Con mucho gusto exhalaría mi alma
En los profundos y melodiosos suspiros de la lira […].
–Karl Marx, a Jenny Von Westphalen (fragmento)
Arte y marxismo
El interés del marxismo en el arte no es casual ni anecdótico. Es bien sabido, claro está, que ni Karl Marx (1818-1883) ni Friedrich Engels (1820-1895) dedicaron al arte una obra especializada, al modo de los filósofos idealistas, y que cuanto se conoce de sus opiniones propiamente estéticas –mayormente de índole literario– llegó a la posteridad a través de su mutua correspondencia epistolar y de la que sostuvieron con sus contemporáneos. Mas, sería precipitado suponer por ello que el arte tuviera un carácter marginal en el pensamiento de tales hombres, que si bien fueron eminentemente escritores políticos (¡y más aún, revolucionarios prácticos!), fueron también teóricos de talla enciclopédica que tuvieron –por añadidura– el acierto de concebir al mundo y a la cultura en una forma integral y dinámica, merced de su comprensión crítica del pensamiento dialéctico hegeliano, y no de una manera segmentada o abstracta. Puede decirse, a la par, de quienes a la larga habrían de denominarse a sí mismos como marxistas, que su claridad y actitud en torno a los fenómenos artísticos constituye un índice elocuente del grado de penetración de sus conceptos políticos en el sentido y la naturaleza del método histórico-materialista; desde la perspectiva de un genuino marxismo, el arte no puede ser tanto un instrumento propagandístico como una alta meta del desarrollo histórico de la humanidad.
No causa, por tanto, extrañeza que, de entre la producción intelectual inédita de Marx, hayan sido precisamente sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844, que son a todas luces su obra más abundante en referencias a la singularidad del trabajo artístico, aquellos que fueran impugnados, primordialmente por la crítica filoestalinista, como un escrito estrictamente juvenil, luego de su hallazgo tardío y consecuente publicación póstuma (1932).[1] El meollo de la ardua controversia desatada por este documento entre los marxistas occidentales y los orientales, a mediados del siglo pasado, estriba en el concepto de la alienación; una herencia de la filosofía hegeliana a la que un joven Marx imprimiría, no obstante, su sello personal, al valerse de ella para caracterizar a las relaciones sociales de una realidad histórica concreta: la del capitalismo. Para el llamado marxismo crítico, el descubrimiento de esta veta teórica representaba una espléndida piedra de toque, que le permitía diferenciarse del oficialismo obtuso y –en última instancia– contrarrevolucionario de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas); pero a la vez, también al amparo de ella se cultivaron no pocas tendencias revisionistas pequeñoburguesas, que centrándose en la crítica cultural se labraron provechosos nichos académicos, desvinculados de la lucha revolucionaria. Paralelamente, la orientación característicamente demagógica de la producción intelectual del ‘socialismo real’, tendiente a disimular las profundas carencias del régimen reaccionario que la auspiciaba (en el que la burocracia medraba sirviéndose de la economía planificada, sin intención alguna de trascender la limitante histórica de la división social del trabajo), miraba con suspicacia y temor al concepto de la alienación y desestimó a los Manuscritos como un trabajo insulsamente pueril, lastimeramente ‘filosófico’ y decididamente prescindible para la crítica de la economía política ‘bien acabada’. Sin embargo, en estos apuntes –ciertamente fragmentarios– tienen su germen los frutos que habrían de madurar por completo en trabajos posteriores como los Gründrisse (1858) y El capital (1867) mismo, y no los resabios idealistas que sus críticos señalan, subestimando –a su propia conveniencia– la trascendencia del hegelianismo en el desarrollo intelectual de un joven Marx que, antes de adentrarse en la dialéctica, todavía aspiraba a hacer carrera como poeta; “su renuncia al romanticismo significa una transición de una oposición nebulosa al orden existente hacia una crítica aún más radical de las relaciones sociales.”[2]
Su respectiva caracterización de la creación artística esclarece las diferencias entre la concepción de la alienación apuntada en los Manuscritos por Marx y la de G.W.F. Hegel (1770-1831). Para este último, el carácter sensorial del arte como expresión espiritual resulta alienante justamente en la medida en la que hace depender a la idea absoluta de la realidad material para manifestarse; agotando su desarrollo con el arte clásico, antes de verlo superado sucesivamente por la religión cristiana y la filosofía moderna. “Hegel, con una visión notable, señala el carácter contradictorio del desarrollo histórico del arte y la sociedad. Sin embargo, ese fenómeno históricamente condicionado lo considera un proceso inevitable en la liberación del espíritu respecto de los sentidos.”[3] A sus ojos, la tarea acotada del arte en la búsqueda etérea de la autoconciencia del espíritu absoluto ya había sido completada por la antigüedad clásica, la perfección de cuyas obras no tiene parangón en el arte de ninguna otra época y más allá de la cual la creación artística no puede remontarse; siendo la menos idónea de las manifestaciones del espíritu, su desarrollo ulterior entraña un anacronismo. En cambio, para Marx el arte representa una rara excepción al carácter alienante del trabajo –y de la vida, en general– en el seno de las sociedades fundadas en la explotación, en la que la creatividad humana puede expresarse sin sus trabas comunes; carácter que se desarrolla históricamente, propiciando el florecimiento de los rasgos destacados del arte clásico y hostilizando a la creación artística con el recrudecimiento de los antagonismos de clase específicos del capitalismo. “La decadencia de la creación artística es inseparable del desarrollo de la civilización burguesa. Por otra parte, los grandes logros artísticos de épocas pasadas se debían a la inmadurez de las contradicciones sociales.”[4]
El materialismo de Marx libera al arte de su subordinación al pensamiento abstracto, relevándolo de su misión como manifestación sensorial de la conciencia. Con ello pone de manifiesto que la alienación no es en absoluto la situación deficitaria del espíritu, que aún no puede captarse a sí mismo intelectivamente y que se extraña en la materia para encausar la ruta de su autoconocimiento, sino la condición histórica del ser humano real, que no puede desplegar toda su fuerza creadora hasta ver superado el dislocamiento de sus relaciones social-productivas en razón de la oposición entre explotados y explotadores, o en la de cualquier otra forma de la división social del trabajo. “Marx no aborda estos problemas movido por una mera preocupación estética, sino para poner de manifiesto la contradicción radical entre el capitalismo y el hombre como creador. Pero con ello ha puesto de relieve la peculiaridad del trabajo artístico como dominio de la cualidad, de lo originario; vale decir, de la creación humana.”