La producción mercantil es inherente al capitalismo, se produce para el mercado y para obtener la tasa de beneficios más alta posible. Ese es el leitmotiv en todos los sectores productivos, no se trata ni de satisfacer las necesidades vitales o sociales de la humanidad, ni tampoco de mejorar o cuidar la salud del homo sapiens.
Beneficios monopolísticos, la fusión del monopolio sanitario con el Estado
La producción mercantil es inherente al capitalismo, se produce para el mercado y para obtener la tasa de beneficios más alta posible. Ese es el leitmotiv en todos los sectores productivos, no se trata ni de satisfacer las necesidades vitales o sociales de la humanidad, ni tampoco de mejorar o cuidar la salud del homo sapiens.
Según explicaba Laura Marcos –de la asociación Salud por Derecho– en un artículo publicado hace un año, 9 de las 10 empresas que más subvenciones recibieron en Europa para proyectos de salud entre 2010 y 2016, fueron grandes farmacéuticas y todo ello a pesar de que el 75% de los nuevos medicamentos aprobados en Europa en 2015, no aportaban nada o ya había en el mercado mejores alternativas terapéuticas. La situación llega al extremo de que, según sus estimaciones, el desperdicio de la I+D en salud puede llegar al 85% del total de los recursos invertidos.
En su búsqueda del máximo beneficio, contando con la connivencia de los organismos públicos de control sanitario, que hacen la vista gorda o actúan en abierta complicidad con el monopolio, las grandes farmacéuticas no dudan en poner en riesgo la salud y la vida de millones de enfermos.
Bayer y los efectos secundarios del Xarelto
En 2008, la multinacional alemana Bayer, contando con todos los parabienes de las autoridades sanitarias alemanas y europeas, sacaba al mercado la primera molécula sintetizada del rivaroxaban. Este medicamento se usa para diluir la sangre y evitar coágulos que pueden provocar accidentes cerebrovasculares. Su nicho de mercado estaba dirigido a sustituir los dos anticoagulantes ya existentes desde hacía años, el Sintron –cuyo principio activo es el acenocumarol- y el Aldocumar –compuesto derivado de la warfarina–. La marca con que se empieza a comercializar la nueva droga en todo el mundo la denominan XARELTO, y para su distribución en Norteamérica Bayer llegó a un acuerdo con Jansen, la división sanitaria de Johnson & Johnson.
A través de una agresiva campaña de márketing, rápidamente se hicieron con la posición dominante del mercado, llegando a ser el tratamiento recetado a más de 42 millones de pacientes en 2017, con unas ventas ese año, en el caso de Bayer, que ascendieron a 2.698 $ millones, y de otros 2.288 $ millones en el caso de la multinacional norteamericana.
Lo que nunca advirtieron fue que, en algunos pacientes como efecto secundario, el uso del rivaroxaban podía provocar hemorragias masivas. Esto fue lo que empezó a ocurrir desde que se inició su distribución comercial, y miles de enfermos sufrieron graves secuelas o murieron a causa de las hemorragias. Sólo en EE.UU., Bayer y J &J, tuvieron que hacer frente solidariamente a más de 25.000 demandas de familiares de personas fallecidas por utilizar el Xarelto, y a fines de marzo de 2019 tuvieron que provisionar 775 millones de dólares para pagar a los afectados en los EE.UU.
Idéntica situación se dio con el dagigatrán, anticoagulante sintetizado el mismo año 2008 por la multinacional alemana Boehringer Ingelheim, que se comercializó bajo la marca Pradaxa. En 2014 tuvieron que destinar 650 millones de dólares para hacer frente a las más de 4.000 demandas judiciales por los efectos secundarios letales de su anticoagulante.
Paradójicamente, cuando se empezaron a hacer públicos los casos de muertes por el uso del Xarelto, la prestigiosa revista médica británica British Medical Journal advertía en un artículo, que los ensayos clínicos que habían servido para justificar la autorización de la comercialización del Rivaroxaban estaban plagados de errores y deficiencias.
