Jerónimo Bosch “El Bosco” fue uno de los pintores más excepcionales y originales de todos los tiempos. Sus obras tienen ya 500 años y, sin embargo, parecen sorprendentemente modernas, anticipándose el surrealismo. Este es el arte de un mundo turbulento, desgarrado por tendencias contradictorias –un mundo en el que la luz de la razón se ha extinguido y donde las pasiones animales dominaban, un mundo de terror y violencia, una auténtica pesadilla–. En breve, un mundo muy parecido al nuestro. Alan Woods examina la obra del Bosco desde el punto de vista del materialismo histórico.
Jerónimo Bosch “El Bosco” fue uno de los pintores más excepcionales y originales de todos los tiempos. Sus obras tienen ya 500 años y, sin embargo, parecen sorprendentemente modernas, anticipándose el surrealismo. Este es el arte de un mundo turbulento, desgarrado por tendencias contradictorias –un mundo en el que la luz de la razón se ha extinguido y donde las pasiones animales dominaban, un mundo de terror y violencia, una auténtica pesadilla–. En breve, un mundo muy parecido al nuestro. Alan Woods examina la obra del Bosco desde el punto de vista del materialismo histórico.
Poco se sabe de la vida del hombre que conocemos como El Bosco. Ni siquiera el nombre es el suyo, sino el seudónimo con el que firmaba sus obras. Su verdadero nombre era Jeroen Anthoniszoon van Aken, y nació hacia 1450 en la próspera ciudad comercial holandesa de Bolduque [‘s-Hertogenbosch en holandés], cerca de la frontera alemana. Fue una próspera ciudad de unos 25.000 habitantes y la producción de paños era su industria más importante. Pero también era conocida por sus organeros, campaneros, impresores, cuchilleros y herreros. Alrededor del 90 por ciento de la población vivía de la tierra.
El Bosco vivió durante el período que el historiador holandés Johan Huizinga ha llamado el ocaso de la Edad Media. Coincidió con el inicio de ese gran despertar cultural que llamamos el Renacimiento. La investigación y los descubrimientos científicos florecieron en una atmósfera de curiosidad intelectual. Bajo la superficie exterior de procesiones, peregrinajes y piedad, crecía un sentimiento de escepticismo hacia la Iglesia y surgían dudas sobre el orden divino de las cosas. La invención de la imprenta llevó la posibilidad de aprender a capas más amplias de la gente.
Este fue un punto de inflexión importante en la historia. Fue un período en el que los cimientos del feudalismo estaban siendo erosionados por el capitalismo, como explicaron Marx y Engels:
“De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los ‘villanos’ de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la burguesía.
“El descubrimiento de América, la circunnavegación de África, abrieron nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El mercado de China y de las Indias orientales, la colonización de América, el intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de las mercaderías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en descomposición.
“El régimen feudal o gremial de producción que seguía imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros de los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial, y la división del trabajo entre las diversas corporaciones fue suplantada por la división del trabajo dentro de cada taller”. (Marx y Engels, El Manifiesto Comunista, “I, Burgueses y proletarios”).
La prosperidad de Bolduque se derivó de la introducción de métodos capitalistas. En la Edad Media, todas las actividades artesanas estaban reguladas por los gremios. Ahora, sin embargo, los patrones introdujeron nuevos métodos de producción. Los que tuvieron éxito obtuvieron más beneficios que los maestros tradicionales de los diversos oficios y amasaron grandes fortunas. Los gobernantes aristocráticos de los Países Bajos se aliaron con la burguesía para repartirse los beneficios de los nuevos modos capitalistas de producción. Pero los gremios se resistieron a los cambios porque les amenazaban con la ruina. La lucha entre estos intereses contrapuestos a veces estuvo a punto de desembocar en guerra civil.
El Bosco sólo fue redescubierto en el siglo XX, tras casi tres siglos de olvido. Esto no es una casualidad. Las generaciones anteriores no podían entender este arte extraño. Este es el arte de un mundo en turbulencia, desgarrado por tendencias contradictorias –un mundo en el que la luz de la razón se había extinguido y donde las pasiones animales dominaban, un mundo de terror y violencia, una auténtica pesadilla–. En breve, un mundo como el nuestro.
Un período de transición
Aunque separada del mundo moderno por más de 500 años, la obra del Bosco parece decirnos más que la mayoría del arte contemporáneo. Es más relevante para el mundo en el que vivimos. Este arte tiene una belleza extraña y fascinante, pero lo que no parece tener es lógica. Desafía la razón humana a cada paso, dándole vuelta a la realidad. Nos enfrentamos a imágenes tan increíbles, tan en contradicción con nuestra visión normal del mundo que nos sentimos mareados. Aquí la expresión de Hegel nos golpea con toda su fuerza: “La razón se convierte en sinrazón”.