[5] Si bien, en adelante, Marx concentraría sus empeños en dilucidar y sentar las bases prácticas de la solución revolucionaria de las contradicciones de la sociedad y el modo de producción capitalistas, se mantendría latente en su trabajo la razón de ser subyacente al mismo: la emancipación más completa de los seres humanos. Las relaciones político-económicas de la sociedad de mercado no sólo hacen mella en la condición del trabajador despojado del goce auténtico del fruto de su trabajo, sino también en el conjunto de una sociedad que cifra la satisfacción de sus más diversas necesidades en el valor de cambio de las mercancías; en oposición a su valor de uso: su valor humanamente constituido. “Ni el obrero produce de un modo verdaderamente humano, es decir, en forma creadora, ni el capitalista goza humanamente del producto que posee; no goza del objeto por su significación humana”;[6] el economista convierte al obrero en un ser carente de sentido y de necesidades; y su actividad es una abstracción de toda actividad; por eso considera como algo reprochable todo lujo por parte del obrero, y reputa como lujo todo lo que rebase la más abstracta de las necesidades, ya sea un goce pasivo o una manifestación de actividad. La Economía política, la ciencia de la riqueza, es, por tanto, a la par con ello, la ciencia de la abstinencia, del ayuno, del ahorro, llegando realmente hasta ahorrar al hombre incluso la necesidad de aire puro o de movimiento físico. Esta ciencia de la maravillosa industria es, al mismo tiempo, la ciencia del ascetismo, y su verdadero ideal es el avaro ascético, entregado a la usura, y el esclavo asceta, pero que produce. Su ideal moral es el obrero que coloca en la caja de ahorros una parte de su salario, e incluso ha inventado un arte servil para esta ocurrencia predilecta suya. Envuelto en un ropaje sentimental, este tema ha sido llevado al teatro. Se trata, por tanto –pese a su apariencia mundana y voluptuosa–, de una ciencia realmente moral, de la más moral de las ciencias. Su dogma fundamental es la autorrenunciación, la renunciación a la vida y a todas las necesidades del hombre. Cuanto menos comas y bebas, cuantos menos libros leas, menos vayas al teatro, al baile y a la taberna, menos pienses, ames, teorices, cantes, pintes, hagas versos, etc., más ahorrarás, mayor será tu tesoro, que no carcomerán la polilla ni el polvo, mayor será tu capital.[7]
En medio de la vorágine de la vida sólo parcialmente humana que la sociedad capitalista ofrece a los individuos, en la que su propio valor y su capacidad de satisfacer –y aun de reconocer– sus necesidades profundas están tasados en función de su disposición para satisfacer –a costa suya– las necesidades alienadas de otros y las del sistema económico mismo, el arte brinda un remanso en el que todavía es posible reconocerse como seres humanos; “su fin es recompensar al hombre cuando falta el pleno goce procurado por la realidad.”[8] Así, el arte satisface una necesidad específicamente humana, que se revela en el seno mismo del trabajo en la medida en la que éste no se limita a satisfacer las necesidades naturales del ser humano; la necesidad humana de recrearse en el producto del trabajo se descubre cuando se obra rebasando los requerimientos estrictos del trabajo mismo. “El paso del objeto técnico al objeto técnico bello no es necesario desde un punto de vista técnico; no es exigido por las leyes de la técnica.”[9] Dicha necesidad se deslinda históricamente del trabajo con el desarrollo de los medios sociales de producción, sin embargo, no representa una antítesis de aquél, sino la realización radical de sus potencialidades, negadas por los distintos obstáculos plantados por las relaciones sociales de una época determinada; el artista produce de manera libre en comparación con el obrero, que produce bajo la coerción de sus necesidades naturales, pero sólo específicamente dentro del contexto histórico-productivo de la sociedad de clases. “La contraposición entre producción artística y material reviste, por tanto, un carácter histórico-social y, en el fondo, tiene la misma raíz que la oposición entre la producción material capitalista y el trabajo libre creador.”[10]
Arte y capitalismo
Es preciso señalar, no obstante, que la capacidad del arte para aliviar las penurias del ser humano cosificado por las relaciones sociales de producción capitalistas no es indeterminada; que el arte mismo está sometido a los rigores de la división social del trabajo, que le resultan especialmente perniciosos en el seno de la sociedad burguesa. “En ninguna de las sociedades precapitalistas la producción material era, por principio, hostil al arte. Ni siquiera en los orígenes del arte cuando éste, en la sociedad primitiva, se hallaba vinculado muy directamente a la producción material. Por principio, la hostilidad de la producción material al arte sólo se da bajo el capitalismo.”[11] La economía y el arte tienen un desarrollo desigual, es decir que el desarrollo del arte no necesariamente es un reflejo del desarrollo material de las sociedades. Así, el arte, que representaba un bálsamo para las sociedades antiguas, que podían apropiárselo en virtud de su dimensión ideológica (religiosa o política), se encuentra en la actualidad privado de su lazo con las sociedades modernas, por efecto de las relaciones económicas alienantes, que amenazan su sentido humano. “El arte ha podido sustraerse a una sociedad banal, a un universo abstracto e inhumano, en la medida en la que ha cortado amarras, y se ha convertido en una ciudad sitiada.”[12] Las leyes inflexibles de la producción y el intercambio capitalistas le son poco propicias al arte, involucrándolo en no pocas contradicciones.
Convertidas en mercancías, las obras de arte dejan de relacionarse con la sociedad en términos propiamente estéticos, para entrar en una relación comercial distinta de la compra individual celebrada directamente entre el productor y el consumidor, que se efectúa aún en interés del valor de uso de la obra: el valor impreso en ella por su creador. En cambio, en la relación impersonal operada con la mediación del mercado del arte el productor artístico se convierte en un trabajador asalariado más. “La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto.”[13] La obra artística existe, en principio, para dar satisfacción a la necesidad de expresión específicamente humana de su creador. La existencia de éste, a su vez, se desenvuelve en función de dicha necesidad, que es reconocida también como una necesidad que ejerce en beneficio de sus semejantes. “Pero el artista forma parte de una sociedad determinada, y tiene que crear y subsistir en el marco de las posibilidades que ella le ofrece. Para no desviar sus fuerzas esenciales de su verdadero cauce, el arte habrá de ser para él medio de desenvolvimiento de su personalidad, pero también medio de subsistencia.”[14] El artista procura ejercer su libertad, a la vez que asegura su existencia, pero bajo el patronazgo privado ve limitada su relación con la sociedad, pues no produce más para consumidores concretos, sino para un mercado abstracto que sólo concibe a su obra como un valor especulativo; como una apuesta financiera de la cual extraer dividendos. “El éxito del arte depende de quién lo colecciona y no de quién lo hace.”[15] Obligado a subsistir a expensas de su libertad creativa en la sociedad capitalista, el artista no goza más del cobijo social que antaño garantizara su sustento, y en consecuencia mutila su propia existencia como creador, ya sea que desligue a su subsistencia de su producción, que ejerza esta última con duplicidad, o que la someta por completo, volviéndola inauténtica.