Purdue Pharma, la familia Sackler y la crisis sanitaria por el consumo de opiáceos en los EE.UU.
En octubre de 2017, el recientemente elegido presidente Donald Trump, declaraba una Emergencia Sanitaria Pública para hacer frente a la oleada de adicciones a los opiáceos que afectaba a millones de estadounidenses. La anterior alarma sanitaria se había decretado en 2009 para combatir el brote de gripe provocado por el virus de la la gripe A -H1N1-.
La gravedad de la situación había llegado al extremo de que los fallecimientos por sobredosis, se han convertido en la principal causa de muerte de adultos en EE.UU., tantas como la de fallecidos por disparos de armas de fuego y accidentes de tráfico juntas. De hecho, de las 16.849 muertes por sobredosis de 1999, se pasó a 36.000 en 2007, 60.000 en 2016 y a más de 70.000 en 2017.
En su discurso para justificar la declaración de la Emergencia Sanitaria, Mr. Trump argumentó que lo decisivo para combatir la epidemia de adicciones era la lucha contra el narcotráfico, y la manera más efectiva de llevarla a cabo construir su muro a lo largo de la frontera mexicana. Por supuesto, como suele ser la norma en el caso del Sr. Trump, la realidad que se escondía tras las miles de muertes por abuso en el consumo de drogas, nada tenían que ver con el discurso presidencial.
La verdadera causa que desencadenó las más de 400.000 muertes por sobredosis de los últimos 20 años en los EE.UU, tiene su origen a mediados de los 90, cuando las autoridades sanitarias estadounidenses, bajo la presión del Lobby Sanitario-Farmacéutico, establecieron que el dolor crónico debía ser considerado el quinto signo vital, es decir que su evaluación, manejo y tratamiento, debían considerarse tan importantes desde el punto de vista de la salud, como la temperatura corporal, la presión arterial, la frecuencia respiratoria y la frecuencia cardiaca.
La consecuencia inmediata de esta decisión fue la aprobación de una normativa menos estricta, que facilitase la producción de analgésicos mucho más fuertes que los existentes. El año siguiente 1996, las autoridades sanitarias autorizaron el uso de dos opiáceos, la oxicodona y la hidrocodona, principios activos que se obtienen de la Adormidera, -Papaver Somniferun-. Lo que no explicaron ni los laboratorios, ni las autoridades, fue que la mayor potencia en los efectos analgésicos de estos nuevos medicamentos era directamente proporcional al riesgo de provocar una fuerte adicción entre los pacientes a quienes se las recetasen.
La primera decisión que tomó la FDA –Agencia del medicamento de los EE.UU.– en diciembre de 1995, fue autorizar el uso y distribución del Oxycontín, analgésico de la farmacéutica Purdue Pharma propiedad de los hermanos Sackler. La total subordinación de los organismos estatales a los intereses del monopolio se hacía pública sólo 3 años después, en 1998. Ese año, el director que había concedido la autorización a los Sackler, el Dr Curtis Wright, renunciaba a su cargo en la FDA para entrar a trabajar en un puesto de alto nivel en Purdue Pharma.
Conseguida la autorización gubernamental, la farmacéutica inició una intensa campaña de márketing, para impulsar la venta masiva de su analgésico, que se basa en el principio activo de la oxicodona –sintetizada por primera vez en 1916 en Alemania– un derivado de la tebaína, la misma molécula de la que se obtiene la heroína, con efectos 3 veces más potente que los de la morfina.
Desde el primer momento, toda la estrategia comercial de la Farma se orientó al nicho de mercado representado por los habitantes del llamado Rush Belt (“cinturón oxidado”, la zona del medio oeste devastada por el cierre de industrias) y de las zonas rurales del interior del país. Se centraron en los Estados más pobres y con mayores problemas sociales, donde la destrucción de empleo, con sus secuelas de baja autoestima y desestructuración familiar eran el caldo de cultivo ideal para engancharse al Oxycontín.