Extrañeza es la esencia misma de este arte. Es el reflejo de un mundo que ya no está en armonía con sí mismo, sino que está completamente fracturado. El terreno que pisamos ya no es firme. Lo sólido se convierte en líquido y viceversa. Las montañas de la parte central de El jardín de las delicias parecen haberse transformado en plantas monstruosas que se abren con una maduración antinatural. Todo está transformándose en su contrario o, para citar las célebres palabras de Heráclito, “Todo es y no es, pues todo fluye”.
Estilísticamente, la obra del Bosco no parece asemejarse ni al arte medieval ni al arte del Renacimiento. Aunque los elementos de ambos están presentes, el arte del Bosco da la impresión de ser increíblemente moderno. Las imágenes son tan sorprendentes, incluso espeluznantes, las yuxtaposiciones tan contradictorias e inesperadas, que uno tendría que mirar al mundo del surrealismo para encontrar algo remotamente similar. De hecho, el carácter de pesadilla de estas imágenes impacta con mayor fuerza que los torsos torturados y los relojes blandos de Dalí.
A pesar de su carácter aparentemente anárquico e irracional, este arte es, en realidad, una fiel representación del mundo en el que El Bosco vivió. Este es el arte de un período de transición: la época de la decadencia del feudalismo y el surgimiento del capitalismo. Esta fue una época de grandes convulsiones y cambio. El orden feudal se encontraba en un estado de declive irreversible y la burguesía de las ciudades estaba desafiando el viejo orden y exigiendo sus derechos.
Cuando un determinado sistema socio-económico avanza, predomina un sentimiento general de confianza y optimismo. Nadie cuestiona el orden existente, su moral o sus ideales. Pero ahora el viejo mundo de la Edad Media, con sus firmes cimientos asentados sobre la fe religiosa, se estaba hundiendo. De repente, todo fue confusión. El sistema de creencias religiosas que había dominado durante el milenio siguiente a la disolución del Imperio Romano estaba en crisis. En su lugar, un clima generalizado de escepticismo y cinismo comenzó a apoderarse de la sociedad. La agitación social generalizada encontró su reflejo en la duda universal.
Este es un mundo enloquecido, un mundo enfermo de muerte y no puede encontrar remedio para su mal. El tema omnipresente del panel central del gran tríptico del Bosco El Jardín de las Delicias es, precisamente, una especie de repugnante putrefacción. Los peces gigantes son obviamente un símbolo fálico. El pecado (a menudo asociado con el sexo) se nos ofrece en la forma de fruta grotescamente grande y carnosa, especialmente fresas. Su misma madurez, que sufiere descomposición interna, es lo que repugna.
El final del siglo XV fue testigo de las últimas batallas sangrientas de la Guerra de los Cien Años y la primera embestida de los turcos. No es una casualidad que la media luna creciente turca sea una imagen recurrente en las pinturas del Bosco. Las vidas de los hombres y las mujeres estaban continuamente amenazadas por la violencia y la muerte al azar. Millones perecieron durante la Peste Negra, y las guerras y disturbios civiles fueron acontecimientos habituales. La descomposición social llevó a una epidemia de robo, pillaje y desorden generalizado.
Ciudades como Bolduque estaban llenas de horcas, patíbulos y prisiones. En esta era de violencia azarosa y sin sentido la muerte era una fiel compañera. En todas las iglesias se veía su imagen sonriente. Y en el fondo de estas pinturas la muerte –representada por lo general en forma de un esqueleto– siempre está presente. Este mismo leitmotiv fue tomado por el único sucesor real del Bosco, Pieter Brueghel el Viejo, en su cuadro El triunfo de la muerte.
La desintegración del feudalismo, acompañada por todo tipo de convulsiones –guerras, hambrunas y peste–, creó una subclase de gente empobrecida: campesinos sin tierra, prostitutas y mendigos, vendedores ambulantes y prestidigitadores, soldados licenciados y salteadores de caminos, capaces de degollarte por unos centavos. En Alemania, muchos de los nobles feudales se convirtieron en barones ladrones que se aprovechaban de los campesinos. Todos estos desechos sociales encuentran su reflejo en las pinturas del Bosco.
La Peste Negra, que diezmó Europa en el siglo XIV, acabó con al menos un tercio de la población. La hambruna que siguió mató a muchos otros. El mundo resultante fue uno de oscuridad, caos y anarquía. La gente creía que la enfermedad estaba causada por los demonios y que la peste negra era un signo claro de la ira divina. Para la mente medieval, impregnada de misticismo religioso, fantasmas y superstición, parecía que el fin del mundo estaba cerca. Había una creencia popular de que éste se iniciaría en el año 1500. El infierno estaba a la vuelta de la esquina y, para la mayoría de la humanidad, no había ninguna posibilidad de redención.
¿El fin del mundo?