En conflicto con una sociedad que envilece y degrada su producción, el artista no puede escoger la vía del silencio, de la renuncia a su actividad creadora, sin abrir con ello de par en par las puertas que salvaguardan, en un mundo enajenado, su condición humana. El artista puede seguir otra vía: tratar de afirmar su libertad de creación en un mundo que pugna por limitarla o anularla al convertir su arte en mercancía. El artista produce para sí y para otros a los que su mensaje no puede llegar porque se le cierran las vías de acceso al negarse él a producir por una necesidad exterior, es decir, para el mercado; su obra, por otra parte, entra en contradicción con los gustos e ideales que rigen en la producción mercantil y, por tanto, no encuentra comprador. El artista crea, entonces, heroicamente por una necesidad interior de expresión, sin hacer concesiones que limiten su libertad de creación; su obra surge a espaldas del mercado artístico o como un desafío a sus exigencias. […] Pero la rebelión contra las leyes implacables de la producción capitalista, no transcurre impunemente. La historia del arte del último tercio del siglo pasado y comienzos del presente [siglo XX], nos muestra el terrible precio que los más grandes creadores humanos hubieron de pagar por rebelarse: el hambre, la miseria, el suicidio o la locura.[16]
A la obra artística, por su parte, le son arrebatadas sus cualidades distintivas al convertirle en una mercancía más, puesto que su involucramiento en el mercado hace abstracción de su valor de uso –su valor genuinamente humano– al fijar para ella un valor de cambio; “no se puede aplicar una medida general de trabajo artístico como el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción del objeto, pues esto sólo es posible cuando se puede crear una nueva mercancía que satisfaga la misma necesidad en las condiciones generales de la producción.”[17] A diferencia de otros productos humanos, es decir, a diferencia de las mercancías corrientes, cada obra artística es insustituible, en tanto que representa una forma particular de satisfacer la necesidad específicamente humana cifrada en el arte y su producción es, por tanto, un proceso inconmensurable. “La transformación del trabajo artístico en trabajo asalariado se halla, pues, en contradicción con la esencia misma de la creación artística, ya que, por su naturaleza cualitativa, singular, el trabajo artístico no puede ser reducido a una parte de un trabajo general abstracto.”[18] A la par, para ver realizado su verdadero valor, la obra de arte ha de poder ser apreciada por otros además de su creador. Esta posibilidad también se diluye en su apropiación mercantil, que no se conforma con abstraer dicho valor, sino que la sitúa en relación con un propietario para el cual el mismo es secundario o incluso inocuo, obstaculizando con ello su recepción por parte de los demás; “la obra de arte es un producto peculiar que exige no sólo esta apropiación verdadera, humana, o relación particular con su valor de uso que se pone de manifiesto en el acto individual de gozarla y consumirla, sino que exige, por su propia naturaleza, un lazo vital incesante que jamás puede cortarse entre ella y los hombres; es decir, reclama una serie infinita de apropiaciones individuales.”[19]
El artista, para poder acceder con su obra a los medios técnicos que la pongan en relación con el resto de la sociedad, debe plegarse al principio de la productividad material, que limita su libertad creativa, dirigiendo su producción hacia la obtención de ganancias económicas; haciéndose tanto más atractivo para el patrocinio de la clase dominante mientras mejor sepa cortejar el gusto de un público masivo. “La condición necesaria para ello es que el arte, aprovechando las posibilidades que el desarrollo técnico e industrial ofrecen, se organice como una industria y que el consumo se estructure también comercialmente a fin de que revista el carácter de un verdadero consumo de masas, pues sólo un consumo de esta naturaleza puede asegurar un cumplimiento de la ley fundamental de la producción capitalista.”[20] Así, el arte y su público traban una relación de mutuo condicionamiento, que tiende a la degradación de ambos en el marco de las relaciones productivas capitalistas. De tal suerte, este sistema social y económico produce un nuevo tipo de arte, que le es propio, y que no busca más la satisfacción de la humana necesidad del arte, sino que la suplanta con necesidades que sólo son propias de seres limitados; propias de seres alienados. En lo que respecta al arte capitalista de masas, es el producto, y no la necesidad que satisface, el que determina su forma de consumo, pero no sólo moldeando a partir del objeto su propia forma de recepción, sino produciendo incluso al sujeto adecuado para su propio perfil espurio. “El hombre abstracto, deshuesado que consume estos productos artísticos los mide con la vara de su propia existencia abstracta y deshuesada, una existencia en la que no cabe ya una relación propiamente estética, ya que ésta sólo puede darse allí donde el hombre se manifiesta con todas sus fuerzas esenciales, y es afectado en todo su ser.”[21]
Como otros tantos aspectos de la producción humana, también las vastas posibilidades que la técnica moderna –producto de la era burguesa– ofrece al arte se ven paradójicamente frustradas por el modo de producción capitalista. “En su juventud revolucionaria, la burguesía jugó un papel progresista al empujar los horizontes de la cultura humana. En su periodo de decadencia senil, la burguesía está comprometida con la destrucción de la cultura. Carece de horizontes, de filosofía o de visión de futuro. Toda su razón de ser se centra en conseguir dinero.”[22] Pese al notable desarrollo contemporáneo de la técnica, ésta ya no es utilizada por el capitalismo para ampliar los horizontes culturales del ser humano, sino para estrecharlos. Las formas de disipación que sirven al ser humano cosificado como sucedáneo del arte son, a la vez, medios idóneos de condicionamiento ideológico, que promueven el conformismo social y, en general, los intereses políticos de la clase dominante. Este arte relega al arte estrictamente artístico a una posición minoritaria, que si bien tiene la virtud de preservar el valor humano del arte, le plantea simultáneamente una relación problemática con su realidad. “En donde las artes fueron enviadas a un exilio momentáneo, volvieron con un nuevo perfil y un ámbito más amplio, incluso si su método parecía al principio inesperado y extraño. Todavía se les otorga el crédito de una autoridad y una libertad con la que los campos del entretenimiento y la publicidad sólo pueden soñar. Una libertad que existe a expensas de su importancia limitada en el sentido de su aceptación social y económica.”[23]
La hostilidad del capitalismo al arte, señalada por Marx, es, pues, una tendencia que, aun estando en la entraña misma de la producción capitalista, no logra imponerse plenamente por la imposibilidad de reducir el trabajo artístico a la condición del trabajo enajenado, mediante su transformación en una actividad puramente formal o mecánica. Incluso cuando el artista trabaja para el mercado se resiste a la uniformidad, a la nivelación que destruye la personalidad creadora; por tanto, por el sólo hecho de desplegar sus posibilidades creadoras se halla en pie de lucha contra el cerco hostil que le tiende el mercado capitalista. De esta lucha no siempre el artista sale victorioso […]. Pero, sin esta lucha que no es sino la lucha por la afirmación de la naturaleza creadora del hombre, la historia del arte del último siglo, sobre todo en algunas ramas, no sería más que un campo yermo. […] Finalmente, la producción material capitalista no logra extender sus leyes a toda creación artística porque, en la propia sociedad en la que rigen, el artista cobra conciencia de que el destino de su obra y del arte en general se halla vinculado al destino de la sociedad, a su transformación radical. Surge así un nuevo arte que se halla en contraposición a las ideas, gustos, valores y concepciones de la clase dominante y que no tiene nada que esperar del mercado en que imperan las ideas, gustos o valores que repudia; un arte que se afana por llegar a quienes pueden compartir su mensaje sin sujetarse a las leyes que rigen en el mercado capitalista.[24]
