando más llegar a fin de mes.
El movimiento sindical apenas llegaba a estas capas de trabajadores que, por su parte, observaban como poco con escepticismo las «luchas» rituales organizadas por las direcciones confederales, sin el menor resultado. Por ejemplo, para una madre divorciada cuya supervivencia depende de un empleo precario en el que es brutalmente explotada, las «jornadas de acción» sindical sin continuidad y sin efectos no tienen el menor interés. Es un lujo que no se puede permitir. Y esto es así para millones de trabajadores.
Son precisamente estos trabajadores pobres, junto a los jubilados, parados, pequeños comerciantes, etc., los que forman la columna vertebral del movimiento de los chalecos amarillos. Su combatividad está a la altura de la cólera y la frustración que han acumulado. La represión policial y judicial, de una brutalidad inaudita[1], no les hace flaquear. Al contrario, refuerza su determinación de deshacerse de un gobierno que no descansa más que en la virtud «democrática» de las porras, los gases lacrimógenos, las flashballs y los juicios rápidos.
Se ha llegado a un punto de no retorno en el odio a este poder que sin cesar miente, desprecia, mutila y encarcela. ¿Quién apoya aún a Macron y su camarilla? La gran burguesía y sus medios de comunicación (no sin más aprensión cada día), así como los pocos millares de «pañuelos rojos» que hicieron el ridículo en las calles de París el 27 de enero. Eso es todo. Desde mayo del 68, jamás un gobierno francés se ha visto tan débil y desacreditado.
¡La represión policial no puede quedar sin respuesta!
Del lado de los chalecos amarillos, el número de heridos, mutilados y de personas que han perdido un ojo no deja de aumentar. David Dufresne, escritor y periodista independiente, hace un recuento de los heridos desde el 17 de noviembre. A 27 de enero, al menos diecisiete personas han perdido la visión de un ojo y cuatro han perdido una mano. Entre ochenta y cien personas han recibido una pelota de goma en plena cabeza. Balance: mandíbulas rotas, bocas desdentadas y parálisis facial. Y esta lista no es exhaustiva. En el espacio de dos meses, la represión policial ha causado más heridos graves que en los últimos veinte años.
La estrategia de «mantenimiento del orden» a menudo busca provocar una escalada de la violencia. El Ministerio del Interior y las autoridades locales usan técnicas que buscan «radicalizar» a los manifestantes, con el objetivo de exacerbar la represión. Al mismo tiempo, buscan reducir la amplitud de las movilizaciones amenazando la integridad física de todos los que se quieran manifestar.
Esta estrategia ha sido denunciada por Alexandre Langlois, secretario general del sindicato de policías de la CGT. Por ejemplo, explica cómo el Prefecto de policía de París organiza el encapsulamiento de los manifestantes desde su sala de mando, con el conocimiento de los pelotones de los antidisturbios presentes sobre el terreno, a los que da la orden de bloquear las salidas.
A fuerza de gas, de porra y de violencia policial deliberada, los chalecos amarillos son exasperados y pierden la calma. El caso de Christophe Dettinger, «el boxeador», es emblemático. Padre de familia luchando, según sus palabras, por «los jubilados, el futuro de mis hijos, las mujeres solteras», no pudo contender su rabia al ver a un antidisturbios golpear a una mujer caída en el suelo. Le dio por lo tanto a éste una pequeña lección de galantería.
Los siguientes días, un sólo grito resonaba en los platós de televisión de la mañana a la noche: «¡Abajo la violencia!» (salvo, por supuesto, la de los CRS). «El boxeador» se convirtió en la encarnación del Mal, de una violencia irracional. Y, puesto que es irracional, no exige ninguna explicación. Explicar es justificar, es igual que alentar. Sólo una posición política se admite: condenar. Condenar firme y absolutamente. Desgraciado el que diga «condeno, pero…». ¡No hay «peros»! Condena y cállate. Los dirigentes de la izquierda y de los sindicatos deben rechazar en bloque esta retórica y estos requerimientos hipócritas.
El 7 de enero, el Primer Ministro Edouard Philippe anunciaba medidas destinadas a restringir el derecho de manifestación, bajo la cobertura del «mantenimiento del orden». Éste simplemente ha recogido las medidas previstas en una proposición de ley de los Republicanos, adoptada por el Senado el pasado 25 de octubre: prohibir administrativamente las manifestaciones, abrir un fichero específico de manifestantes, aumentar las penas complementarias.
La «loi Travail» de 2016[2] ya había marcado una etapa en el aumento de la represión policial y judicial contra todos los que luchan. Los militantes de CGT fueron objeto de una violenta campaña de estigmatización. Los «casseurs»[3] han servido de excusa para filtrar y regular las manifestaciones de forma masiva. Con el movimiento de los chalecos amarillos, esta represión ha aumentado considerablemente.