Para lograr sus objetivos, no escatimaron medios; y de un presupuesto publicitario de 187.500 dólares en 1996, la partida se incrementó a 4 millones en 2001, y siguió creciendo año tras año. En 2016 varios medios de comunicación denunciaron que, entre agosto de 2013 y diciembre de 2015, los 4 mayores fabricantes de los 3 analgésicos derivados de la adormidera más vendidos en EE.UU., el Oxycontin, el Vicodin –basado en la hidrocodona– y el Percocet –combinado de oxicodona y paracetamol– pagaron 46 millones de dólares en comidas, viajes y honorarios a más de 68.000 médicos para animarles a que recetaran sus opiáceos.
Su estrategia, a la que destinaron millones de dólares, era muy simple: había que normalizar los opiáceos, y la mejor forma de hacerlo era contar con oradores médicos altamente cualificados que atestiguaran las virtudes del Oxycontín y de las demás drogas. En el caso de los Sackler, entre sus colaboradores más activos contaron con el respaldo de la AAPM- Academia Estadounidense de Medicina del Dolor- y de la APS -Sociedad norteamericana del Dolor-. En compensación, les financiaron generosamente y varios miembros de ambas asociaciones fueron contratados como consultores del laboratorio. De hecho, el Dr. David Haddox, director del comité de la APS y entusiasta defensor de las ventajas terapéuticas de los opiáceos, fue contratado por Purdue en 1999 permaneciendo en plantilla hasta 2019.
El resultado práctico de sus planes no se hizo esperar.Las ventas del Oxycontin que fueron de 80 millones de dólares en 1997, se dispararon en 4 años a 2.100 millones de dólares en 2001, y año tras año la facturación y beneficios siguieron creciendo. En 2010 la facturación superó los 3.000 millones de dólares, representando el 80% de las ventas y beneficios del laboratorio. Se estima que entre 1996 y 2016, con las ventas del Oxycontin, Purdue ganó más de 35.000 millones de dólares. Paralelamente la riqueza de los hermanos Sackler dueños del Laboratorio, creció de forma exponencial convirtiéndoles en una de las familias más ricas del exclusivo club de los billonarios estadounidenses, con una fortuna que según la revista Forbes supera los 13.000 millones de dólares.
En contraposición a los miles de millones de ganancias de los laboratorios, las consecuencias sanitarias y sociales en pueblos y ciudades de todos los Estados de EE.UU., fueron devastadoras. Millones de norteamericanos, empezando con los de mediana edad más propensos a padecer dolores, empezaron a tomar los opiáceos que les recetaban en los servicios médicos, sin que nadie les explicara que eran potentes adictivos a los que podrían engancharse.
La situación llegó al extremo de que en 2012, se prescribieron más de 286 millones de recetas de oxycontin, vicodin y percocet; esto es, casi una por habitante de los EE.UU. Estados como Virginia Occidental con poco más de 1.800.000 habitantes, fueron literalmente inundados de pastillas, como denunciaba Eric Eyre en el Charleston Gazzette Mail en 2013. Según la DEA, el Departamento Antidroga Federal, en el lustro 2007-2012 los laboratorios y distribuidoras farmacéuticas enviaron más de 780 millones de píldoras de opiáceos, 87 pastillas por habitante y año, a Virginia Occidental. Sólo en la pequeña localidad de Willianson -3.000 habitantes- la Doctora Katherine Hoover prescribió 333.000 recetas de opiáceos entre diciembre de 2002 y enero de 2010; es decir, 14 por habitante y año. La situación llegó al extremo de que el pueblo empezó a ser conocido como «Pillianson» (“Pill” significa “pastilla” en inglés). La pandemia de adicciones llegó a tal nivel que en 2017, según la cadena televisiva NBC, los servicios de emergencias de Williamson atendían cada mes un promedio de 50 casos de sobredosis.