Arte y revolución
La oposición de la sociedad capitalista al contenido humano del arte recibe, por supuesto, una respuesta por parte del arte mismo, en defensa de sí y, por tanto, en defensa también de la vida humanamente constituida, de la que las relaciones sociales del presente son apenas un remedo. Desde los albores mismos de la sociedad burguesa, el romanticismo entrañó una protesta en contra de los efectos alienantes de las relaciones sociales capitalistas. “El romántico expresa una actitud de desencanto con la realidad que le rodea y busca otras raíces fuera de ella. Niega o se rebela contra el presente refugiándose en el pasado y proyectándose en el porvenir.”[25] Independientemente de sus cualidades propiamente estéticas, todo el arte entraña un contenido ideológico y político, reflejo de las relaciones sociales coyunturales que envuelven a su creación, ya sea que éste sea sutil o explícito; si bien el arte, en su singularidad productiva, posee una notable independencia, la misma tiene un carácter estrictamente relativo. “De ninguna manera los artistas pueden estar por encima de la sociedad. Están consciente o inconscientemente moldeados por las tendencias generales de la sociedad. En la sociedad clasista esto significa que están bajo la influencia de una clase u otra clase. La influencia tampoco es directa, no necesariamente el artista o escritor que adopta una posición conservadora o incluso reaccionaria, tiene que producir arte malo.”[26] La independencia relativa de la creación artística significa también que sus cualidades estéticas no pueden reducirse a sus cualidades ideológicas; que el arte deriva su valor netamente artístico de las cualidades humanas (ingenio, artificio, emotividad, etc.) que le son otorgadas por su autor y no de las tendencias políticas que refleja. Incluso puede afirmarse que la importancia duradera de las mayores obras artísticas de la humanidad radica en su capacidad de trascender las condiciones históricas en las que se encuentran, a la vez, enraizadas. Simultáneamente, todo arte auténtico reivindica la creatividad humana y, a menudo, también una lucha franca por liberar al ser humano mismo de la vida alienante que lo coarta, pero que aun coincidiendo con la lucha política por alcanzar ese mismo objetivo, no puede, no obstante, remplazarla. “Aunque el arte pueda contribuir también a ello, la tarea es fundamentalmente, de otro orden: es una tarea crítico-revolucionaria que se plantea al nivel de las relaciones reales, materiales, y que corresponde, sobre todo, a la clase social –el proletariado– más interesada en poner fin a toda enajenación.”[27]
Con la revolución rusa de 1917, la lucha artística y la lucha revolucionaria por la libertad humana convergieron sobre el terreno de los acontecimientos y la relación entre los artistas y el marxismo revolucionario fue puesta a prueba mediante un vigoroso debate acerca de cuáles debían ser los rasgos y las metas de un arte en verdad revolucionario. Abrevando en ambas fuentes (si bien de maneras equívocas), ya desde 1909, la teoría de la cultura proletaria, del filósofo bielorruso Aleksándr Bogdánov (1873-1928), anticipó la formación del movimiento de la Cultura Proletaria (Proletárskaya Kultura, Proletkult), que se concibió, en los albores de la Revolución bolchevique, como la organización cultural autónoma de la clase trabajadora, agrupando en sus filas a los artistas revolucionarios. “Ellos, como sus compañeros de la vanguardia europea, habían trocado la libertad de una vida bohemia o “maldita” por el cautiverio del mercado, pero ahora se encontraban ante una situación nueva que la vanguardia europea no podía conocer: la coincidencia de sus intereses como artistas, como creadores, con los de un mundo social en revolución, sujeto él también a un proceso de creación.”[28] Como evento histórico, la Revolución rusa influyó en el arte como un catalizador de las aspiraciones utópicas de las vanguardias a comienzos del siglo XX, que súbitamente se encontraron a la mano de los artistas no como un ideal abstracto, sino como un auténtico proceso social. Si el vanguardismo occidental estimó a menudo al arte como una vía para inducir a la sociedad a transformarse, en el naciente Estado obrero, era la lucha revolucionaria de la gente común la que de pronto inspiraba a los mismos artistas a llevar sus propios empeños hasta nuevas alturas, y el arte se convirtió en el espejo del espíritu revolucionario desatado por el alzamiento bolchevique. “Eran años tormentosos que exigían un tipo concreto de poesía, no la dedicada al amor y las rosas, sino la poesía del acero que llama a los hombres y mujeres a la batalla. El arte y la literatura de Octubre reflejan perfectamente este ambiente. Es una poesía heroica, no para una minoría, sino para las masas que libraban una lucha titánica a vida o muerte.”[29]
Previamente a la contrarrevolución estalinista, la naciente URSS se convirtió en un ambiente favorable para la libertad y la experimentación artísticas. Si bien efímeramente, el novel Estado revolucionario, aun en condiciones históricas de atraso económico y aislamiento político, favoreció a los artistas vanguardistas de las tendencias más diversas, a la vez que procuraba persuadirlos de asumir la tarea de educar al proletariado; mientras los soviets pudieron mantenerse como genuinos órganos de la democracia obrera, antes de ser suplantados paulatinamente por los cuerpos de burócratas profesionales. Los artistas se empeñaron en la creación de un ‘arte nuevo’, en rechazo a la cultura burguesa, pero, a menudo, su radicalismo estético obedecía más a las exigencias de una búsqueda formal que a las condiciones concretas del desarrollo cultural de la joven Unión Soviética. “Las masas no podían estar ausentes de este proceso; pero, a juicio de los teóricos de la “cultura proletaria”, a ellas correspondía asimilar las nuevas formas que, en el seno del Prolet-Kult, en sus laboratorios o “invernaderos”, habrían de forjarse para llegar a ellas.”[30] Aunque la creación de órganos artístico-industriales, como la de los Talleres de Enseñanza Superior del Arte y de la Técnica (Vysshie Judoyestvenno-Tejnicheskie Masterskie, VJUTEMÁS), en 1920, tuvo precisamente como objetivo el de atender las necesidades culturales de las masas, incluso los artistas de izquierda, siervos declarados de la revolución, subestimaron la importancia de la socialización del arte heredado por la vieja sociedad en la emancipación cultural de aquéllas; las masas sentían, por supuesto, gran interés por el nuevo arte revolucionario, pero su asimilación del mismo se veía obstaculizada por carencias materiales y culturales aún abismales. “El arte podía esperar a las masas, mientras se organizaba la comprensión estética que lo haría útil para ellas el día de mañana. Pero la revolución, que necesitaba de todo para movilizarlas, para elevar su conciencia, ¿podía renunciar al arte cuando su propia existencia estaba amenazada por la intervención, la guerra civil y el cerco capitalista?”[31] La teoría de la cultura proletaria carecía de una base científica, en la medida en la que no contemplaba la transformación social de la cultura en su dimensión dialéctica: la perla cultural de la revolución proletaria internacional no será la cultura de una nueva clase dominante, pues la perspectiva histórica de la misma es la abolición de la propia sociedad de clases.
