Por León Trotsky
Cada vez que volvemos a estudiar la historia de la Comuna descubrimos un nuevo matiz gracias a la experiencia que nos han proporcionado las luchas revolucionarias ulteriores, tanto la revolución rusa como la alemana y la húngara. La guerra franco-alemana fue una explosión sangrienta que presagiaba una inmensa carnicería mundial, la Comuna de París fue como un relámpago, el anuncio de una revolución proletaria mundial.
La Comuna nos mostró el heroísmo de las masas obreras, su capacidad para unirse como un bloque, su virtud para sacrificarse por el futuro… Pero al mismo tiempo puso de manifiesto la incapacidad de las masas para encontrar su camino, su indecisión para dirigir el movimiento, su fatal inclinación a detenerse tras los primeros éxitos permitiendo de este modo que el enemigo se recupere y retome sus posiciones.
La Comuna llegó demasiado tarde. Tuvo todas las posibilidades para tomar el poder el 4 de septiembre, lo que hubiera permitido al proletariado de París ponerse a la cabeza de todos los trabajadores del país en su lucha contra las fuerzas del pasado, tanto contra Bismarck como contra Thiers. Pero el poder cayó en manos de los charlatanes democráticos, los diputados de París. El proletariado parisino no tenía ni un partido ni jefes a los que hubiera estado estrechamente vinculado por anteriores luchas. Los patriotas pequeño burgueses, que se creían socialistas y buscaban el apoyo de los obreros, carecían por completo de confianza en ellos. No hacían más que socavar la confianza del proletariado en sí mismo, buscando continuamente abogados célebres, periodistas, diputados, cuyo único bagaje consistía en una docena de frases vagamente revolucionarias, para confiarles la dirección del movimiento.
La razón por la que Jules Favre, Picard, Garnier-Pagès y Cia tomaron el poder en París el 4 de septiembre es la misma que permitió a Paul-Boncour, A. Varenne, Renaudel y otros muchos hacerse durante un tiempo los amos del partido del proletariado.
Por sus simpatías, sus hábitos intelectuales y su comportamiento, los Reanaudel y los Boncour, e incluso los Longuet y Pressemane, están mucho más cerca de Jules Favre y de Jules Ferry que del proletariado revolucionario. Su fraseología socialista no es más que una máscara histórica que les permite imponerse a las masas. Y justamente porque Favre, Simon, Picard y los demás abusaron de la fraseología democrático-liberal, sus hijos y sus nietos tuvieron que recurrir a la fraseología socialista. Pero se trata de hijos y nietos dignos de sus padres, continuadores de su obra. Y cuando se trate de decidir no la composición de una camarilla ministerial sino qué clase debe tomar el poder, Renaudel, Varenne, Longuet y sus semejantes estarán en el campo de Millerand -colaborador de Gallifet, el verdugo de la Comuna… Cuando los charlatanes reaccionarios de los salones y del Parlamento se encuentran cara a cara, en la vida, con la Revolución, no la reconocen nunca.
El partido obrero -el verdadero- no es un instrumento de maniobras parlamentarias, es la experiencia acumulada y organizada del proletariado. Sólo con la ayuda del partido, que se apoya en toda su historia pasada, que prevé teóricamente la dirección que tomarán los acontecimientos, sus etapas, y define las líneas de actuación precisas, puede el proletariado liberarse de la necesidad de recomenzar constantemente su historia: sus dudas, su indecisión, sus errores.
El proletariado de París carecía de un tal partido. Los socialistas burgueses, de los que estaba llena la Comuna, elevaban los ojos al cielo esperando un milagro o una palabra profética, dudaban y durante ese tiempo, las masas andaban a tientas, desorientadas a causa de la indecisión de unos y la franqueza de otros. El resultado fue que la Revolución estalló en medio de ellas demasiado tarde. París estaba cercado.
Pasaron seis meses antes de que el proletariado recuperase el recuerdo de las revoluciones anteriores, de sus lecciones, de los combates anteriores, de las reiteradas traiciones de la democracia, y tomara el poder.
Estos seis meses fueron una pérdida irreparable. Si en septiembre de 1870, se hubiera encontrado a la cabeza del proletariado francés el partido centralizado de la acción revolucionaria, toda la historia de Francia, y con ella toda la historia de la humanidad, hubiera tomado otra dirección.
Si el 18 de marzo el poder pasó a manos del proletariado de París, no fue porque éste se apoderase de él conscientemente, sino porque sus enemigos habían abandonado la capital.