Desde un principio, las autoridades estatales y el gobierno federal, fueron conscientes de la crisis sanitaria que se estaba generando. En 2006, el Doctor Leonard Paulozzi del CDC -Centro para el Control de Enfermedades-, publicaba un artículo en el que alertaba de que en los 3 años de 1999 a 2002, las muertes relacionadas con los opiáceos se habían incrementado en un 91%. Consecuencia directa del aumento exponencial de las adicciones a estos analgésicos fue el crecimiento paralelo del consumo de estupefacientes ilegales, como la heroína, más baratos que las pastillas. Tras la alarma que despertaron esta y otras denuncias similares en 2007, el Estado de Virginia demandó por primera vez a Purdue Pharma y a 3 de sus ejecutivos. La empresa, para evitar un juicio público, llegó a un acuerdo en el que se reconocieron culpables de haber engañado a médicos, pacientes y autoridades reguladoras, al ocultar los graves efectos adictivos del oxycontín y aceptaron pagar una multa de 635 millones de dólares.
Tras el acuerdo del 2007, Purdue siguió batiendo records de ventas y beneficios con el Oxycontin, y a partir de 2013-2015, cuando empezaron a crecer sus problemas legales y a caer las ventas en el mercado norteamericano, la compañía recurrió a su filial internacional Mundipharma, con sede en Gran Bretaña, para fomentar con la misma táctica publicitaria el tratamiento del dolor y ensalzar las virtudes de su analgésico, y así conseguir impulsar las ventas de oxycontín en los mercados de Brasil, China, Rusia, Gran Bretaña, España.
Antes de que el gobierno federal se viese obligado a reconocer la gravedad de la situación –que según cálculos de algunos economistas sólo en el año 2015 había supuesto un gasto para el erario público de 504.000 millones de dólares– y de que finalmente declarasen la emergencia sanitaria en el otoño de 2017, más de 500 ciudades y condados de Alabama, California, Illinois, Kentucky, Massachusetts, Wisconsi, Virginia, Utah, Tennessee, Misuri, New Hampshire, New México, Indiana y Michigan y 8 de las tribus indias originarias habían presentado ya miles de demandas, contra los laboratorios responsables: Purdue, Jansen, Teva Pharmaceutical, Abbott Laboratories, y las distribuidoras Mckesson, Cardinal Health, y Amerisource Bergen, a los que se les reclaman más de 50.000 millones de dólares.
Dos años después de la declaración de la emergencia sanitaria, a pesar de todas las evidencias sobre las nefastas consecuencias que estas drogas tienen para la salud pública, el negocio continua viento en popa y aún se siguen recetando 58,7 recetas de opiáceos por cada 100 habitantes en los EE.UU.
Alzheimer, Parkinson y el anti inflamatorio Embrel de PFIZER
En enero de 2018, PFIZER la primera farmacéutica del mundo, anunciaba el cierre de su departamento neurológico y el despido de los 300 empleados del mismo. En su comunicado Pfizer, explicó que su decisión de abandonar la investigación para el desarrollo de nuevos fármacos, destinados a tratar el Parkinson y el Alzheimer, se había adoptado para reasignar esos recursos hacia las áreas de inversión donde su cartera de productos y su pericia científica eran mucho mayores.
Un año después, el 5 de junio de 2019, el periodista Cristopher Rowland del Washington Post, hacía público que desde 2015, Pfizer había ocultado a la opinión pública que uno de sus equipos de investigadores, basándose en el tratamiento informático y estadístico de cientos de miles de reclamaciones de aseguradoras del sector de la salud, habían hecho un importante descubrimiento que relacionaba la ingesta de su antiinflamatorio estrella el Enbrel –destinado al tratamiento de la artritis reumatoide– con la reducción en al menos un 64% del riesgo de contraer Alzheimer. Los investigadores llegaron a esa conclusión contrastando la incidencia de la grave enfermedad neurológica entre un número similar de personas que tomaban el antiinflamatorio, y el mismo número de quiénes no lo hacían.