El marxismo ha conquistado su significación histórica universal como ideología del proletariado revolucionario porque no ha rechazado en modo alguno las más valiosas conquistas de la época burguesa, sino, por el contrario, ha asimilado y reelaborado todo lo que hubo de valioso en más de dos mil años de desarrollo del pensamiento y la cultura humanos. Solamente puede ser considerado desarrollo de la cultura verdaderamente proletaria el trabajo ulterior sobre esa base y en esa misma dirección, inspirado por la experiencia práctica de la dictadura del proletariado como lucha final de éste contra toda explotación.[32]
Pero a pesar de las discrepancias entre el criterio de los artistas revolucionarios y el de los líderes bolcheviques, estos últimos, hombres y mujeres que habían forjado, en su mayoría, su gusto estético a partir del realismo crítico de las postrimerías del siglo XIX y que no entendían especialmente las tendencias en boga entre la joven generación, no pretendieron disciplinar a los primeros en formas administrativas características, e incluso apreciaron sus empeños, aunque no comulgasen por entero con ellos; “durante los años más caldeados de la guerra civil, los jefes revolucionarios comprendían que si el Gobierno podía limitar la libertad creadora, inspirándose en consideraciones políticas, no podía de ninguna manera, mandar en el domino científico, literario o artístico. Con sus gustos bastante “conservadores”, Lenin daba pautas de mayor circunspección en materia de arte, invocando frecuentemente su incompetencia.”[33] Mas, la doctrina ecuánime del bolchevismo en materia artística mermó a partir de 1924, a la par de su política revolucionaria internacionalista, cuando la burocracia reaccionaria se sirvió del fallecimiento de Lenin como punto de inflexión en su ascenso como casta hegemónica. Con la eventual consolidación de la tendencia contrarrevolucionaria en el poder, las directrices del extinto líder, concernientes estrictamente a la literatura política militante, fueron presentadas arteramente como una norma estética que justificara la censura y la falsificación histórica que serían características del llamado realismo socialista. “El impulso lujurioso y salvaje de la década de los veinte es definitivamente domesticado en 1932. Una vez eliminada la oposición de izquierda, Stalin y la burocracia, de la cual él constituye la emanación suprema, toman como pretexto el fin del primer plan quinquenal –que significa, según ellos, el primer paso en la realización del socialismo en un solo país–, para uniformar a los escritores soviéticos en un cuerpo único, sometido por completo”.[34] Empero, tal declive artístico sólo fue una consecuencia, entre otras, del revés sufrido tras la debacle de la dirección socialdemócrata del movimiento obrero europeo, trágicamente incapaz de dar continuidad a la revolución socialista iniciada en Rusia.
La fórmula oficial enuncia que la cultura debe ser socialista por su contenido y nacional en su forma. Sin embargo, el contenido de la cultura socialista sólo puede ser objeto de hipótesis más o menos afortunadas. A nadie está dado alcanzar esta cultura sobre una base económica insuficiente. El arte, es mucho menos capaz que la ciencia de anticiparse al porvenir. […] La forma popular del arte está identificada con la ejecución de obras al alcance de todo el mundo. “Lo que no es útil al pueblo –declara la [prensa oficial] Pravda–, no puede tener valor estético”. Esta vieja idea de [los populistas] narodniki, que aparta la educación artística de las masas, adquiere un carácter tanto más reaccionario, cuanto que la burocracia se reserva el derecho de decidir cuál es el arte del que no tiene necesidad el pueblo; publica libros a su antojo y establece su venta obligatoria sin dejar al lector la menor elección. Para ella, todo se reduce, al fin y al cabo, a que el arte se inspire en sus intereses y encuentre motivos para hacerla atrayente a las masas populares.[35]
Abdicando del compromiso revolucionario que amenazaba los privilegios de la casta dirigente, el estalinismo afirmó –está visto, demagógicamente– que la transformación socialista había sido completada dentro de las propias fronteras de la Unión Soviética. Mas, dicha aserción era tajantemente incompatible con su política cultural restrictiva e inflexible. “Bajo el socialismo no hay condiciones objetivas que determinen la aparición de semejante normativismo artístico. No hay intereses específicos de clase que fundamenten el normativismo artístico.”[36] Haciendo mofa del internacionalismo proletario, el régimen burocrático se replicó en mayor o menor medida en los países-satélites de la URSS en el Este de Europa (y en otros más, aun de forma indirecta, como en China o Yugoslavia), reprimiendo el potencial revolucionario de los pueblos liberados por el Ejército Rojo durante la lucha contra el fascismo. Y si bien el llamado bloque socialista se desembarazó eventualmente de la política cultural zhdanovista –del crítico estalinista Andréi Zdhánov (1896-1948)– tanto como del ‘culto a la personalidad’, su apertura artística se contuvo dentro de los lindes del formalismo, toda vez que las relaciones político-sociales en las que se sostenía la tutela del oficialismo sobre el arte permanecían inalteradas, o incluso se descomponían en dirección de la restauración capitalista. A la postre, con el desmantelamiento del ‘socialismo real’ (con la desarticulación de la economía planificada, asfixiada por el burocratismo), el arte políticamente comprometido fue reducido por la crítica cultural burguesa al concepto panfletario del arte oficial del oriente europeo; antitético para el arte occidental, a la vez que reflejo de sus propias fisuras ideológicas. “Es obvio por qué este tema se encuentra con la resistencia de ambos lados, pues las dos narrativas no pueden ser integradas una dentro de la otra. Incluso el lado occidental tendría que admitir su adherencia a un sistema político en el que [el arte] fue tomado como rehén en nombre de la libertad.”[37]
