Por Roger Guzmán
La poesía es más que todo una búsqueda de perspectiva propia de las cosas y del mundo, una búsqueda por escucharse a uno mismo para contrastar nuestras particularidades con las de los demás, y la de articularlas con las palabras más precisas posibles. Luego viene la argumentación como consecuencia natural de esa articulación; o sea, la defensa de nuestras ideas ante las ideas dominantes y ante las ideas también particulares que puedan estar en contradicción con las nuestras. En fin, la de expresarnos, que ya es decir bastante.
Por tanto, la poesía también es política, también es lucha y campo de batalla, también es belleza y fealdad, como cualquier otro producto humano, aunque su más importante característica sea la de escapar de la cárcel de la utilidad —que no quiere decir que no sirva para nada—, o de la enajenación del discurso panfletario —que no quiere decir que carezca de perspectiva ideológica—.
Y es con estas palabras que me abro a ustedes con este poema, con esta perspectiva que se supone mía, con estas ideas que de algún modo he logrado articular en esta forma literaria.
La inmensa melodía de los corazones
La gente va en busca de sus muertos, del fantasma de sus muertos, de algún ser querido que da por muerto;
va con la esperanza —si es que a esto se le puede llamar esperanza— de encontrar a sus desaparecidos entre los cuerpos que pudre el jardín trasero de los asesinos.
La gente que se repite en sus cabezas la palabra «fosa», la palabra «clandestina», las palabras «zona boscosa» o «predio baldío»,
y que se ahoga en su propia respiración porque todo es inhóspito e inabarcable con cada intento, con cada minuto que pasa, con cada maldito intento.
La gente que es un mar que se enturbia y va y viene por los portones de medicina legal
para ver si logra identificar aquella cicatriz tan particular en las rodillas de sus hijos;
aquel rostro que tantas veces besaron y que desearían seguir besando hasta en el último de sus suspiros;
aquellas manos a las que alguna vez se tomaron sólo por el placer de la caricia
o para guiar los pasos de un corazón cuyos latidos se acababan de sumar a la inmensa melodía de los corazones.
La gente va en busca de sus muertos y las pantallas de los televisores, las pantallas de las computadoras, de los teléfonos celulares y de cada dispositivo que nos refleja en un mundo oscuro,
dramatizan los gritos que escucharon los vecinos del último homicida que se volvió tendencia,
como si se tratara de una película pornográfica con la que todos pueden masturbarse
o como si fuera el sermón de un profeta apocalíptico que nos escupe que todo estaba escrito y que lo que nos pasa es consecuencia de nuestros pecados.
Y todos perdemos la capacidad de ver más allá de aquel tiro en la cabeza, de aquellos rastros de humillación, de aquella herida que no nos permite distinguir que ahí se dibujaba una sonrisa;
que no nos permite distinguir si todo lo que pasa de hecho está sucediendo y que nos llena de incredulidad y de unos deseos por salir a demostrar que esto no puede ser verdad, que no hay manera de que lo sea;
de que hay algo más malo que un país o un mundo o un universo lleno de fantasmas que perdieron sus nombres entre números estadísticos,
cuando se sale a la calle y se ve a las personas acostumbradas a soportarlo todo y que sólo esperan tener suerte hoy y poder llevar el pan a la mesa y no sumarse a las cifras
que algún día nos empujarán a bautizar números hasta ahora desconocidos.
La gente va en busca de sus muertos y yo quisiera creer en Dios
y decirles que un día vendrá a salvarnos y a vengarse por todo lo que nos hacen, por todo lo que nos han hecho,
pero les estaría mintiendo
y quién vengaría lo que pasó con aquel niño que recibió una paliza junto a la virgen de la paz,
aquel niño que fue echado de la casa por tratar de defender a su familia de un padrastro abusivo
y que se dejó golpear para encontrar refugio en medio de tanta mierda.
Aquel niño que mató de un tiro en la cabeza al jefe de su pandilla porque violó a una muchacha del mismo barrio y porque robaba a los lugareños,
pero que luego ordenó la violación masiva de la pareja del exjefe asesinado,
hasta que ya no pudo más y perdió la conciencia,
para ser violada incluso después de haber sido asfixiada con un palo de trapeador apretado a la garganta;
sin importar todo lo que hizo para salvar su vida y demostrar su lealtad
—justo como violan los militares en los tiempos de guerra—.