Para verificar los potenciales efectos terapéuticos del Enbrel, en la prevención, tratamiento y retardo del Alzheimer, quienes realizaron el estudio propusieron a los ejecutivos de la multinacional que se llevase a cabo un ensayo clínico entre una muestra de 3.000 a 4000 personas, tratados o no con el antiinflamatorio. El coste estimado era de 80 millones de dólares.
La decisión que adoptó el consejo de administración de Pfizer fue no realizar el ensayo clínico, y tampoco hacer públicas las conclusiones del estudio de sus investigadores.
Una vez que el Post destapó su escandalosa actuación, los directivos de la multinacional se vieron en la obligación de intentar explicarla. Afirmaron entonces que su decisión se sustentaba en que sus expertos habían llegado a la conclusión de que el Enbrel no era una terapia que pudiese ofrecer resultados en el tratamiento del Alzheimer. Se basaban en que, según ellos, el principio activo del Enbrel era una molécula demasiado grande para superar la barrera hematoencefálica y poder actuar sobre las inflamaciones del tejido cerebral. Por eso renunciaron al ensayo clínico. Así mismo, defendieron que la decisión de no hacer público el estudio fue para evitar que científicos externos a la firma orientasen sus esfuerzos en una dirección equivocada.
«Sus argumentos» no convencieron a nadie y muchos investigadores de primera línea sobre el Alzheimer de Universidades como Harvard, John Hopkins, Southamthon, exigieron que los estudios se hicieran públicos y que fuesen los científicos quienes evaluasen su utilidad o no.
Lo que los ejecutivos de Pfizer nunca mencionaron fue que la patente del Enbrel expiraba en 2018; de hecho, llevaban ya varios años comercializando su nuevo medicamento para la artritis, el XELJANZ. Lo que motivó su decisión fue el escaso retorno que, aun en el caso de tener un resultado positivo, tendría su inversión al tener que competir desde el primer momento con genéricos similares mucho más baratos.
Su renuncia a difundir una información que abría un prometedor campo de investigación en la prevención del Alzheimer estaba motivada por la misma razón que otras veces les lleva a ocultar los efectos secundarios perniciosos de un nuevo medicamento: la búsqueda del máximo beneficio al margen de la idoneidad terapéutica del medicamento a comercializar.
En busca de El Dorado, o la carrera por encontrar la vacuna del COVID-19
Días después de que se dieran los primeros casos de COVID19 en Wuhan, las autoridades chinas identificaron el nuevo coronavirus e informaron a la OMS. Estudiando el nuevo patógeno los investigadores chinos y los de los laboratorios de referencia de la OMS, y comprobaron que era muy similar al SARS COV que en 2002-2003 provocó la epidemia del llamado Síndrome Respiratorio Agudo Grave. El nuevo virus comparte con el SARS entre el 80% y el 90% de su material genético y su similitud es tal que los científicos lo bautizaron como SARS COV2. También había bastantes similitudes con el denominado MERS COV, que en 2012 causó en Arabia Saudí los primeros casos del llamado Síndrome Respiratorio Agudo de Oriente Medio.
El parecido entre ambos virus se refleja en que algunos de los síntomas y características del COVID19 coinciden con los que en su momento desarrollaron los infectados por el SARS. La similitud es mayor en los casos más graves, en los que se ha constatado que ambos patógenos producen neumonía y una inflamación exagerada en los pulmones que dejan de funcionar correctamente.
También se conocen las diferencias más significativas. En primer lugar, en el caso del SARS, desde el principio se supo cuál era el animal desde el que se dio el salto al contagio en humanos, las civetas. Ese dato aún se desconoce en el SARS COV2. En segundo lugar, la tasa de mortandad media del SARS era del 9,2% –775 fallecidos de los 8.403 infectados– y entre los mayores de 65 años o afectados por dolencias previas de hipertensión, cardiacas, respiratorias o inmunitarias se disparaba hasta un 50%. En el caso del COVID19, con los datos parciales e incompletos de los que se dispone, la tasa media oscila entre un 1,5% y un 4%, y al igual que en el SARS sube mucho entre los mayores de 65 años y los enfermos crónicos, donde se concentran el 20% de casos graves que requieren hospitalización.