Arte y contemporaneidad
Mientras que las expresiones vanguardistas que llegarían a ser denominadas como modernas fueron relegadas a los márgenes del oficialismo, en la Europa del Este, en Occidente, las mismas serían objeto de una espectacular restitución, luego de 1945. “El arte moderno, que tan frecuentemente había liderado la batalla contra la cultura establecida, parecía ser, en retrospectiva, la verdadera cultura reprimida durante el recién terminado periodo de barbarie, y que ahora disfrutaba de una merecida rehabilitación. Este culto de la modernidad era la otra cara de la censura que había sufrido antes.”[38] Motejado por el fascismo como ‘arte degenerado’, el arte moderno fue bien acogido por las instituciones culturales capitalistas de la postguerra como una manifestación con validez universal, en la misma medida en la que era encasillado por la censura real-socialista como una instancia decadente del ‘cosmopolitismo burgués’. Pero, simultáneamente, la crítica occidental se servía de éste como contrapunto de toda actitud consistentemente política en el arte, privilegiando la tendencia hacia el abstraccionismo; la menos propensa a la producción de íconos políticos. “En el arte del siglo XX, la abstracción y el realismo se han contradicho mutuamente desde hace mucho en sus respectivos conceptos de la realidad: la abstracción ha hecho un esfuerzo casi místico para descubrir lo invisible detrás del mundo de las apariencias, mientras que los distintos realismos o bien cuestionaban la realidad social, o, como en el caso del arte de Estado, producían falsificaciones ideológicas de la realidad social.”[39] Mas, eventualmente, la consagración triunfal del vanguardismo moderno –tal como lo concebía la intelectualidad burguesa– trajo consigo una nueva disrupción del ejercicio artístico, caracterizada –en la opinión de sus corifeos– no por una nueva ruptura histórica (como el abandono de la figuración), sino por la negación más drástica del propio historicismo artístico: el advenimiento del arte contemporáneo.
En la segunda mitad del siglo pasado, emergió en la escena del arte occidental toda una generación de émulos de las tendencias vanguardistas más radicalmente contraculturales y de sus prácticas estéticamente subversivas, que fueron ganando ímpetu a medida que se avecinaba el fin del milenio, hasta alcanzar una hegemonía indisputable en el mercado del arte. Acudiendo al conceptualismo artístico, en el que había incursionado originalmente el movimiento dadaísta, los llamados artistas contemporáneos desplegaron un arsenal casi inagotable de nuevos géneros creativos, caracterizados no por brindarle continuidad a la indagación formalista del arte moderno con algún viraje específico en el sentido de la misma, sino por poner de relieve las operaciones simbólicas mediante las cuales el arte se relaciona con la sociedad; apartando su atención de la materialidad de la obra artística, estos artistas pusieron en crisis a la historiografía del arte, que se había empeñado en describir el desarrollo histórico de su objeto como una sucesión de estilos, a partir de la cual podía determinarse el carácter estético de los productos artísticos. “La historia del arte ideal era una narrativa sobre el significado y el curso del arte histórico. Si hoy esta imagen no cabe ya en su antiguo marco es porque hemos llegado al final de un viejo y exitoso juego académico. Era el marco el que convertía a todo lo que estaba dentro en un cuadro y era la historia del arte la que reunía en ese cuadro, donde aprendimos a verlo, el arte de los siglos pasados.”[40] Pese a su apabullante diversidad, un rasgo distintivo de las nuevas prácticas artísticas consistió en su persistente hábito de reactivar al arte del pasado, imbricándolo en el lenguaje creativo individual de los artistas, integrándolo así en la cultura industrial y haciendo del arte un mensaje autorreferencial. “Donde la historia del arte se había agotado como una tarea continuada o como la misión de los artistas vivos, resurgió como una alucinación ubicua que ofrecía una reserva inagotable para la reapropiación personal.”[41] Una buena parte de la crítica cultural burguesa se reconcilió eventualmente con la pérdida de su paradigma artístico-historiográfico, abrazando con denuedo la cuestionable convicción –de raigambre postmoderna– de que la misma representaba una emancipación para los artistas, ahora libres del ‘yugo’ de la historia, a la que ya no tenían más la obligación de adherirse, sino manipulándola y reinterpretándola a su capricho; semejante aleatoriedad representaba –según su parecer– un garante de la actualidad perene del arte contemporáneo: el fin de la historia del arte.