Estos últimos iban perdiendo terreno constantemente, los obreros los despreciaban y detestaban, habían perdido la confianza de la pequeña burguesía y los grandes burgueses temían que ya no fueran capaces de defenderlos. Los soldados estaban enfrentados a sus oficiales. El gobierno huyó de París para concentrar en otra parte sus fuerzas. Entonces el proletariado se hizo el amo de la situación.
Pero no lo comprendió hasta el día siguiente. La Revolución le cayó encima sin que se lo esperase.
Este primer éxito fue una nueva fuente de pasividad. El enemigo había huido a Versalles. ¿Acaso eso no era una victoria? En esos momentos se habría podido aplastar a la banda gubernamental sin apenas efusión de sangre. En París, se habría podido detener a todos los ministros, empezando por Thiers. Nadie habría movido un dedo para defenderlos. No se hizo. No había un partido organizado centralizadamente, capaz de una visión de conjunto sobre la situación y con órganos especiales para ejecutar las decisiones.
Los restos de la infantería no querían retroceder hacia Versalles. El vínculo que ligaba oficiales y soldados era muy débil. Y si hubiera existido en París un centro dirigente de partido, habría introducido entre las tropas en retirada -puesto que había posibilidad de retirada- algunos centenares o al menos unas decenas de obreros leales, a los que se les habrían dado instrucciones para alimentar el descontento de los soldados contra los oficiales y aprovechar el primer momento psicológico favorable para liberar a la tropa de sus mandos y conducirla a París para unirse al pueblo. Habría sido fácil hacer esto, según confesaron incluso los partidarios de Thiers. Pero nadie lo pensó. No había nadie que pensara. En los grandes acontecimientos, por otra parte, tales decisiones sólo puede tomarlas un partido revolucionario que espera una revolución, se prepara, se mantiene firme, un partido que está habituado a tener una visión de conjunto y no tiene miedo a la acción.
Y precisamente el proletariado francés carecía de partido de combate.
El Comité central de la Guardia nacional era, de hecho, un Consejo de Diputados de los obreros armados y de la pequeña burguesía. Un tal Consejo elegido directamente por las masas que han entrado en el camino de la revolución, representa una excelente estructura ejecutiva. Pero al mismo tiempo, y justamente a causa de su ligazón inmediata y elemental con unas masas que se encuentran tal y como las encontró la revolución, refleja no sólo los puntos fuertes de masas sino también sus debilidades, y refleja antes las debilidades: manifiesta indecisión, atentismo, tendencia a la inactividad tras los primeros éxitos.
El Comité central de la Guardia nacional necesitaba ser dirigido. Era indispensable disponer de una organización que encarnase la experiencia política del proletariado y estuviese presente por todas partes -no solo en el Comité central, sino en las legiones, en los batallones, en las capas más profundas del proletariado francés. Por medio de los Consejos de Diputados, -que en este caso eran órganos de la Guardia nacional- el partido habría podido estar continuamente en contacto con las masas, pulsando así su estado de ánimo; su centro dirigente habría podido lanzar diariamente una consigna que los militantes del partido habrían podido difundir entre las masas, uniendo su pensamiento y su voluntad.
Apenas el gobierno hubo retrocedido sobre Versalles, la Guardia nacional se apresuró a declinar toda responsabilidad, precisamente cuando esta responsabilidad era enorme. El comité central imaginó elecciones «legales» a la Comuna. Entabló conversaciones con los concejales de París para cubrirse, por la derecha, con la «legalidad».
Si al mismo tiempo se hubiera preparado un violento ataque contra Versalles, las conversaciones con los ediles hubieran significado una astucia militar plenamente justificada y acorde con los objetivos. Pero en realidad, estas conversaciones se mantuvieron para intentar que un milagro evitase la lucha. Los radicales pequeño burgueses y los socialistas idealistas, respetando la «legalidad» y a las gentes que encarnaban una parcela de estado «legal», diputados, concejales, etc., esperaban, desde lo más profundo de su corazón, que Thiers se detendría respetuosamente ante el París revolucionario tan pronto como éste se hubiera dotado de una Comuna «legal».
La pasividad y la indecisión se vieron favorecidas en este caso por el principio sagrado de la federación y la autonomía. París, como podéis comprobar, no es más que una comuna entre otras. París no quiere imponerse a nadie; no lucha por la dictadura, en todo caso sería la «dictadura del ejemplo».