Estaba claro para todos que el viejo mundo se encontraba en estado de descomposición rápida e irremediable. Tendencias contradictorias desgarraban a hombres y mujeres. Sus creencias se vinieron abajo y estaban a la deriva en un mundo frío, inhumano, hostil e incomprensible. La sensación de que el fin del mundo está cerca es común a todos los períodos históricos en los que un sistema socioeconómico particular ha entrado en un declive irreversible. Peter S. Beagle escribe:
“Cuando nació El Bosco el orden existente se estaba desenmarañando. La seguridad brutal del feudalismo se basaba en un entendimiento general de que el sistema reflejaba y, de hecho, era una extensión del orden de las cosas en el cielo. Dios Padre, el Grand Seigneur, mantenía el mundo como un feudo, parcelando las tierras y los poderes entre sus grandes vasallos, los papas y emperadores y reyes quienes, a su vez, las subarrendaban […]”. (P. Beagle, El jardín de las delicias, p. 14.)
Ahora, de repente, todas esas certezas se derrumbaban. Era como si se le hubiera quitado al mundo el eje sobre el que gira. El resultado fue uno de terribles turbulencias e incertidumbre. A mediados del siglo XV, el antiguo sistema de creencias empezó a desmoronarse. La gente ya no miraba a la Iglesia en busca de salvación, consuelo y sosiego. En su lugar, surgió la disensión religiosa en muchas formas diferentes, y sirvió como pretexto para una oposición social y política.
Hay muchos puntos de similitud entre el mundo del Bosco y el nuestro, pero también hay un abismo entre ellos. Hoy en día, al menos en Occidente, la religión se encuentra en un estado semimoribundo. Pero a finales de la Edad Media la religión lo impregnaba todo. Por consiguiente, era natural que la política y la lucha de clases tuvieran una expresión religiosa. Lo único que podía hacer la vida un poco más soportable para la masa del pueblo era la esperanza del más allá.
Se suponía que la Santa Madre Iglesia ofrecía consuelo a los pobres y la esperanza de una vida mejor más allá de este pecaminoso valle de lágrimas. Pero incluso esto se veía corrompido y socavado, tal y como observamos en una de las mayores obras maestras del Bosco. Este fue un período en el que los viejos ideales de pobreza que habían inspirado a los pioneros de la vida monástica no eran más que un recuerdo lejano. Los señores de la Iglesia rivalizaban y, con frecuencia, superaban a los reyes temporales en su lujoso estilo de vida y riqueza excepcional.
Esta es una realidad chocante que tuvo las consecuencias más graves para la gente. Porque si esta vida era tan terrible, el único consuelo era aferrarse a la esperanza de una vida mejor en el otro mundo. Una vez desaparecida esa creencia, sólo quedaba resignarse a la más oscura desesperación. La autoridad de la Iglesia se ponía cada vez más en tela de juicio. Como síntoma de la desintegración y de la inminente disolución del viejo orden, los hombres y las mujeres buscaban la salvación fuera de la Iglesia en todo tipo de movimientos supersticiosos y místicos, en muchos de los cuales creencias religiosas poco ortodoxas encubrían movimientos sociales peligrosos y subversivos.
Este fue el período en el que muchos hombres salieron a los caminos, descalzos y vestidos con harapos penitenciales, azotándose hasta sangrar. Las sectas flagelantes aguardaban el fin del mundo, que ansiosamente esperaban que llegara en cualquier momento. Al final, lo que ocurrió no fue el fin del mundo, sino sólo el fin del feudalismo, y lo que llegó no fue el nuevo milenio, sino sólo el sistema capitalista. Pero no podemos esperar que entonces pudieran comprender esto.
El declive de la sociedad feudal y el surgimiento del capitalismo produjeron un fermento de ideas y una crisis de fe que se manifestaron en el aumento de corrientes de oposición como las de Lollards y John Wycliffe en Inglaterra y los husitas en Bohemia. Este es un mundo al borde de una revolución social y religiosa. El viejo orden se muestra corrupto y podrido hasta la médula. Estaba tambaleándose, en espera de su derrocamiento. No merece sobrevivir.
El espíritu de estas pinturas es el mismo espíritu que impulsó a los flagelantes a echarse a los caminos. Están impregnadas del espectro de la fatalidad. El espectáculo de las sectas flagelantes arrastrando su paso por villas y ciudades, con horribles gritos de "¡arrepentíos!", interrumpidos por alaridos y gemidos cuando el látigo penetraba en la carne desgarrada de sus espaldas ensangrentadas, era un signo de los tiempos. En su célebre libro El otoño de la Edad Media, Johan Huizinga escribió:
"Un sentimiento general de calamidad inminente se cierne sobre todos. Peligro perpetuo prevalece por doquier […] El sentimiento de inseguridad general que fue causado por el carácter crónico que las guerras solían tener, por la amenaza constante de clases peligrosas, por la desconfianza en la justicia, se veía agravado por la obsesión de la llegada del fin del mundo y por el temor al infierno, a los hechiceros y a los demonios […] Por todas partes arden las llamas del odio y reina la injusticia. Satanás cubre una tierra lúgubre con sus alas sombrías".
La promesa de salvación y vida eterna existe en teoría, pero en la realidad, el panorama general del período es uno de profunda oscuridad. Este sentimiento pesimista se refleja en la poesía de la época, como en los siguientes versos del francés Deschamps, que comparan el mundo con un viejo senil en un estado de decrepitud avanzada:
"Or est laches, chetis et moltz,
Vieux, convoiteux et mal parlant;
Je ne voy que foles et folz…
La fin s’approche, en verité …
Tout va mal".
