El realismo de lo «imposible»
La revolución socialista es la condición en nuestro continente para el desarrollo y la solución a los problemas acuciantes de nuestros pueblos
Desde las luchas por la independencia en América Latina varios de sus protagonistas comprendieron la necesidad de la unidad para enfrentar enemigos externos y salvaguardar la libertad. En distintos puntos de la geografía sudamericana combatieron, murieron y vencieron juntos venezolanos, neogranadinos, peruanos, rioplatenses, chilenos, y en Panamá convocó Simón Bolívar en 1826 a los nacientes Estados a una unificación continental, frustrada entonces. José Martí entendió la emancipación de Cuba como parte de un proyecto más amplio que incluía la de Puerto Rico e impedir la extensión de Estados Unidos por las Antillas para contribuir a frenar su arremetida sobre las repúblicas situadas al sur del Río Bravo. Desde 1959 la Revolución Cubana vio en el apoyo a la revolución latinoamericana no solo un deber ético y un imperativo moral, sino una necesidad de sobrevivencia, y cifró su futuro en el aliento a proyectos de liberación y transformación en su entorno más inmediato.
La falacia de la posibilidad de capitalismos desarrollados e independientes en América Latina, capaces de unirse a pesar de sus rivalidades, ha sido desmontada por una larga tradición de pensamiento crítico, desde Julio Antonio Mella y José Carlos Mariátegui hasta el Che Guevara y Fidel Castro. La debilidad y la aparición tardía de la burguesía latinoamericana, cuando el imperialismo en pleno ascenso se repartía el mundo y se aseguraba en los países periféricos las materias primas y los mercados que necesitaba, condicionaron su carácter subordinado a los centros de poder internacionales. El sino inevitable del modo de producción capitalista en nuestro continente es la sumisión y el subdesarrollo.
Lo decisivo para la unidad latinoamericana no es la existencia o la solidez de determinada estructura de integración, sino la correlación de fuerzas de las clases e intereses dominantes en nuestros países. Ni las rancias oligarquías criollas ni las burguesías nacionales, atadas por miles de lazos de dependencia al imperialismo estadounidense, ni los intentos, destinados al fracaso, de reformar al capitalismo para darle un rostro más humano y justo, podrán conseguir la unidad latinoamericana. Para que América Latina sea, de verdad, una zona de paz e integración debemos convertirla en una zona de revoluciones.
La revolución socialista es la condición en nuestro continente para el desarrollo y la solución a los problemas acuciantes de nuestros pueblos. Ella será la única manera de poder unirnos en beneficio de las mayorías populares y de cumplir el sueño martiano de la segunda y definitiva independencia. Ninguna iniciativa que no rompa con el capitalismo podrá lograrlo. Como decía el Amauta: «Los brindis pacatos de la diplomacia no unirán a estos pueblos. Los unirán en el porvenir, los votos históricos de las muchedumbres».
Si impelidas por necesidades apremiantes que pongan en riesgo sus ganancias, o por contradicciones puntuales con el imperialismo, las burguesías latinoamericanas se pusieran de acuerdo y llegaran a algún tipo de integración, siempre sería en beneficio de intereses clasistas propios y no de sus pueblos, y en ningún caso significaría una ruptura decisiva de las relaciones de dependencia con Estados Unidos.
Nuestra intención no puede ser construir en este lado del Atlántico algo similar a la Unión Europea (ue). Esa experiencia unitaria constituye un referente válido. Por un lado, la ue no ha logrado resolver los profundos conflictos de intereses entre los capitalistas de los diferentes Estados nacionales y sus desarrollos desiguales, y por el otro, ha significado la dominación completa de los bancos y los monopolios sobre las vidas de las personas, además del desmantelamiento progresivo del Estado de bienestar y de conquistas sociales históricas. La Unión Europea es, en realidad, un club capitalista con el objetivo de favorecer y proteger las ganancias de las grandes corporaciones europeas, mediante la imposición de recortes y ataques a las condiciones de vida de las clases trabajadoras. Su propósito no es la satisfacción de las necesidades de los pueblos.
Igual de iluso resulta esperar una actitud desinteresada por parte del imperialismo estadounidense, y pretender que se puede alcanzar una integración económica con Estados Unidos sin condicionamientos, sin presiones, sin injerencias, con respeto a nuestras soberanías. No cabe esperar de ellos generosidad espontánea. No por mucho desear que un tigre deje de alimentarse con carne, se convertirá en vegetariano. La Alianza para el Progreso, iniciativa lanzada por Kennedy en 1961 para América Latina, no fue un gesto solidario y altruista, preocupado por la desigualdad y los índices de miseria que asolaban nuestra región, sino una estrategia de contención dirigida contra la Revolución Cubana y la expansión de su ejemplo inspirador para las rebeldías latinoamericanas. Su principal objetivo fue la prevención frente a una eventual amenaza revolucionaria, no el desarrollo económico del que considera su patio trasero. Cualquier reedición de un plan similar estaría condicionado por motivaciones análogas y, en todo caso, solo serviría para perpetuar las relaciones de dominación imperialista.