En resumidas cuentas, esto no fue más que una tentativa para reemplazar la revolución proletaria que se estaba desarrollando por una reforma pequeño burguesa: la autonomía comunal. La verdadera tarea revolucionaria consistía en asegurar al proletariado en el Poder en todo el país. París debía servir de base, punto de apoyo, plaza de armas. Para alcanzar este objetivo era preciso derrotar a Versalles sin pérdida de tiempo y enviar por toda Francia agitadores, organizadores, fuerzas armadas. Era necesario entrar en contacto con los simpatizantes, reafirmar a los que dudaban y quebrar la oposición de los adversarios. Pero en lugar de esta política de ofensiva y agresión, la única que podía salvar la situación, los dirigentes de París intentaron limitarse a su autonomía comunal: ellos no atacarían a los demás si éstos no les atacaban a ellos; cada ciudad debía recuperar el sagrado derecho al auto-gobierno. Este parloteo idealista -una especie de anarquismo mundano- cubría en realidad la cobardía ante una acción revolucionaria que era preciso llevar hasta sus últimas consecuencias, pues, de otro modo, no se hubiera debido empezar…
La hostilidad a una organización centralizada -herencia del localismo y autonomismo pequeño burgués- es sin lugar a dudas el punto débil de cierta fracción del proletariado francés. Para algunos revolucionarios, la autonomía de las secciones, de los barrios, de los batallones, de las ciudades, es la suprema garantía de la verdadera acción y de la independencia individual. Pero esto no es más un gran error que costó muy caro al proletariado francés.
Bajo la forma de «lucha contra el centralismo despótico» y contra la disciplina «asfixiante» se libra un combate por la conservación de los diversos grupos y sub-grupos de la clase obrera, por sus mezquinos intereses, con sus pequeños líderes de barrio y sus oráculos locales. La clase obrera en su totalidad, aunque conserve la originalidad de su cultura y sus matices políticos, puede actuar con método y firmeza, sin ir a remolque de los acontecimientos y dirigiendo sus golpes mortales contra los puntos débiles del enemigo, a condición de que esté liderada, por encima de barrios, secciones y grupos, por un aparato centralizado y cohesionado por una disciplina de hierro. La tendencia hacia el particularismo, cualquiera que se su forma, es una herencia de un pasado muerto. Cuanto antes se libere de ella el comunismo francés -comunismo socialista y comunismo sindicalista-, mejor será para la revolución proletaria.
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El partido no crea la revolución a su gusto, no escoge según le convenga el momento para tomar el poder, pero interviene activamente en todas las circunstancias, pulsa en todo momento el estado de ánimo de las masas y evalúa las fuerzas del enemigo, determinando así el momento propicio para la acción definitiva. Esta es la más difícil de sus tareas. El partido no cuenta con una solución que valga para todos los casos. Necesita una teoría justa, un estrecho contacto con las masas, una acertada comprensión de la situación, una visión revolucionaria y una gran decisión. Cuando más profundamente penetra un partido revolucionario en todas las esferas de la lucha revolucionarias y cuanto más cohesionado está en torno a un objetivo y por la disciplina, mejor y más rápidamente puede llevar a cabo su misión.
La dificultad consiste en ligar estrechamente esta organización de partido centralizado, soldado interiormente por una disciplina de hierro, con el movimiento de las masas, con sus flujos y reflujos. No se puede conquistar el poder sin una poderosa presión revolucionaria de las masas trabajadoras. Pero, en esta acción, el elemento preparatorio es inevitable. Y cuanto mejor comprenda el partido la coyuntura y el momento, mejor preparadas estarán las bases de apoyo, mejor repartidas estarán las fuerzas y sus objetivos, más seguro será el éxito y menos víctimas costará. La correlación entre una acción cuidadosamente preparada y el movimiento de masas es la tarea político-estratégica de la toma del poder.
La comparación del 18 de marzo de 1871 con el 7 de noviembre de 1917 es, desde este punto de vista, muy instructiva. En París se sufrió una absoluta falta de iniciativa para la acción por parte de los círculos dirigentes revolucionarios. El proletariado, armado por el gobierno burgués, era, de hecho, dueño de la ciudad y disponía de todos los medios materiales del poder -cañones y fusiles- pero no se dio cuenta de ello. La burguesía hizo una tentativa para arrebatar al gigante sus armas: intentó robarle al proletariado sus cañones. Pero el intento fracasó. El gobierno huyó aterrado desde París a Versalles. El campo estaba libre. Pero el proletariado no se dio cuenta de que era el amo de París más que al día siguiente. Los «jefes» iban a remolque de los acontecimientos, tomaban nota de ellos cuando ya se habían producido y hacían todo lo posible para embotar el filo revolucionario.