Un arte que todavía defiende su significado cultural puede elegir entre aislarse en sus propios mitos o transformar los símbolos banales de la cultura de masas en motivos de protesta o sublimación. En su apariencia más común, el arte se encuentra en un estado de constante duda y conserva la periferia de su existencia anterior si quiere permanecer fiel a sí mismo. En el proceso está obligado a tomar riesgos constantemente. Sus cambios de papel son una táctica para mantenerse en marcha mientras que la retrospectiva de su propia historia sirve para recapturar una significación que no tiene en el presente. Normalmente este tipo de observaciones van acompañadas del cuestionamiento sobre la posibilidad de que el arte esté, simplemente, agotado y ahora sólo lleve a cabo acciones de retaguardia. Pero la cuestión del arte culto y de masas necesita mayor consideración en este debate y plantea la pregunta de si el arte sobrevivirá cuando sea disociado de lo que llamamos “alta cultura”, y si a su vez ésta puede sobrevivir sin el “arte” en el sentido aceptado del término. El arte gana o pierde en nombre de la cultura histórica que le dio los contornos que nos han sido familiares durante la era burguesa.[42]
Pero a pesar del hálito posthistórico en el que el relativismo postmodernista pretende envolverlo, el arte contemporáneo es un producto inequívoco de la trayectoria reciente de las contradicciones culturales del capitalismo, que empujaron también al arte de avanzada en dirección de una heterogeneidad tan radical que le permitiese desenvolverse aun en sus actuales condiciones de hipertrofia mercantil. “El arte de un período es tan radicalmente diferente del de otros períodos porque surge en un ambiente social completamente diferente.”[43] La crítica postmoderna entiende que la existencia del arte contemporáneo no es fortuita ni autógena, sino que se deriva de una voracidad tal de los mercados culturales que el arte moderno no pudo satisfacer más, y sin embargo, se muestra incapaz de emprender una rigurosa crítica histórica del mismo; ajustándose a los límites ideológicos de la sociedad de mercado, se niega a avizorar los lindes históricos del arte contemporáneo, atados a la vigencia del modo de producción capitalista. “En la medida en la que el arte está inextricablemente ligado a su entorno siempre cambiante, desacredita retrospectivamente cualquier “narrativa maestra” que pretenda describirlo como un fenómeno independiente. […] Mientras tanto, la disciplina de la historia del arte, para hacer la autocrítica sobre sus métodos, se refugia en su propia historia y revela así que ha alcanzado el alejandrismo de una situación cultural tardía.”[44] Ciertamente, el surgimiento del arte contemporáneo representa la bancarrota del historicismo artístico burgués, de corte abstracto-idealista, mas, no significa, en modo alguno, que el desarrollo histórico del arte haya culminado con sus expresiones características, ni mucho menos que aquéllas hayan trascendido dicho desarrollo; todo arte está condicionado por el pasado, incluso cuando rompe con él. “No puede hablarse de una historia del arte concebida como una serie de momentos discontinuos entre sí y sólo vinculados, en cambio, a la sociedad de su tiempo. De la misma manera no existe una historia del arte que pueda ser explicada exclusivamente por una lógica interna o inmanente, al margen de los cambios históricos o sociales.”[45]
Su peculiar situación histórica impone al arte contemporáneo no pocas penalidades. Además de haber extraviado todo nexo sustancial con el público mayoritario, dada su complejidad discursiva y funcional (y merced de la condición cultural de la sociedad capitalista), la recurrente tendencia hacia la simulación cultivada en el seno de las instituciones culturales de la burguesía –propiciada por la avidez económica del mercado del arte– lo ha expuesto al más llano descrédito; señalándolo como poco menos que un fraude o una estratagema comercial, los sectores más conservadores de la crítica del arte claman por la restitución del paradigma moderno y el abandono de las prácticas artísticas contemporáneas. Éstos aducen que el carácter críptico del conceptualismo lo sitúa por debajo de los géneros artísticos convencionales, asequibles –aseguran– para cualquier público. Soslayan, no obstante, la real complejidad social-histórica del gusto estético, que dista mucho de ser un sentido natural ajeno al devenir temporal. “La formación de la conciencia y la perceptividad, a partir de la vida instintiva, fue un fenómeno del desarrollo histórico. Éstas no existían desde el principio sino que crecieron en el proceso de una creciente actividad productiva.”[46] En el presente, ninguna expresión artística puede aventajar por su proliferación al arte de masas, creado ex profeso para la sensibilidad alienada de las multitudes de explotados. Empero, en lo que respecta al arte contemporáneo, pese a la ambigüedad y el abuso de los que suelen ser objeto sus esquemas creativos, emanados de la sociedad burguesa, éste no constituye una excepción a la independencia relativa del arte y no hay motivos valederos que puedan negar en principio su legitimidad como manifestación artística. Aun cuando se desenvuelve en un medio culturalmente anémico, lo más granado entre sus filas habrá de alcanzar la posteridad; no así la concepción ahistórica de su problematicidad.
El arte contemporáneo lleva inevitablemente la impronta del pensamiento burgués, dadas las condiciones históricas de su gestación y desarrollo, que alcanzaron su apogeo con la efímera etapa de crecimiento capitalista que siguió a la caída del Muro de Berlín (1989). En su aproximación a lo político, incluso al emprender la denuncia de la deshumanización de la sociedad capitalista, revela a menudo los signos patentes de la estrechez postmoderna, que en el afán fetichista de negar los ‘grandes relatos’ de la era moderna, rechaza el compromiso revolucionario de los artistas, sustituyéndolo por paliativos que lo devuelven –inadvertidamente o no– a los horizontes ideológicos de la clase dominante; vanamente, defiende, “en lugar de los intereses del proletariado, los intereses de la esencia humana, del hombre en general, del hombre que no pertenece a ninguna clase ni a ninguna realidad y que no existe más que en el cielo brumoso de la fantasía filosófica.”[47] Esto, sin embargo, no basta para condenar en todo sentido al arte contemporáneo, que admite –en tanto que manifestación artística– el influjo de múltiples influencias y no puede reducirse a su condicionamiento socio-histórico. Es tarea de los artistas contemporáneos, a fin de reintegrarse al curso del movimiento vivo de la sociedad, en busca de su transformación, el distinguir entre su ejercicio artístico y la interpretación del mismo llevada a cabo por la crítica burguesa. “Las ideas, estilos, escuelas de arte pueden sobrevivir en la mente de los hombres mucho tiempo después de la desaparición del contexto socioeconómico concreto en el que surgen. […] Las ideas que hace tiempo perdieron su raison d’être, permanecen testarudamente atrincheradas en la mente humana y continúan jugando un papel, incluso un papel determinante en el desarrollo humano.”[48] De este modo, aun pese al escepticismo de que está permeado, el arte contemporáneo encontrará su reafirmación en el futuro, cuando el curso de la historia haya dejado atrás el modo de intercambio capitalista y este arte haya dado paso, a su vez, a nuevas expresiones de la creatividad humana, hoy desconocidas.
