La clase dominante suele describir a los comunistas como individuos violentos que no se conforman con nada hasta que la sociedad se ahogue en su propia sangre. No nos sorprendió, por tanto, que el medio de comunicación digital más importante de Dinamarca, BT -entrevistando a un camarada dirigente de nuestra sección danesa sobre su decisión histórica de fundar un Partido Comunista Revolucionario- se dedicó a intentar que el camarada admitiera que defendían la violencia.
Es difícil reprimir nuestro desprecio cuando, en este periodo, en este mundo capitalista, los defensores del sistema pasan silenciosamente por alto un millón de horrores y crímenes diarios, sólo para horrorizarse ante la futura, puramente hipotética, «violencia» de una revolución comunista.
En todo el planeta, el capitalismo derrama océanos de sangre. 114 millones de personas han sido desplazadas por la guerra y la violencia resultantes de las intervenciones imperialistas y la pobreza, desde Gaza hasta Ucrania, pasando por Sudán, la República Democrática del Congo, Etiopía, Haití, etcétera. Desde octubre, todos los medios de comunicación y el “establishment” occidentales han santificado el castigo colectivo de Israel a la población de Gaza como «defensa legítima», una «defensa legítima» en la que se ha confirmado la muerte de 35.000 personas, de las cuales el 70% eran mujeres y niños.
Y sin embargo, los mismos medios de comunicación se horrorizan cuando decimos, como comunistas, que aunque deseamos una transformación pacífica de la sociedad, la clase obrera tiene derecho a defenderse y a defender sus conquistas.
La hipocresía de los capitalistas tiene su lógica. La clase dominante siempre puede justificar la violencia del opresor y del explotador en defensa de sus riquezas y privilegios, que son sacrosantos. Pero las llamas del infierno no son suficientemente calientes para cualquiera que se atreva a desafiar su dominio, de manera pacífica o violenta.
A medida que la ira crece en lo más profundo de la sociedad, incluso en los llamados países democráticos, la clase dominante está demostrando hasta qué extremos violentos está dispuesta a llegar para defender sus intereses. Consideremos el movimiento gilets jaunes (‘chalecos amarillos’) de 2018, cuando las masas francesas se levantaron contra el gobierno «democrático» de Macron en respuesta a un incremento en el precio del combustible, que catalizó un descontento generalizado contra el sistema.
«No se tolerará la violencia en las calles», declaró solemnemente el presidente Macron a la nación, antes de enviar a gendarmes armados, desplegando cartuchos explosivos con fines de «control de multitudes» que hicieron que 17 personas perdieran la vista y tres individuos se vieran obligados a someterse a amputaciones de manos o pies. Una mujer (que no participaba en las protestas) murió en su balcón tras recibir un disparo en la cara con una granada de gas lacrimógeno.
Más recientemente, se ha recurrido a la violencia para disolver campamentos pacíficos desde la Universidad de Columbia, en Estados Unidos, hasta la Universidad de Ámsterdam, en Holanda. No se trata ni mucho menos de ejemplos aislados: Amnistía Internacional calculó que, en 2022, el 54% de los gobiernos habían utilizado la violencia contra protestas pacíficas, violando incluso sus propias leyes.
Pero cuando el movimiento de masas amenaza el núcleo vital de sus intereses, no hay límites para la violencia que la clase capitalista desata. Tras el golpe de 1973, respaldado por EE.UU., contra el gobierno socialista, democráticamente electo de Allende en Chile, 10.000 trabajadores, socialistas, comunistas y otros activistas fueron masacrados por el régimen de Pinochet. Las sutilezas jurídicas no protegieron al pueblo chileno.
Cuando su autoridad se ve realmente bajo amenaza, como en las revoluciones, vemos exactamente de qué violencia es capaz nuestra clase dirigente. Su sed de venganza aumenta proporcionalmente a medida que los movimientos revolucionarios -incluso los más pacíficos- amenazan su dominio. Si las masas no están preparadas para contraatacar, con armas en las manos si fuera necesario, están indefensas. En Chile, la falta de voluntad de Allende para armar a las masas permitió a Pinochet tomar el poder sin luchar, lo que condujo a un mar de sangre.
También podemos tomar el ejemplo más reciente de Sudán. Entre 2019 y 2023, el país se vio sacudido por una revolución completamente pacífica que derribó la odiada dictadura militar de al-Bashir. En Jartum y en todo el país se produjeron ocupaciones masivas, huelgas generales y la formación de Comités de Resistencia de masas. La dirección de la revolución -principalmente la Asociación Sudanesa de Profesionales- no sólo se comprometió a utilizar exclusivamente medios pacíficos, sino que vinculó todas las esperanzas de las masas revolucionarias a la buena voluntad de los antiguos gobernantes, con quienes negociaron de buena fe sin tomar ninguna medida para armar a las masas en defensa propia.
Pero cuando el impulso revolucionario decayó, los viejos gobernantes descartaron las negociaciones y pasaron a la ofensiva. Bandas de milicias tribales organizadas como Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) descendieron sobre Jartum, asesinando, disparando y violando impunemente. Esta contrarrevolución no fue más que el sangriento preludio de una nueva guerra civil que ha desplazado a 8 millones de personas, incluida la mitad de la población de Jartum, mientras Burhan y Hemedti -dos gángsters, respaldados por distintas potencias regionales e imperialistas- se pelean por el botín como buitres que luchan por un cadáver.