("Ahora el mundo es cobarde, podrido y débil, viejo, codicioso, confuso del habla; veo sólo hombres y mujeres tontos… En verdad, se acerca el fin… Todo va mal".)
El carro de heno o el poder del dinero
Bajo el feudalismo el poder económico se expresó en la propiedad de la tierra. El dinero jugó un papel secundario. Pero el auge del comercio y la manufactura y las relaciones incipientes de mercado que los acompañaron hicieron del dinero un poder cada vez mayor. Ahora tenemos, por un lado, una riqueza extravagante y, por el otro, a las masas llevando una vida miserable, dolorosa, brutal y corta. La vida del campesino bajo el feudalismo fue dura en extremo, incluso en condiciones normales. Pero las condiciones en la última etapa del feudalismo estaban lejos de ser normales.
El surgimiento del capitalismo –especialmente en los Países Bajos, donde emergió antes que en ningún otro país a excepción de Italia– fue acompañado por nuevas actitudes, que poco a poco se solidificaron en una nueva moralidad y nuevas creencias religiosas. La Liga Hanseática, con más de un centenar de ciudades comerciales, controlaba el comercio de Inglaterra a Rusia. Se estaban forjando grandes fortunas. Surgieron poderosas familias de banqueros, como los Fuggers, que desafiaron el poder de los reyes. Surgió un nuevo poder, un poder que estaba desintegrando el tejido de la vieja sociedad y socavaba sus valores: el poder del dinero.
Por todas partes era palpable un nuevo espíritu: el espíritu del materialismo y el mercantilismo. El arte mismo poco a poco se convirtió en una mercancía. Si el artista tenía éxito, podía adquirir riqueza y gloria. Pero la mayoría no eran más que trabajadores del arte o, en el mejor de los casos, artesanos.
En su gran tríptico, El carro de heno (c.1485-90, Museo del Prado, Madrid) El Bosco muestra un mundo gobernado por la codicia y la violencia: aquí toda la humanidad está corriendo tras el carro de heno. Un carro cargado de heno, como se muestra en la pintura del Bosco, habría sido un espectáculo familiar para la gente del siglo XV, como símbolo de víveres almacenados para el invierno y, por lo tanto, también símbolo de la prosperidad. Pero aquí el heno simboliza el poder de la riqueza y el dinero. Trae a la memoria el viejo proverbio holandés: "De werelt is een hooiberg; elk plukt ervan wat hij kan krijgen". (El mundo es una pila de heno y todo el mundo agarra lo que puede.) Toda la humanidad está subyugada al carro de heno, tirado por siete demonios que lo arrastran hacia los llamas del infierno, en el lado derecho.
El primer plano de la pintura es caótico. Todo el mundo está luchando para obtener un poco de "heno". Un hombre corta la garganta a otro para conseguir su oro. La gente está dispuesta a matar o a ser atropellada por el carro para hacerse con dinero. Las mujeres ofrecen sus cuerpos por él. Los jueces venden su honor por él. A la derecha, una gran variedad de extrañas criaturas demoníacas del inframundo tiran del vagón. Una de estas criaturas es una mezcla de hombre y pez; otra es un ave en parte, y una tercera es un hombre encapuchado con ramas naciéndole de la espalda.
Cerca, se puede ver gente saliendo por una puerta de madera en un montículo de tierra. El carro de heno va acompañado de hombres y mujeres que tratan de agarrar un puñado de heno; se pelean y caen bajo sus ruedas. En el primer plano del cuadro vemos a dos monjas llenando un saco de heno para provecho de un monje gordo, que es representado bebiendo tranquilamente el vino sacramental mientras supervisa el saqueo de su rebaño. La implicación no es sólo que la Iglesia esquilmaba al pueblo, sino que también alude a las relaciones sexuales ilícitas entre monjas y monjes. Este era un punto de vista mantenido universalmente en aquel momento, y no sin una buena razón. Hubo muchos escándalos atribuidos a la Iglesia; los fieles se sentían abandonados.
La iglesia figuraba entre los mayores terratenientes de la época. Los monjes y los sacerdotes, aunque hacían votos de castidad y la pobreza, prestaban mayor atención a sus propias comodidades materiales que a vivir una vida piadosa. Una gran parte de la riqueza de la Iglesia se obtenía con la venta de indulgencias: trozos de papel que, por un módico precio, prometían al comprador librarle del purgatorio. Hans Dietz, famoso vendedor ambulante de indulgencias, fanfarroneaba de que las almas escapaban del infierno cuando las monedas tintineaban en su bolsa. La actitud del Bosco con la Iglesia se expresa en la presencia de monjas y monjes participando con entusiasmo en la persecución del carro de heno.