En Petrogrado los acontecimientos se desarrollaron de forma muy distinta. El partido caminaba firme y decidido hacia la toma del poder. Dispuso a sus hombres por doquier, reforzando todas las posiciones y aprovechando toda ocasión para ahondar la brecha entre los obreros y la guarnición de una parte y el gobierno de otra.
La manifestación armada de las jornadas de julio fue un vasto reconocimiento que hizo el partido para sondear el grado de unión entre las masas y la fuerza de resistencia del enemigo. El reconocimiento de transformó en lucha de avanzadillas. Fuimos rechazados, pero al mismo tiempo mediante la acción se estableció la conexión entre el partido y las más amplias masas. Durante los meses de agosto, septiembre y octubre se desarrolló un poderoso flujo revolucionario. El partido lo aprovecho y aumentó de manera considerable sus apoyos entre la clase obrera y la guarnición. Más adelante la armonía entre los preparativos de la conspiración y la acción de masas fue casi automática. El Segundo Congreso de los Soviets fue fijado para el 7 de noviembre. Toda nuestra agitación anterior debía conducir a la toma del poder por el Congreso. El golpe de Estado quedó fijado para el 7 de noviembre. Se trataba de un hecho perfectamente conocido y comprendido por el enemigo. Por ello Kerensky y sus consejeros intentaron consolidar su posición en Petrogrado, en la medida de lo posible, cara al momento decisivo. Sobre todo necesitaban sacar de la capital al segmento más revolucionario de la guarnición. Por nuestra parte nos aprovechamos de esta tentativa de Kerensky para derivar de ella un nuevo conflicto que tuvo una importancia decisiva. Acusamos abiertamente al gobierno de Kerensky -y nuestra acusación se vio después confirmada por escrito en un documento oficial- de proyectar el alejamiento de una tercera parte de la guarnición de Petrogrado, no por consideraciones de orden militar, sino por intereses contrarrevolucionarios. El conflicto hizo que estrecháramos aún más nuestras relaciones con la guarnición e implicó que esta última se planteara una tarea bien definida: apoyar el Congreso de los Soviets fijado para el 7 de noviembre. Y puesto que el gobierno insistía -aunque de forma poco enérgica- en que la guarnición fuera desplazada, con el pretexto de verificar las razones militares del proyecto gubernamental creamos en el Soviet de Petrogrado, que ya dominábamos, un Comité revolucionario de guerra.
De este modo nos dotamos de un órgano puramente militar, a la cabeza de las tropas de Petrogrado, que era realmente un instrumento legal de insurrección armada. Al mismo tiempo nombramos comisarios (Comunistas) en todas las unidades militares, almacenes, etc. La organización militar clandestina ejecutaba las tareas técnicas especiales y proporcionaba al Comité revolucionario de guerra militantes de plena confianza para las operaciones militares de importancia. Lo esencial del trabajo de preparación y realización de la insurrección armada se hacía abiertamente, con un método y una naturalidad que la burguesía, con Kerensky a su cabeza, apenas se apercibió de lo que pasaba ante sus narices. En París, el proletariado sólo comprendió que era el dueño de la situación inmediatamente después de su victoria real, una victoria que, por otra parte, no había buscado conscientemente. En Petrogrado las cosas sucedieron de muy distinta forma. Nuestro partido, con el apoyo de los obreros y de la guarnición, se apoderó del poder, y la burguesía, que pasó una noche bastante tranquila, sólo se dio cuenta a la luz del día que el gobierno del país se encontraba ya en manos de sus enterradores.
En lo que concernía a la estrategia, se dieron en nuestro partido muchas divergencias de opinión.
Como es sabido, parte del Comité Central se declaró opuesta a la toma del poder pues creían que aún no había llegado el momento de actuar, que Petrogrado se encontraría aislada del resto del país, que los proletarios no contarían con el apoyo de los campesinos, etc.