Ante esta situación, las direcciones sindicales no deben conformarse con protestas vagas. La debilidad invita a la agresión. En mayo del 68, las direcciones sindicales llamaron a una huelga general de 24 horas para protestar contra la represión policial a los estudiantes. ¿A qué esperan los dirigentes sindicales de hoy para hacer lo mismo? Frente a la violencia del aparato del Estado, el movimiento obrero debe apoyarse en la indignación que esta provoca en las masas para intensificar la lucha y poner a la clase dirigente a la defensiva.
La huelga general
Todo el mundo ha entendido que el «gran debate» organizado por el gobierno tiene como único objetivo debilitar la movilización en las calles y las rotondas. ¡De momento, ha perdido! Mejor todavía: la experiencia de las últimas diez semanas ha convencido a la gran mayoría de los chalecos amarillos que ahora hace falta llevar la lucha al interior de las mismas empresas, bajo la forma de huelgas masivas e indefinidas. El movimiento ha aprovechado la jornada de acción convocada por la CGT para este 5 de febrero para llamar a que esta sea el punto de partida de una «huelga general indefinida».
Esta es la clave de la victoria. El gobierno está determinado a «hacer frente» a las manifestaciones de los sábados. Cuenta con la laxitud y el agotamiento del movimiento. Y está claro que si el movimiento no supera las formas que ha tenido desde noviembre será inevitable un reflujo en un momento dado. Por contra, el comienzo de un amplio movimiento de huelgas indefinidas daría un golpe fatal al gobierno. Macron se vería obligado, como mínimo, a disolver la Asamblea Nacional, en la esperanza de desactivar el desarrollo de una crisis revolucionaria.
Sin lugar a dudas, muchos trabajadores apoyan la idea de una huelga general dirigida contra el gobierno Macron. No esperan nada bueno de éste. Pero saben que no será suficiente con que un sector empiece la huelga para que los demás le sigan. Los estibadores, los trabajadores de las refinerías y los ferroviarios, entre otros, tuvieron la amarga experiencia de 2010, 2016 y 2017. Los dirigentes confederales de los sindicatos no movieron un dedo para extender la huelga a otros sectores. Aisladas, estas huelgas fracasaron. Armados con esta experiencia, muchos trabajadores miran a las cúpulas sindicales y se dicen: «esta gente no parece preparada todavía, tampoco esta vez, para extender un movimiento huelguístico. Si nos lanzamos, nos arriesgamos a quedarnos solos». Éste es un obstáculo serio. Pero es un obstáculo relativo a la presión de la base. Por eso, tarde o temprano, cederá.
¡Contra el capitalismo!
La disolución de la Asamblea Nacional sería una primera victoria. ¿Y luego? ¿Qué tipo de gobierno necesitamos? Los chalecos amarillos dicen: «¡El poder al pueblo!» ¡Estamos de acuerdo! ¿Pero qué supone esto en lo concreto? Para que el «poder para el pueblo» sea real, efectivo, esto supone la transferencia del poder económico y político a las manos de los trabajadores, es decir, de los que producen todas las riquezas. Esto significa la expropiación de los parásitos gigantes del CAC 40, de los que Macron es el apoderado, y que poseen las principales palancas de la economía: bancos, industria, distribución, energía, transportes, sector farmacéutico, medios de comunicación, etc.
Todas estas grandes empresas deben ser nacionalizadas y puestas bajo el control democrático de los trabajadores. Así, en el marco de una planificación democrática de la producción, será posible satisfacer las necesidades de la mayoría, en lugar de satisfacer la sed de beneficios de una pequeña minoría, como ahora es el caso (cada año, las empresas del CAC 40 reparten decenas de millones de euros en dividendos) Al mismo tiempo, se podrán garantizar unas mejores condiciones para las actividades de los pequeños comerciantes, artesanos y agricultores, a los que aplasta el gran capital.
En
esta fase, el movimiento de los chalecos amarillos no ha puesto en cuestión la
gran propiedad capitalista. No tiene nada de sorprendente, ya que la izquierda
y los sindicatos han eliminado esta cuestión de sus discursos y sus programas
desde hace décadas. Es hora de que eso cambie. La Francia Insumisa y la CGT, en
particular, deberían explicar para qué clase trabaja Macron, lo que esta posee
y lo que esta hace. Deberían esforzarse en vincular la lucha de los chalecos
amarillos al objetivo de un auténtico gobierno de los trabajadores, es decir de
una transformación revolucionaria, socialista, de la sociedad. No hay duda de
que esto hallaría un poderoso eco entre millones de jóvenes y trabajadores.
NOTAS:
[1] A mediados de enero, el Ministerio del Interior contaba alrededor de dos mil manifestantes heridos. Pero varios observatorios de la violencia policial consideran que la verdadera cifra es bastante superior.
[2] http://luchadeclases.org/internacional/23-europa/2233-francia-giros-a-izquierda-y-derecha.html
[3] Palabra francesa que se puede traducir como “saqueadores”, por la que son conocidos los elementos violentos, infiltrados o lúmpenes, que provocan disturbios en las manifestaciones [NdT]