Se pudiera objetar que las revoluciones no están a la orden del día en América Latina, que una perspectiva de ese tipo ahora mismo es totalmente utópica, y que debe proponerse una política más realista y práctica, de acuerdo con las condiciones actuales. Si bien no se puede asegurar que un triunfo revolucionario esté a la vuelta de la esquina en nuestro continente, también es cierto que desde Alaska hasta la Tierra del Fuego la estabilidad social y política es rara avis. Nuestros pueblos, con enormes y hermosas tradiciones de lucha, exigen cambios en las calles, en las fábricas, en las universidades, enfrentándose a los aparatos represivos. Hoy el continente es un hervidero de explosiones y de convulsiones sociales, de las cuales Chile y Colombia son solo los ejemplos más ilustrativos, y que resultan expresión de un descontento profundo, largamente acumulado.
Los signos distintivos del capitalismo latinoamericano en la actualidad son las crisis y las rebeliones populares. Si todavía sobrevive es, sobre todo, porque no hemos sido capaces de oponerle una estrategia eficaz para derrocarlo y trascenderlo. Necesitamos articular las luchas de todos los oprimidos con una dirección revolucionaria que lo identifique como el enemigo principal y común, y concentre contra él todas sus energías. Debemos poner de moda otra vez la Revolución en esta América nuestra, verla como la única alternativa efectiva y viable. No puede ser que el horizonte de las fuerzas revolucionarias sea únicamente llegar al gobierno para gestionar el capitalismo con una mayor redistribución de las riquezas.
Las revoluciones nunca parecen posibles hasta que suceden. Nunca parece ser el momento adecuado para que ellas ocurran y siempre está a la mano un repertorio de argumentos racionales y sensatos que desaconsejan intentarlas. Pero lo verdaderamente utópico sería creer que sin salir del marco del capitalismo se pueden resolver nuestros problemas y lograr la unidad y la definitiva independencia. El deber de los revolucionarios sigue siendo hacer la revolución, no limitarse a cambios cosméticos a los regímenes de explotación y vasallaje imperial. La lucha por reformas solo es válida como parte y en función de una estrategia de avance radical. El progresismo que no se proponga trascender los límites del capitalismo no conseguirá ninguna mejora sustantiva y duradera en las condiciones de vida de los pueblos latinoamericanos. Mucho menos en el contexto actual, caracterizado por una honda crisis sistémica, que deja escaso margen de acción a las políticas de asistencia social del reformismo.
Por otro lado, las revoluciones nunca estarán listas de un día para otro. A través del proceso molecular de la lucha de clases, los pueblos irán aprendiendo por sí mismos la necesidad de la organización y de transformaciones más profundas, de derribar todo el orden económico, político y social anterior, y se dotarán de los medios más eficaces para lograrlo.
Está muy bien señalar los obstáculos que tiene por delante la revolución, para enfrentarnos mejor a ellos y superarlos, pero no para condenarla de antemano al fracaso. Cuando el proceso revolucionario estalle no conocerá de límites, y todos los diques de contención levantados por las clases dominantes para evitarlo serán irrelevantes. Quien espere una revolución perfecta, impoluta, planificada hasta el último detalle, quedará esperando para verla. Tenemos que trabajar por ella, con los materiales a mano y con las coyunturas que se nos presenten, y ayudar a acelerar la creación de condiciones que la hagan realidad.
Una oleada revolucionaria triunfante en América Latina, resultante en la conformación de una federación latinoamericana de repúblicas socialistas tendría efectos positivos de incalculables proporciones en las clases trabajadoras del resto del mundo. La idea de utilizar de modo combinado los recursos y las riquezas de América Latina y del mundo entero, en provecho de todos los seres humanos, es una aspiración progresista que permitiría un desarrollo sin precedentes de la economía, la cultura y la ciencia, en una relación armónica y responsable con la naturaleza. Esta salida, la única realmente seria, a la actual crisis de la humanidad, no sucederá mientras impere un orden social basado en la propiedad privada sobre los medios de producción. Para llevarla a la práctica será conveniente luchar guiados por el consejo de los jóvenes parisinos en aquel mítico mayo de 1968: «Seamos realistas, pidamos lo imposible».