Las únicas figuras del cuadro que parecen fríos y distantes son los ricos de la tierra: a la izquierda, un emperador, un rey y un papa cabalgan detrás de la carreta a una distancia respetable, incongruentemente proporcionando escolta a un carro cargado de hierba seca. Sin embargo, su indiferencia es engañosa. La única razón por la que no están corriendo detrás de la carreta es porque ya poseen más que suficiente "heno", pero, en realidad, también son sus esclavos fieles y obedientes, avanzando inexorablemente hacia el Día del Juicio Final.
El rostro del mal
En Alemania el arte gótico tardío comenzó a reflejar el nuevo espíritu de la Italia renacentista. Pero mientras que el arte italiano está preñado de luz y sol, el arte alemán de estos tiempos es oscuro, su tema sombrío, y su estilo, grotesco. Este arte está suspendido entre dos mundos. Tiene un carácter transitorio porque es hijo de una época de transición entre feudalismo y capitalismo.
El retablo de Isenheim está pintado por el artista alemán Matthias Grünewald en 1506-1515. Aquí se representa la crucifixión de una manera brutal y sádica. No hay consuelo, no hay sentido de redención ni de vida después de la muerte, sino una negrura absoluta. Los demonios presentes representan el triunfo del mal. Es el arte de una época de miedo y ansiedad. Penetra los lugares más oscuros de la psicología colectiva en unos tiempos problemáticos, cuando las oscuras fuerzas del mal asediaban por doquier a hombres y mujeres.
En su cuadro La coronación de espinas, también conocido como Los improperios, El Bosco describe a los hombres como malvados, sus caras contorsionadas con expresiones inhumanas. La autoridad se expresa a través de la figura de Poncio Pilatos, quien se muestra como un repulsivo cínico e hipócrita. El único rostro humano es el del propio Cristo, quien pronto será martirizado. La visión de la humanidad parece ser de nuevo negativa: la de un mundo convulsionado y en ruinas, de una humanidad más allá de la salvación.
En su obra Cristo con la cruz a cuestas, que puede verse en el Museo de Bellas Artes de Gante, contemplamos la figura de Cristo, solitario y agotado, rodeado de hombres con rostros bestiales y monstruosos. Son los rostros de hombres tan corruptos que han perdido todo sentimiento o condición humana. Sin embargo, si observamos más de cerca, comprendemos que tal conclusión es demasiado radical. El Bosco no reflexiona aquí sobre la humanidad en general, sino sobre un grupo social específico. No son los rostros de los pobres, sino de mercaderes, caballeros y otras autoridades, incluyendo un monstruoso monje dominico.
Mientras que a los pecadores que sufren el tormento del infierno El Bosco los representa con cierta compasión distante, para estos otros muestra sin reparos su odio. Aquí también podemos encontrar una lección para nuestros tiempos. El Bosco pintaba en una época en la que los valores bursátiles y el dinero eran un fenómeno reciente que había surgido recientemente como una fuerza social. En la actualidad, hablamos de hombres que “valen” millones de dólares sin siquiera pararnos a pensar en lo que decimos: que la gente se ha transformado en meras mercaderías, en cosas a la venta.
En la defensa de su poder, riqueza y privilegios, los ricos y poderosos son capaces de mostrarse espantosamente crueles y feroces. Las caras deshumanizadas del Cristo con la cruz a cuestas son los rostros de la avaricia, de un voraz e incontrolado apetito y de la corrupción del espíritu humano. Son los rostros de los ricos y poderosos de la tierra, no como les gustaría presentarse, sino tal y como son. El Bosco les arranca sin piedad su máscara sonriente, mostrándonos el animal salvaje que tras ella se oculta.
Por supuesto, aquéllos que ostentan posiciones de poder les gusta verse bajo una luz distinta, como los benefactores de la humanidad, los “creadores de empleo”, los “capitanes de la industria” y cosas por el estilo. Los pintores de retratos aduladores nos los muestran bajo la luz más favorable. El carro de heno es la clave de todo esto. Es un producto de la llamada economía de mercado que corrompe el mundo, robándole su humanidad.
El jardín de las delicias
El Museo del Prado alberga la obra maestra del Bosco, El jardín de las delicias. La tragedia de la existencia humana se expresa aquí en un espectacular tour de force. La obra entera es una loca explosión de color y movimiento que casi te hace dar vueltas la cabeza. Hay tal cantidad de detalle, tan sorprendentes imágenes y yuxtaposiciones que es imposible absorberlo todo de una vez. Pero al concentrarnos en cada uno de los detalles nos maravillamos de su riqueza conceptual.
En El jardín de las delicias nos enfrentamos a un tema recurrente en la obra del Bosco: la tentación. Por sí mismo, esto es tanto una contradicción como una manifestación de tensiones antagónicas y conflictivas. La fruta prohibida (el placer sexual primigenio, o los pecados de la carne) es representada como una fruta y como una bella mujer desnuda –la más deseable de todas las frutas prohibidas–. La misma imaginería puede apreciarse en Las tentaciones de San Antonio. Examinándolo más de cerca, vemos que lo que El Bosco pinta no son las delicias terrenales, sino los tormentos del infierno.