Por último, la diferencia cualitativa entre ambos está en su distinta eficacia para extender el contagio. En el caso del SARS la prevalencia de contagio era de 10 días y los asintomáticos no contagiaban. En los enfermos de COVID19 la prevalencia puede ser de hasta 28 días y los asintomáticos sí que contagian. La mucha mayor eficiencia del SARS COV2 en su trasmisión entre humanos, facilita el contagio masivo y es lo que hace mucho más peligroso al nuevo virus.
A toda esta información previa se le sumó la secuenciación del genoma y de las proteínas del virus que China hizo públicas a principio de febrero y que se conociera la proteína diana -AC2- que al igual que en el SARS, el nuevo virus utiliza como llave para penetrar en la célula humana.
Partiendo de la similitud del nuevo virus con los del SARS COV y el MERS, lo que a priori parecería más prometedor para acelerar el desarrollo de un prototipo de vacuna y de antivirales eficaces contra el COVID19, sería basarse en los avances logrados en las investigaciones realizadas en los últimos 18 años sobre esos otros coronavirus.
Este ha sido el criterio en el que se ha basado el equipo de investigadores del Centro Nacional de Biotecnología –adscrito al CSIC– que dirigen los virólogos Luis Enjuanes e Isabel Sola.
Como explicaba la doctora Sola con una experiencia acumulada de 35 años trabajando con coronavirus, la estrategia de combate contra el COVID19 es doble: garantizar la prevención; esto es, conseguir una vacuna que provoque una respuesta inmune eficaz, y producir los antivirales para tratar a los enfermos ya infectados.
Partiendo de esta doble estrategia, los objetivos que se han marcado en el CNB, son crear un prototipo de vacuna, usando la técnica denominada genética reversa, que su equipo fue el primero en desarrollar precisamente para el estudio del SARS en 2002. Consiste en eliminar los genes del virus que neutralizan las defensas del infectado –lo que ellos denominan genes de virulencia– que son los que inducen a una inflamación tan exagerada del pulmón hasta llegar a dañarlo.
Una vez eliminados esos genes, el patógeno se atenúa y se convierte en un buen candidato a vacuna. Una vez generado el virus atenuado, se ensaya en células y se comprueba que se comporta de la manera prevista, después se pasaría a la siguiente fase, los ensayos con animales.
Para iniciar esa segunda fase hay que crear un modelo animal adecuado en el que se pueda inyectar el virus y provocar una enfermedad similar a la de los humanos. Este modelo serian ratones transgénicos. En su momento se crearon para el SARS pero no se mantuvieron activos en el animalario y ahora hay que volver a recrearlos. Esto se consigue mediante técnicas de ingeniería genética. Se trataría de lograr que la proteína humana receptora del virus -AC2- se integre en el genoma del ratón, garantizando así mismo que cuando se induzca la infección vírica esta se exprese en el órgano diana que interesa, que en este caso es el pulmón.
Una vez disponible el modelo animal, se suministra la vacuna dos o tres semanas antes de que se le infecte con el virus, dando tiempo al desarrollo de una respuesta inmune. Cuando se comprueba que el prototipo de vacuna es eficaz y segura, en ese momento se podría pasar al ensayo en humanos. Tras comprobar su eficacia y seguridad en humanos, se produciría lo que se denomina un virus o cepa vacunal, y a partir de ese momento ya se podría iniciar el proceso de fabricación de la vacuna.
En lo que se refiere a los antivirales, el punto de partida de su laboratorio será retomar los ensayos con los prototipos que ya desarrollaron para utilizarlos contra el SARS. En aquella ocasión se llegó hasta la fase de ensayo con animales, comprobándose que eran eficaces y que al inyectarlos en los ejemplares infectados, se protegían en un porcentaje del 80%.
