Por Paulo Samaniego
Los datos acerca de los suicidios son cada vez más demoledores. Es la primera causa de muerte no natural en España, con 3.941 suicidios en 2020, lo que significa que en este país cada 2 horas y media una persona se quita su propia vida.
Parece impensable que un país desarrollado no pueda hacer nada para reducir su tasa de suicidios, ni siquiera para parar su aumento; pero la realidad es que, dentro de este sistema económico, la salud mental es otro mercado más.
Dentro de la sanidad pública, 4.000 profesionales de psicología al año, en su mayoría capacitados para ejercer la profesión a la que opositan, se ven cortados por un sistema que únicamente ofrece 200 plazas (contando con que antes de 2018 no llegaban a 150). Después, esas 200 personas se formarán durante 4 años en hospitales públicos y con inversión pública, para luego no tener una plaza en el sistema sanitario, salvo vacante ocasional. Todo ello mientras los psicólogos clínicos que están ejerciendo se ven obligados a dar citas de 20 minutos con meses de diferencia entre una y otra, lo que sí o sí reduce la efectividad de la intervención que llevan a cabo. No hay una asignación temporal en función de las necesidades de cada caso, sólo un sistema sanitario tan ahogado de casos y falto de recursos que hace lo que puede por mantenerse a flote.
Esto es una clara muestra de cómo bajo el capitalismo se desperdician los recursos disponibles, en pro de una rentabilidad económica que poco tiene que ver con las necesidades reales de la sociedad. En consecuencia, la terapia privada surge como la única opción viable, lo que implica que tanto el hecho de asistir como el número de sesiones a las que vayas no dependa de la gravedad del problema, sino de si se tiene el dinero suficiente para pagar el tratamiento.
En este ámbito, el capital de quien monta el negocio prima sobre el valor del trabajo, siendo prácticamente la norma ser falso autónomo o cobrar en negro y recibir un porcentaje del precio de la terapia que estás dando (50% en algunos casos, pero puede ser también un 30% o 20%). Con ese enfoque, la ayuda efectiva y la maximización de beneficios no tienen por qué ir de la mano. Eso queda a la elección del capitalista de turno, que puede decidir si primar su beneficio económico o la reinversión de lo que gana en la calidad de la atención a sus pacientes (disminuyendo la rotación de la plantilla, invirtiendo en su formación continuada, garantizándoles una calidad de vida que asegure que estén en el mejor estado posible para dar esa terapia, etc.).
Todo ello, compartiendo mercado con la industria legal que más dinero gana en el mundo. Los fármacos son positivos bajo determinadas circunstancias, pero la realidad es que se usan como primera y única opción con demasiada facilidad. Si una persona deprimida tiene ideas suicidas elaboradas, está en paro, no tiene apoyo social y tiene pocas habilidades de gestión emocional, la medicación por sí sola frenará los síntomas más visibles; pero si no se interviene sobre las causas que generan y mantienen el problema, únicamente se aplazará lo inevitable.
Claramente, un sistema que pone por encima de todo la anarquía de mercado y sacar el máximo beneficio económico posible no es capaz de ofrecer una respuesta planificada, con los recursos de los que efectivamente dispone, a una problemática social tan grave como son los suicidios.