La pintura es un tríptico (como El carro de heno), es decir, se divide en tres partes. Es una alegoría en un estilo típicamente medieval. Cuenta una historia. Mejor dicho, cuenta la historia de la Caída en Desgracia del hombre. De izquierda a derecha, comienza con el jardín del Edén. Pero incluso en este paraíso, las semillas del mal ya están presentes. Vemos monstruos: un pez con manos y la cabeza de un pato que agarra un libro mientras emerge de una cavidad. Entre tanto, un león ha matado a su presa y está a punto de devorarla. La forma grotesca de la fuente de la vida en el centro de la pintura está coronada por una media luna, la marca del Diablo, asociada al Islam y al turco.
Más siniestro aún es la lechuza que mira fijamente desde un agujero en la base de la fuente. Mientras que para los antiguos atenienses la lechuza era un pájaro asociado a Atenea, la diosa de la sabiduría (de ahí el dicho “listo como una lechuza”), en la Edad Media esta ave nocturna era asociada, por su siniestro alarido, al mal. La lechuza reaparece constantemente en muchos de los trabajos del Bosco.
El panel central presenta un amplio panorama de la vida: figuras desnudas, animales fantásticos, frutas descomunales a punto de reventar e híbridas formaciones rocosas. Las fresas gigantes que los hombres intentan catar de manera desesperada son un símbolo de la tentación en su forma más obvia: el sexo. El enorme pez que aparece por todos sitios es un símbolo fálico. En el primer panel, dos figuras humanas (Adán y Eva) son más grandes que los animales y de una escala similar a la de Jesús (Dios), pero en éste las dimensiones son diferentes.
El panel central contiene muchas aves que se mezclan con los humanos e incluso les proporcionan frutas (prohibidas). Aquí tenemos un golpe de genialidad que nos acerca al surrealismo. En la vida cotidiana las aves son consideradas generalmente como inocuas. Nos atraen con sus plumajes coloridos y cantos melodiosos. Sin embargo, estas aves son una presencia siniestra y amenazante. Tienen un tamaño exagerado y son mucho más grandes que los seres humanos. Con sus ojos mirando distraídamente y con sus poderosos picos afilados, parecen amenazar a los seres humanos desnudos e indefensos que están a su alrededor.
En El jardín de las delicias el peligro acecha a cada paso. El Bosco nos advierte de la fugacidad de los placeres terrenales. El gusto dulce de la fruta suculenta pronto desaparece. Toda la humanidad avanza en una única dirección, que se muestra en el panel derecho. Aquí encontramos un auténtico paisaje infernal que describe con gran detalle los tormentos de los condenados.
Los condenados son castigados de acuerdo a sus pecados. Los glotones son condenados a vomitar eternamente o a ser purgados por el diablo, quien tiene una cabeza de pájaro. Un hombre (posiblemente un músico en vida) tiene el cuerpo atravesado por las cuerdas de un arpa, mientras otro tiene una flauta insertada en el ano. Hay una increíble variedad de demonios y monstruos de todo tipo, todos de la materia con la que se hacen las pesadillas.
Sin embargo, el más terrorífico e inquietante de todos los monstruos del infierno es el Hombre Árbol, quien se sitúa en el centro de la pintura. Su torso hueco, sostenido por un par de troncos putrefactos, es atravesado por ramas que salen de su propio cuerpo. El hombre árbol proyecta hacia afuera, más allá del espectador, su expresión extraña y melancólica, sugiriendo que podría ser un autorretrato del propio Bosco, quien contempla con aflicción el espectáculo de una humanidad condenada.
Contradicciones
Estas extraordinarias pinturas muestran un contraste extremo entre luz y oscuridad, aunque, al final, la oscuridad siempre resulte triunfante. En ellas se dan cita todas las pesadillas de la Edad Media. El azufre y los fuegos del infierno; la condenación eterna y la oscuridad; el llanto y el crujir de dientes.
Al contemplar los cuadros del Bosco nos asalta una poderosa sensación de contradicción. No sólo vemos este agonizante conflicto de tendencias incompatibles, sino que lo sentimos, lo tocamos, lo oímos y lo olemos. Las imágenes son tan vívidas que pareciera que saltaran del lienzo para agarrarnos por el cuello. Con frecuencia nos sugiere temas del arte surrealista, también producto de un contexto histórico similar, donde subyacen las mismas contradicciones, que son presentadas con descarnada yuxtaposición.
El Bosco pintó el periodo en el que vivió, reflejándolo como un espejo. El infierno sobre la tierra. Pero para la mayoría de los hombres y las mujeres del siglo XV la tierra ya era un infierno. Su obra está preñada de una enorme profundidad. Como todo el arte con mayúsculas, no permanece en la superficie, sino que penetra las partes más recónditas de la psicología humana, trayendo a la luz sus más secretos sueños y pesadillas. El arte aquí imita la vida.