¿Deberían las masas haberse dejado llevar como corderos al matadero? La respuesta de los comunistas es ¡no! Defendemos absolutamente el derecho de las masas a defenderse. No somos pacifistas y no nos hacemos ilusiones sobre las tiernas intenciones de la clase dominante.
La trágica lección de Sudán es clara: la única forma de haber evitado este bárbaro derramamiento de sangre habría sido que la dirección de la revolución hubiera dado el paso decisivo de armar preventivamente a las masas para llevar a cabo una revolución socialista en la que los sanguinarios gángsters del antiguo régimen hubieran sido desarmados por la fuerza.
Las revoluciones pacíficas son posibles, sí, pero sólo si la fuerza abrumadora de los trabajadores y los pobres organizados convence a la vieja clase dominante de que la resistencia es inútil.
La clase dominante nos dirá que las revoluciones son violentas, y que cualquiera que abogue por la revolución aboga por la violencia. Pero la historia cuenta una historia muy diferente. En su inmensa mayoría, las revoluciones de la era moderna tienden a comenzar de forma relativamente pacífica. Los oprimidos recurren a la revolución precisamente para acabar con la opresión y la violencia del statu quo.
Es cuando la contrarrevolución toma la ofensiva cuando vemos una violencia espantosa. La Revolución Rusa de octubre de 1917, por ejemplo, fue tan pacífica en Petrogrado que murieron más personas en la filmación de una dramatización del asalto al Palacio de Invierno 10 años después que en el propio acontecimiento. Fue necesaria la intervención imperialista de 21 ejércitos extranjeros para sumir al país en una horrible guerra civil.
Tomemos la Revolución Alemana de 1918, un asunto relativamente pacífico que puso fin a la Gran Matanza de la Primera Guerra Mundial. Pero después de que los trabajadores fracasaran en su intento de tomar el poder, la clase dominante envió los escuadrones de la muerte de los Freikorp por toda Alemania para cazar y asesinar a comunistas y obreros radicales. Finalmente, cuando se produjo una nueva crisis en 1929, la clase dominante prefirió ceder el poder a Hitler que enfrentarse a nuevas explosiones revolucionarias, preparando el camino para la matanza de millones de personas en el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.
Así que respondiendo a la pregunta: ¿están los comunistas a favor de la violencia? No, no lo estamos. Estamos a favor de una transición pacífica hacia el socialismo. Pero sabemos que la clase dominante preferiría quemar el viejo mundo antes que ver surgir un mundo nuevo, liberado de la esclavitud y la degradación de su dominio.
La crisis del capitalismo obligará a las masas a entrar en la vía revolucionaria. El resultado más pacífico sólo estará garantizado si lo hacen con decisión, bajo una firme dirección revolucionaria y con una fuerza abrumadora de su lado. En estas condiciones, es tan aplastante la fuerza de la clase obrera hoy en día, que no se descarta que, en muchos lugares, la clase dominante vea la inutilidad de resistir, y se vea privada de los medios para hacerlo aunque así lo deseara. Por el contrario, en la medida en que los dirigentes obreros se muestren indecisos, o abracen ilusiones pacifistas, la vieja clase dominante verá su oportunidad de crear un caos sangriento y recuperar el terreno perdido. Irónicamente, son las ilusiones pacifistas y no el realismo revolucionario las que conducen a las catástrofes más sangrientas.
Los anales de la historia muestran cómo puede ser la venganza de la clase dominante. Desde la crucifixión de 6.000 esclavos a lo largo de la Vía Apia en el año 71 a.C. tras el levantamiento de Espartaco contra Roma, hasta la semaine sanglante (‘semana sangrienta’) en la que 30.000 trabajadores parisinos fueron masacrados tras el aplastamiento de la Comuna de París en mayo de 1871 – allí donde la contrarrevolución de la clase dominante sale victoriosa, intentan ahogar las revoluciones en sangre.
La razón es simple: deben enseñar a las masas explotadas una lección que no olvidarán pronto. Como supuestamente dijo Ricardo II a los campesinos ingleses vencidos que se sublevaron en 1381: «Rústicos erais y rústicos seguís siendo. Permaneceréis en la esclavitud, no como antes, sino incomparablemente más dura».
Al afirmar que los comunistas son violentos, la clase dominante intenta dar la vuelta a la historia, convirtiéndonos en acusados. Por el contrario, estamos aquí como acusadores del capitalismo.
Ellos están en el banco acusados de los crímenes más atroces. Incapaces de ofrecer nada en defensa o atenuante por sus acciones, señalan con el dedo horrorizados al juez y al jurado: «¿Cómo pueden acusarme? Yo debería ser el acusador. Vosotros, monstruos, me condenaríais por delitos violentos sólo para cometer una violencia peor contra mí al ejecutar vuestra sentencia».
Esto no es más que un intento de arrojar polvo a los ojos de la clase obrera. Nuestra venganza no tomará la forma de sangre inútilmente derramada. Nuestra venganza será la expropiación de la clase capitalista y la creación de una nueva sociedad futura apta para los seres humanos, en lugar de las ruinas que amenazan con crear en el presente.