Dada la similitud entre el SARS y el nuevo SARS COV2, parece razonable pensar que esos compuestos que ya demostraron su eficacia en 2002, también podrían ser válidos ahora. Esa posibilidad ya se ha comprobado con el Remdesivir antiviral que la multinacional Gilead ensayó en animales y luego abandonó. Partiendo de esta hipótesis su primer objetivo, una vez que dispongan del virus, será inocularlos en células y comprobar si pueden contener la respuesta inflamatoria que el virus provoca a nivel celular y combatir así una de las principales causas de la enfermedad.
Igual criterio que el del equipo del CNB, es el que se están basando en otros grupos de corona virólogos de todo el mundo, que también iniciaron en aquellos años el desarrollo de fármacos efectivos contra esos virus.
El hándicap al que se enfrentan todos los equipos de investigadores lo sintetizaba en base a su experiencia personal la doctora Sola:
«Lo que sucede es que cuando hay una epidemia, como la del SARS en 2002, en ese primer momento, sí hay una inversión mayor en investigación, pero cuando se ha contenido nos olvidamos. Entonces se pierde la oportunidad de seguir avanzando en los estudios que se habían iniciado, de terminar el desarrollo de una vacuna, o culminar la identificación de antivirales que puedan ser útiles cuando aparezca una nueva epidemia.
«En nuestro equipo sí nos hemos encontrado que, a la hora de presentar un proyecto de investigación para conseguir financiación para una vacuna contra el MERS Cov, respuestas de los comités de evaluación afirmando que la investigación de un virus que afectaba a un número de personas relativamente bajo, no era relevante. Esta clase de comentarios los he escuchado personalmente a la hora de valorar nuestro proyecto de desarrollar una vacuna para un coronavirus muy cercano al SARS COV2. Con esa idea en la cabeza, uno no es realista, porque virus como la gripe y el coronavirus, son virus emergentes y tienen potencial pandémico, como estamos viendo ahora. No se debe ignorar esa realidad. Sería irresponsable abandonar la investigación pensando que una vez superada una epidemia ya no volverá a suceder. La capacidad de los virus para emerger en la población humana y causar los estragos que está causando este virus, o que podría causar una gripe pandémica están ahí ¡¡Ojalá!! todo esto sirva para concienciarnos de que la investigación es importante».
Idéntica reflexión hacía el catedrático del Centro de Investigación en Sanidad Animal de la UAB, Joaquim Segales que en un artículo publicado en la Vanguardia el pasado 23 de marzo recordaba:
«Para la epidemia del SARS del 2002-2004, se consiguieron prototipos de vacunas muy eficaces e incluso hubo varios ensayos clínicos muy exitosos, pero no se llegó a registrar ningún producto y lo mismo pasó en 2012 con el MERS».
Sin duda, sus opiniones son compartidas por la abrumadora mayoría de la comunidad científica, que durante años ha venido advirtiendo que había que prepararse para poder responder a una posible pandemia como la que hoy estamos sufriendo.
La doctora Sola tiene toda la razón al resaltar la irresponsabilidad que supone abandonar investigaciones cuya trascendencia hoy es evidente. Simpatizamos también con sus sinceros deseos de que esto sirva para comprender la importancia de la investigación científica.
Desgraciadamente todos esos buenos deseos chocan contra el muro de las leyes que rigen la economía de mercado, y en el caso que nos ocupa con los intereses del monopolio farmacéutico. El motivo que empujó a los grandes laboratorios a invertir en la investigación del Síndrome Respiratorio Agudo Grave, era aprovechar la oportunidad de negocio y las jugosas ganancias que si la epidemia se extendía y alargaba en el tiempo, habrían supuesto la patente de la vacuna y de los antivirales para el tratamiento del SARS. Idéntica razón fue la que meses más tarde les movió a abandonar las investigaciones una vez que la epidemia se extinguió.