Otros camaradas creían que no prestábamos suficiente importancia a los detalles del complot militar. En octubre, uno de los miembros del Comité Central exigía que se cercara el Teatro Alejandrina, sede de la Conferencia Democrática, y se proclamase la dictadura del Comité Central del Partido. Decía que con la agitación y trabajo militar preparatorios del Segundo Congreso mostrábamos nuestros planes al enemigo y le ofrecíamos así la posibilidad de prevenirse e incluso asestarnos un golpe preventivo. Pero no cabe duda que la tentativa de un complot militar y el asedio del Teatro Alejandrina hubieran sido elementos ajenos al desarrollo de los acontecimientos que habrían provocado el desconcierto de las masas. Incluso en el Soviet de Petrogrado, en el que nuestra fracción era mayoritaria, una acción tal que se anticipara al desarrollo lógico de la lucha no hubiera sido comprendida en ese momento, sobre todo entre la guarnición, en la que aún habían regimientos que dudaban y en los que no se podía confiar, principalmente la caballería. A Kerensky le hubiera resultado mucho más fácil aplastar un complot inesperado para las masas que atacar a la guarnición, y le hubiera permitido consolidarse mucho más en su posición: la defensa de su inviolabilidad en nombre del futuro Congreso de los Soviets. La mayoría del Comité Central rechazó con razón el plan de asedio a la Conferencia democrática. La coyuntura había sido evaluada perfectamente: la insurrección armada, sin apenas derramamiento de sangre, triunfó precisamente el día que había sido fijado, previa y abiertamente, para la convocatoria del Segundo Congreso de los Soviets.
Sin embargo esta estrategia no puede convertirse en norma general, necesitaba unas condiciones organizadas. Nadie creía ya en la guerra contra Alemania, e incluso los soldados menos inclinados hacia la revolución no querían marchar al frente. Y aunque sólo por esta razón la guarnición entera estaba de parte de los obreros, se reafirmaba cada vez más en su decisión a medida que iban conociéndose las maquinaciones de Kerensky. Pero el estado de ánimo de la guarnición de Petrogrado tenía una causa aún más profunda en la situación del campesinado y el desarrollo de la guerra imperialista. Si la guarnición se hubiera escindido y Kerensky hubiera tenido oportunidad de apoyarse en algunos regimientos, nuestro plan hubiera fracasado. Los elementos puramente militares del complot (conspiración y gran rapidez en la acción) hubieran prevalecido. Y está claro que hubiera sido necesario escoger otro momento para la insurrección.
La Comuna tuvo también la posibilidad de apoderarse de los regimientos, incluso aquellos formados por unos campesinos que habían perdido totalmente la confianza y el aprecio por el poder y sus mandos. Sin embargo no hizo nada en este sentido. La culpa no hay que achacársela a las relaciones entre los campesinos y la clase obrera, sino a la estrategia revolucionaria.
¿Qué puede pasar en este sentido en la Europa actual? No es nada fácil preverlo. Sin embargo, teniendo en cuenta que los acontecimientos se desarrollan lentamente y que los gobiernos burgueses han aprendido bien la lección, es de prever que el proletariado tendrá que superar grandes obstáculos para ganarse la simpatía de los soldados en el momento preciso. Será preciso que la revolución lleve a cabo un ataque hábil en el momento adecuado. El deber del partido es prepararse para ello. Justamente por eso deberá conservar y acentuar su carácter de organización centralizada que dirigiendo abiertamente el movimiento revolucionario de las masas, es, al mismo tiempo, un aparato clandestino para la insurrección armada.
La cuestión de la electividad de los mandos fue uno de los motivos del conflicto entre la Guardia nacional y Thiers. París rehusó aceptar el mando que había designado Thiers. Varlin formuló inmediatamente la reivindicación de que todos los mandos de la Guardia nacional, sin excepción, fueran elegidos por los propios guardias nacionales. Ese fue el principal apoyo del Comité central de la Guardia nacional.
Esta cuestión debe ser considerada desde dos perspectivas: la política y la militar. Ambas están relacionadas entre sí, pero es preciso distinguirlas. La tarea política consistía en depurar la Guardia nacional de los mandos contrarrevolucionarios. El único medio para conseguirlo era la total electividad, ya que la mayoría de la Guardia nacional estaba compuesta de obreros y pequeño burgueses revolucionarios. Más aún, la divisa de electividad debía ampliarse también a la infantería. De un solo golpe Thiers se hubiera visto privado de su principal arma, la oficialidad contrarrevolucionaria. Pero para realizar este plan al proletariado le faltaba un partido, una organización que dispusiera de adeptos en todas las unidades militares. En una palabra, la electividad, en este caso, no tenía como objetivo inmediato dotar a los batallones de mandos adecuados, sino liberarlos de los mandos adictos a la burguesía. Hubiera sido como una cuña para dividir el ejército en dos partes, a lo largo de una línea de clase. Así sucedieron las cosas en Rusia en la época de Kerensky, sobre todo en vísperas de Octubre.