En un mundo en el que muchos no tenían qué comer, vemos vergonzosas escenas de gula. Las mismas exageradas diferencias entre riqueza y pobreza, desigualdad e injusticia que existen en nuestros días. Incapaz de remediar en la práctica estas desigualdades, El Bosco las castiga en sus cuadros. El sufrimiento de los condenados corresponde certeramente a la naturaleza de sus pecados: libidinosas y altivas mujeres hacen el amor con sapos y lagartos que cuelgan de sus partes íntimas; una muestra de esa misoginia esencial en la visión cristiana del mundo por la que el Pecado Original es atribuible a Eva, madre universal. Los músicos son martirizados por sus propios instrumentos, convertidos en útiles de tortura, etc.
La inspiración artística para estas imágenes hunde sus raíces en el pasado medieval, aunque parezca sorprendentemente moderno. Se encuentra en las grotescas figuras de demonios y pecadores que adornan los muros exteriores de las iglesias –gárgolas, etc.–. Ésta era realmente la parte más viva de aquél viejo arte. Pero hasta entonces había asumido un papel secundario, mientras que en la obra del Bosco pasa a primer plano y cobra una vida propia.
Reforma y contrarreforma
La muerte finalmente alcanzó al Bosco en 1516 en Bolduque, su ciudad natal. Un año después un joven monje llamado Martín Lutero caminó con paso decidido hasta la iglesia de Wittenberg y clavó en la puerta sus 95 tesis. La revuelta burguesa contra el feudalismo encontró su primera expresión, inevitablemente, en la protesta religiosa. En el fondo, la religión protestante expresaba la perspectiva y los intereses de la burguesía. El viejo orden feudal encontró su más fanático abanderado en la católica España.
Toda Europa se encontraba a las puertas de un periodo de revolución y contrarrevolución bajo la forma de guerras religiosas. Estaba a punto de adentrarse en un Baile de Muerte que duró tres décadas. Las llamas que ardían en la atormentada visión del infierno del Bosco, devastaban ahora las ciudades de Holanda, Alemania y Bohemia. En ningún lugar se luchó con mayor crueldad en las guerras religiosas que en la patria del Bosco, donde la primera revolución burguesa del mundo se manifestó en la forma de una guerra de independencia de los Países Bajos contra España.
Los más diabólicos tormentos descritos por El Bosco se asemejaban a los que la Inquisición Española, en nombre de la religión, infligía sobre hombres y mujeres indefensos. Después de que el siniestro Duque de Alba hubiera ahogado en sangre y fuego la primera revuelta protestante de los Países Bajos, muchos de los cuadros más famosos del Bosco fueron llevados a España. Felipe II, fanáticamente católico y líder de la cruzada antiprotestante, era un entusiasta del Bosco. Compró o confiscó todas las obras que pudo; y las guardó en su palacio de El Escorial, esa extraña mezcla de monasterio y centro de poder imperial.
El Bosco había colocado un cuadro suyo que representaba el motivo de los Sietes Pecados Capitales en su dormitorio, donde permaneció hasta su muerte. La siguiente inscripción avisa crípticamente: “Cuidado, Dios ve”. Pero es dudoso que Felipe II viera algo. No entendió ni al Bosco ni sus cuadros, que expresan una feroz denuncia de la Iglesia Católica y de sus prácticas, como esa pieza inolvidable en la que una cerda luce la toca de una monja, mientras exige que un hombre firme un documento –posiblemente donando sus bienes mundanos a la iglesia–. Estas obras contienen un retrato desnudo de la decadencia moral y de la podredumbre interna de la Iglesia.
Por alguna extraña razón, los líderes de la contrarreforma, como fray José de Sigüenza, consejero espiritual de Felipe II, aprobaban entusiastamente la obra del Bosco. De hecho, no hay ni una sola pintura del Bosco en la que un monje o una monja sean presentados favorablemente. Si El Bosco señalaba el camino de algo, este algo era el derrocamiento de la iglesia, no su defensa. Se podría incluso decir que Martín Lutero dio una expresión coherente a las ideas que El Bosco expresaba incoherentemente a través de su arte. En ese sentido el arte presagia la historia.
Algunos expertos han sugerido incluso que El Bosco era miembro de una de las numerosas sectas heréticas y disidentes que surgieron como hongos tras la tormenta. Wilhelm Fraenger intentó demostrar que era miembro de una secta religiosa disidente –los adamitas–. Los adamitas se referían unos a otros como “hermanos” y “hermanas”, y las mujeres ostentaban posiciones de importancia. Celebraban el árbol y las delicias del paraíso. Y receban juntos desnudos, como Adán y Eva antes de la Caída. Ésta era una idea revolucionaria, preñada de igualitarismo. Fraenger afirma que las pinturas del Bosco se basan en rituales adamitas. Sin embargo, otros escritores lo han rebatido, y no hay ninguna prueba real de que fuera así.
Entonces y ahora
Podemos entender al Bosco como al último pintor de la Edad Media. Al referirse al arte de ese periodo, Walter Bosin escribió: “La moribunda edad media resplandeció con gran brillo antes de morir para siempre”. (El Bosco: entre el cielo e el infierno.) Pero este arte no nos resulta medieval. Nos habla alto y claro. Su estilo y su técnica son increíblemente modernos. Esto es debido a su mensaje interior. Es arte que tiene algo que decir. Mira la realidad a la cara, sin miedo, y nos pide que pronunciemos nuestro juicio sobre ella. ¡Qué contraste con las estériles irrelevancias del arte de hoy en día!