Quisiera decirles que todo va estar bien y que un día vendrá Dios a rescatarnos,
que todo fue vengado cuando asesinaron a aquel niño casi con la misma brutalidad con que él lo hacía,
pero la gente todavía va en busca de sus muertos, del fantasma de sus muertos, de algún ser querido que da por muerto;
la gente todavía busca entender qué fue lo que nos llevó al pozo macabro y al resto de los pozos;
todavía busca entender a aquella muchacha cuya madre murió calcinada en un microbús del transporte colectivo,
a la que pudo identificar porque un día antes estuvo pintándole las uñas
y fue el esmalte lo único que pudo reconocer de su cuerpo.
Aquella muchacha cuya madre murió calcinada en manos de unos pandilleros,
pero que luego se enamoraría de otro asesino igual que aquellos.
Y había niños —por Dios, si Dios pudiera existir— había niños.
En aquel microbús había niños y nosotros seguimos aquí desviando la mirada y soportando todo,
con los ojos puestos en ese dispositivo que nos refleja en un mundo oscuro
y cagados de la risa con cada ocurrencia con la que las personas buscan evadir el hecho
de que hay un mar de gente, un hormiguero de gente que va en busca de sus muertos
siguiendo un rastro que nunca los lleva a ninguna parte y que los hace andar en círculos,
como en la espiral que siguen las hormigas cuando extravían el camino
y terminan muertas de cansancio o de hambre o aplastadas las unas por las otras.
II
La gente va en busca de sus muertos y ahí estaba Jasmín atrapada en flagrancia bajo los efectos del Misoprostol,
en medio de una escena del crimen que no era exactamente la del asesinato de un niño que buscaba nacer.
Ahí estaba, hecha un cuerpo que se desangraba para expulsar los efectos de aquella noche de trabajo en que una banda de cobardes la tomaron como juguete,
y hecha una bola de carne que en la hemorragia de la droga había sido vomitada.
La gente va en busca de sus muertos pero Jasmín huía de aquél que la embarazó cuando tenía diecisiete
y que la mantuvo cautiva bajo la amenaza de los golpes, para caer en los brazos de otro hombre que repetiría la historia
y que la empujaría a probar suerte en la ciudad, una ciudad salvaje que la explotaba por menos del sueldo mínimo,
una ciudad de animales apestosos: a vómito, a crack, a mariguana, a cigarrillo, a «pata chuca» y «miados» alcohólicos.
Y la gente va en busca de sus muertos, del fantasma de sus muertos, de ese ser querido al que no se quiere dar por muerto;
y Jasmín declaraba con el desencanto y las lágrimas y la rabia que la vida le había acumulado:
«Sí, yo lo hice, lo acepto, fui a comprar las pastillas al mercado y me las vendieron y me costaron lo que gano en un mes»;
«Sí, yo me acomodé la ropa y seguí trabajando como si nada hubiera ocurrido,
porque no existen opciones, porque no tenía otra opción más que someterme».
«Yo estaba sola. Yo lo envolví en una cobija y en una toalla, y lo metí en una bolsa plástica. Lo iba a tirar».
«Porque no existen opciones. Porque no había otra opción».
Y la gente va en busca de sus muertos y los seguidores de Cristo siguen expandiendo su odio
y meten a la cárcel a todas aquellas personas que buscan arrancarse incluso las entrañas con tal de que no quede rastro de sus violadores.
Como lo hizo Jasmín pero la gente que va en busca de sus muertos, del fantasma de sus muertos y de su propia muerte,
va seguida por este ejército de Cristo que busca aterrorizarnos y estafarnos con la idea del sacrificio y el perdón
para que no nos quejemos y soportemos todo,
y pensemos que la desgracia y el miedo son parte intrínseca de la vida.
La gente va en busca de sus muertos como una flor arrancada de sus pétalos.
La gente va en busca de sus muertos como una flor que flota en sus escombros.