Pero cuando el ejército se libera del antiguo aparato de mando inevitablemente se produce un debilitamiento de la cohesión en sus filas y la disminución de su espíritu de combate. El nuevo mando elegido es a menudo bastante débil en el terreno técnico-militar y en lo tocante al mantenimiento del orden y la disciplina. De manera que cuando el ejército se libera del viejo mando contrarrevolucionario que lo oprimía, surge la cuestión de dotarle de un mando revolucionario capaz de cumplir su misión. Y este problema no puede ser resuelto por unas simples elecciones. Antes que la gran masa de soldados pudiera adquirir la suficiente experiencia para seleccionar a sus mandos la revolución sería aplastada por el enemigo, que ha aprendido a escoger sus mandos durante siglos. Los métodos de democracia informe (la simple electividad) deben ser completados, y en cierta medida reemplazados, por medidas de cooptación. La revolución debe crear una estructura compuesta de organizadores experimentados, seguros, merecedores de una confianza absoluta, dotada de plenos poderes para escoger, designar y educar a los mandos. Si el particularismo y el autonomismo democrático son extremadamente peligrosos para la revolución proletaria en general, son aún diez veces más peligrosos para el ejército. Nos lo demostró el ejemplo trágico de la Comuna.
El Comité central de la Guardia nacional basaba su autoridad en la electividad democrática. Pero cuando tuvo necesidad de desplegar al máximo su iniciativa en la ofensiva, sin la dirección de un partido proletario, perdió el rumbo y se apresuró a transmitir sus poderes a los representantes de la Comuna, que necesitaba una base democrática más amplia. Y jugar a las elecciones fue un gran error en ese momento. Pero una vez celebradas las elecciones y reunida la Comuna, hubiera sido preciso que ella misma creara un órgano que concentrara el poder real y reorganizara la Guardia nacional. Y no fue así. Junto a la Comuna elegida estaba el Comité central, cuyo carácter electivo le confería una autoridad política gracias a la cual podía enfrentarse a aquélla. Al mismo tiempo se veía así privado de la energía y firmeza necesarias en las cuestiones puramente militares que, tras la organización de la Comuna, justificaban su existencia. La electividad, los métodos democráticos no son más que una de las armas de las que dispone el proletariado y su partido. La electividad no puede ser de ningún modo un fetiche, un remedio contra todos los males. Es necesario combinarla con las designaciones. El poder de la Comuna procedía de la Guardia nacional elegida. Pero una vez creada, la Comuna hubiera debido reorganizar toda la Guardia nacional con mano firme, dotarla de mandos seguros e instaurar un régimen disciplinario muy severo. La Comuna no lo hizo, privándose por ello de un poderoso centro dirigente revolucionario. Por ello fue aplastada.
Podemos hojear página por página toda la historia de la Comuna y encontraremos una sola lección: es necesaria la enérgica dirección de un partido. El proletariado francés se ha sacrificado por la Revolución como ningún otro lo ha hecho. Pero también ha sido engañado más que otros. La burguesía lo ha deslumbrado muchas veces con todos los colores del republicanismo, del radicalismo, del socialismo, para cargarlo con las cadenas del capitalismo. Por medio de sus agentes, sus abogados y sus periodistas, la burguesía ha planteado una gran cantidad de fórmulas democráticas, parlamentarias, autonomistas, que no son más que los grilletes con que ata los pies del proletariado e impide su avance.
El temperamento del proletariado francés es como una lava revolucionaria. Pero por ahora está recubierta con las cenizas del escepticismo, resultado de muchos engaños y desencantos. Por eso, los proletarios revolucionarios de Francia deben ser más severos con su partido y denunciar inexcusablemente toda disconformidad entre las palabras y los hechos. Los obreros franceses necesitan una organización para la acción, fuerte como el acero, con jefes controlados por las masas en cada nueva etapa del movimiento revolucionario.
¿Cuánto tiempo nos concederá la historia para prepararnos? No lo sabemos. Durante cincuenta años la burguesía francesa ha mantenido el poder en sus manos, tras haber erigido la Tercera República sobre los cadáveres de los comuneros. A los luchadores del 71 no les faltó heroísmo. Lo que les faltaba era claridad en el método y una organización dirigente centralizada. Por ello fueron derrotados. Y ha transcurrido medio siglo antes de que el proletariado francés pueda plantearse vengar la muerte de los comuneros. Pero ahora intervendrá de manera más firme, más concentrada. Los herederos de Thiers tendrán que pagar la deuda histórica, íntegramente.