Ahora que la pandemia, de la que los investigadores llevaban años advirtiendo, es una cruel realidad, los gobernantes de todo el mundo no se cansan de repetirnos que sólo uniéndonos todos derrotaremos al virus. Si hubiese un sólo átomo de verdad en sus proclamas, la primera medida que habrían tomado sería coordinar los esfuerzos de los investigadores de todos los países, y poner a su disposición todos los recursos económicos y técnicos necesarios. Sin duda, un llamamiento así habría contado con el apoyo entusiasta de toda la comunidad científica y en un tiempo récord se podría contar con un prototipo viable de vacuna, con medicamentos efectivos para combatir la enfermedad y después poder fabricarlos para distribuirlos solidariamente en todo el mundo.
En lugar de colaboración, el escenario que se oculta tras la nube tóxica de la propaganda, es el enfrentamiento abierto que se está librando entre los Estados más poderosos. El objetivo de todos ellos, es defender su prestigio y los intereses de sus respectivas burguesías .Compiten por ser los primeros en la carrera para conseguir la vacuna y los antivirales necesarios para el tratamiento del COVID19. Fortalecer su poder y prestigio en la esfera internacional y que sean sus industrias las que obtengan la mayor porción del negocio y las ganancias potenciales ¡¡Esos, y no la Defensa de la Salud, son los intereses que realmente están en juego!!
A mediados de marzo, cuando se empezaban a tomar las primeras medidas de confinamiento en España e Italia, muchos mandatarios aún seguían cuestionando la importancia de la pandemia, entre otros ese era el caso del locuaz Mr. Trump. Todos sus discursos se limitaban a arremeter contra el maldito virus chino ¡¡Su cinismo no tiene límites!! Mientras en público negaban la gravedad de la crisis, desde hacía semanas en la Casa Blanca se venían sucediendo discretas reuniones entre el ejecutivo, administraciones reguladoras y la industria farmacéutica, y lo mismo ocurría en las cancillerías de las demás potencias.
El 23 de marzo, en el diario La Vanguardia, se hacía eco de los datos hechos públicos el día anterior por la Organización Mundial de la Salud. Según la OMS en estos momentos son al menos cuarenta, las instituciones, organismos públicos y multinacionales farmacéuticas, las que están implicadas en la lucha contra reloj para sintetizar la vacuna. Son ya cuatro los prototipos en los que se han iniciado los ensayos clínicos con animales, y otros dos empezarán en abril. De todos ellos, los dos proyectos más avanzados se están desarrollando en China y en los EE.UU.
En China, las investigaciones las dirige el Ministerio de Defensa a través de la Academia Militar de Ciencias Médicas en colaboración con la empresa biotecnológica Cansino Biologics. A mediados de marzo, según informaba el diario The South China Morning Star, ya se habían realizado varios ensayos clínicos exitosos con primates. Tienen previsto empezar los ensayos en humanos, con 108 voluntarios, en abril.
En el proyecto estadounidense están implicados el NIAID- Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas-, el NHI -Instituto Nacional de Salud-, CEPI-Coalición para las innovaciones y preparación para epidemias-, y Moderna Therapeutics que es el laboratorio que está desarrollando la vacuna, utilizando una nueva tecnología de ingeniería genética denominada ARN mensajero. Las primeras pruebas en humanos tenían previsto iniciarlas el 14 de marzo con 45 voluntarios sanos de entre 18 y 55 años.
El principal hándicap del proyecto de Moderna es que hasta ahora las autoridades sanitarias nunca han autorizado ninguno de los medicamentos basados en esta técnica, al no cumplir los estándares de seguridad exigidos en la normativa. Casualmente, pocos días después, se celebraba un encuentro en el que participaron el ICMRA-Coalición Internacional de Autoridades reguladoras de Medicamentos-, la FDA-Agencia del Medicamento EE.UU.- y la EMA, agencia europea del medicamento. En él se decidió –ante la excepcionalidad que supone la crisis del Covid19– flexibilizar los criterios y exigencias que se aplicaban hasta ahora ¡¡ Todo vale en la búsqueda de El Dorado!!