El Bosco pintó en un tiempo en el que el capitalismo estaba en sus primeros comienzos. Su época heroica aún pertenecía al futuro, fuera del campo de visión del Bosco. Todo lo que podía ver eran los síntomas de una sociedad en fase de declive terminal. Cuando quiera que un sistema socioeconómico dado ha agotado su potencial, vemos los mismo síntomas: crisis económicas, guerras y conflictos internos, decadencia moral y una crisis de ideas, que se reflejan en una pérdida de fe en la antigua moral y religión, acompañada por un incremento en tendencias místicas e irracionales, un sentimiento general de pesimismo, falta de confianza en el futuro y la decadencia del arte y la cultura.
Estos son los rasgos que uno esperaría encontrar en una sociedad que ha agotado su carácter progresista y que es incapaz de desarrollar las fuerzas productivas tal y como había hecho en el pasado. En todos los casos, existe un sentimiento de que “el fin del mundo se está acercando”. En la antigua Roma esta creencia encontró su expresión en la religión cristiana, que predicaba que el mundo estaba a punto de acabar en llamas de un día para otro. En el periodo de decadencia del feudalismo, las sectas flagelantes marchaban por las ciudades y los pueblos prediciendo el fin del mundo. En ambos casos, lo que se acercaba no era el fin del mundo, sino la muerte de un sistema socioeconómico concreto (el esclavismo y el feudalismo).
Ahora, cuando la primera década del siglo XXI ha tocado a su fin, está claro que es el capitalismo el que ha entrado en una fase de declive terminal.
El mundo del Bosco tenía muchas cosas en común con el nuestro. El mundo al comienzo del siglo XXI es un mundo de turbulencia, violencia y caos. Es el mundo del 11 de septiembre y de la ruina de Iraq y Afganistán. Vivimos en un mundo arruinado por las guerras. El hambre y la miseria conviven con la riqueza y la ostentación más obscenas.
La enfermedad del sistema se manifiesta en todos los niveles. Cinco siglos después, El carro del heno aún sigue rodando, aplastando hombres y mujeres bajo sus pesadas ruedas. La alienación capitalista y el fetichismo de las mercancías han ocupado tal espacio en nuestras psicologías que ni siquiera somos conscientes de ellos. Se necesitaría un artista de la talla del Bosco para que estos prejuicios profundamente ocultos aflorasen a nuestra consciencia.
Nunca en la historia el gobierno del dinero había estado tan arraigado como en nuestra época. La gente se ve degradada al nivel de objetos y las cosas inanimadas adquieren características humanas. En el proceso la humanidad de devalúa, se empobrece, es aniquilada. Esos rostros crueles e inhumanos, crispados por la avaricia, que aparecen en las obras del Bosco hoy se encuentran en los parqués de las bolsas del mundo, esos enormes casinos en los que convulsos movimientos del mercado deciden la suerte de millones de hombres y mujeres.
Las pesadillas del Bosco no están tan lejos de las condiciones de nuestra propia época, salvo que, en vez de en pinturas, podemos ver esas mismas espantosas imágenes todas las noches en las pantallas de nuestros televisores. Aún así, nada de esto encuentra expresión en nuestro arte contemporáneo. Cuatro millones de hombres, mujeres y niños son masacrados en una guerra civil en Congo y lo mejor que nuestros artistas británicos pueden ofrecernos es una cama deshecha.
¿Por qué la gente está siempre mirando hacia atrás, admirando con nostalgia el gran arte del pasado? Porque el arte no tiene nada significativo que decir. Pablo Picasso pintó su obra maestra, Guernica, en respuesta a la guerra civil española. Goya pintó sus Desastres de la guerra como comentario y sentencia sobre los horrores de su propia época. Pero hoy en día, incluso los tiburones han de presentársenos muertos y conservados en formol.
El propio arte ha sido esterilizado y embalsamado en una urna de cristal. Por primera vez en siglos el arte no tiene nada que decirnos sobre el mundo en que vivimos. Se ha convertido en la propiedad de un minúsculo grupo de especuladores y estetas totalmente alejados de la realidad y de la vida. Si el arte muestra indiferencia acerca de los problemas y las vidas de la gente, no es sorprendente entonces que la gente se muestre totalmente indiferente con el arte.
Nuestra época necesita de su propio Bosco para que le ponga un espejo frente a la cara y la muestre tal cual es. Esos artistas deben estar en algún lugar, pero sus voces no se oyen, ahogadas por el ruidoso carnaval especulativo que domina el arte, al igual que domina el resto de nuestra sociedad. Tarde o temprano la autentica voz del arte, sincera y valiente, se hará oír, y la humanidad se enriquecerá al oírla.
Londres, 23 de diciembre de 2010