El arte de nuestro tiempo acabará por rebasar las limitantes que un lenguaje hermético opone a su función social y las masas, hoy alejadas de él, volverán al arte, pero esta vuelta será índice, a su vez, de la cancelación de su enajenación. El arte cumplirá entonces plenamente su función social. Estas condiciones, las de un arte dirigido a todos los hombres porque todos lo necesitan para afirmarse a sí mismos como seres humanos, para apropiarse de la riqueza humana que el arte les brinda, sólo se darán en una sociedad futura en la que las relaciones humanas tengan un carácter verdaderamente humano. […] No se puede pensar en ampliar y enriquecer el consumo verdaderamente estético, es decir, el modo de gozar el verdadero arte, sin elevar y enriquecer en amplia escala la sensibilidad humana, tarea que es indispensable, a su vez, de la transformación radical y profunda de las relaciones sociales, políticas, económicas y espirituales. El intento [contrario] de establecer un diálogo masivo, a todo trance, adaptándose pasivamente a una sensibilidad estética ya existente, llevará a buscar la comunicación por una vía fácil, limitando el enriquecimiento de los medios de expresión y, con ello, rebajando el valor estético del arte.[49]
Arte y comunismo
El mejor interés del arte, consistente en nada menos que la más amplia y completa difusión del valor humano concretado en sus productos, exige, a la par de la autoafirmación de las capacidades creativas individuales de los artistas, históricamente acotadas, la constitución de su quehacer en una faceta de la transformación revolucionaria de las relaciones sociales que constriñen a la propia creación artística. “El apartheid espiritual que excluye a las masas de la cultura y el empobrecimiento mismo de la cultura son dos caras de la misma moneda: las manifestaciones de la alienación que el capitalismo impone a la raza humana.”[50] Apresado entre los prospectos igualmente indeseables del autismo social y de la mediocridad crónica, el arte es incapaz de labrar por medios exclusivamente artísticos una solución a la dicotomía que le plantea la sociedad capitalista; apremiado por la exigencia de sostener su rentabilidad económica, ya sea que sacrifique su penetración social en bien de su desarrollo cualitativo, o viceversa, el arte paga por su neutralidad política segregándose de la única alternativa que puede reconciliar su más amplia recepción con sus mejores estándares productivos: la revolución socialista. La libertad abstracta ofrecida a los artistas por la clase dominante se opone a la verdadera trascendencia del arte en la vida humana, ocultando su sujeción al orden burgués; “no se puede plantear la libertad de la creación al margen del contenido, de las vicisitudes concretas de esa libertad.”[51] Para alcanzar su óptima condición, el arte debe abrirse brecha críticamente en el campo de la actividad revolucionaria, apoyándose en la experiencia concisa de su oposición a la alienación, en rechazo de todo dogmatismo estético, o de cualquier tentativa de normativizar su quehacer.
El obstáculo primordial que se opone entre el arte y la causa final de su singularidad productiva es, sin embargo, idéntico a la causa formal de la misma. En el curso de su desarrollo histórico-productivo, el ser humano gestó en el seno de su propia productividad necesidades que no eran estrictamente naturales, sino específicamente humanas. Entre ellas, el arte, en especial, entraña el rudimento de un modo de vida libre de la necesidad material; uno entregado por entero a la devoción de las necesidades esencialmente humanas. Mas, para poder cultivar el mismo en medio de una vida aterida aún por agudas necesidades materiales, los seres humanos echaron mano de la especialización, al costo de grandes tribulaciones derivadas de ella para la inmensa mayoría de la humanidad. “La división del trabajo hizo posible no sólo la existencia de la actividad artística, sino incluso su florecimiento. […] Sin embargo, el fundamento objetivo de la concentración del poder creador artístico en individuos excepcionalmente dotados, es también el de la desposesión del talento creador de grandes sectores de la población trabajadora al enajenar y cosificar su existencia.”[52] Consecuencia de sus características como forma específica del trabajo humano, el desarrollo continuado del arte no sólo se ve frustrado por la hostilidad que sufre a manos de la sociedad capitalista, sino que no puede concretarse hasta haberse desembarazado de la división social del trabajo; ese artilugio erigido por la sociedad de clases a fin de domeñar las necesidades naturales del ser humano; provisional, por lo demás, en el orden de la historia. La emancipación de la humanidad en una escala semejante sólo puede ser la conquista de una sociedad que supere por un amplio margen el desarrollo material y cultural alcanzado por el capitalismo; dejando anticuado el entramado de las relaciones sociales encarnadas en el Estado. Semejante sociedad, a su vez, sólo puede ser el fruto de una revolución internacional; único instrumento capaz de someter, en interés del verdadero desarrollo de todos los individuos, a un orden social que se yergue con personalidad propia por encima de cada uno de ellos.
Habida cuenta de que las tendencias contrarrevolucionarias prevalecieron en la esfera de los países socialistas burocratizados hacia finales del siglo XX (persistiendo así la división del trabajo en el seno de la economía planificada), y de la refutación factual de la andanada ideológica que sobrevino, en consecuencia, en contra del marxismo revolucionario, la revolución mundial y la edificación de una auténtica democracia obrera siguen siendo tareas históricas a la orden del día para la clase trabajadora alrededor del mundo; tareas sólo postergadas por efecto de la pusilanimidad reformista de su actual dirección política, pero que cuentan, para su realización, con condiciones históricas objetivas más maduras aun que aquellas presenciadas por el siglo pasado. “Las conquistas de la industria, la ciencia y la tecnología han puesto las bases materiales para una sociedad humana nueva y más elevada, basada en el desarrollo planificado y armonioso de las fuerzas productivas a escala mundial. Pero al mismo tiempo, la anarquía capitalista y el saqueo del planeta por un puñado de monopolios con poder casi ilimitado, pone un gran signo de interrogación sobre el futuro de la raza humana.”[53] De cara a la tozuda crisis mundial del capitalismo, amplias veredas se abren para el auténtico marxismo-leninismo, incluso estando colocado en una posición ostensiblemente minoritaria. Ante tal escenario, la creación artística bien podría situarse en el umbral de una transformación profunda e inusitada.
Bajo el dominio de la burguesía alcanza su culminación una contradicción históricamente condicionada (y por tanto transitoria) entre el desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad y sus realizaciones artísticas, entre la tecnología y el arte, entre la ciencia y la poesía, entre enormes posibilidades culturales y una vida espiritual sumamente pobre. Al asumir el papel de sepultador de la burguesía, el proletariado, con cada paso de la lucha de clases, aproxima la abolición de las contradicciones de toda la historia pasada. Al despojar a las clases propietarias de todas sus ventajas políticas y económicas, la clase trabajadora suprime la división de la sociedad entre opresores y oprimidos y echa los cimientos para la destrucción del antagonismo entre campo y ciudad, y entre trabajo físico y trabajo intelectual. […] En el proceso de creación de una nueva sociedad, el proletariado resuelve también las contradicciones del desarrollo cultural de la humanidad. Aquí su tarea histórica es idéntica que en la producción material. Por medio de la lucha de clase indica el camino hacia una cultura sin clases; por medio del desarrollo de un arte inspirado por la amplia y profunda visión del mundo del proletariado, lleva a la abolición de la disparidad entre desarrollo social y desarrollo artístico, y por lo tanto a un crecimiento sin precedentes del arte sobre una amplia base de masas.[54]
Fruto de la movilización artístico-revolucionaria, en la sociedad venidera, al fin libre de toda explotación humana, la brecha entre el arte minoritario y el público de masas quedará reducida a su mínima expresión; dicho de otro modo, al compás de la lucha política, el arte revolucionario descubrirá su vocación como un auténtico arte de masas, desplazando a los productos culturales alienantes de la sociedad burguesa a partir de la expropiación de los medios técnicos labrados por aquélla. Libres de su sujeción a la ley de la acumulación capitalista, estos medios se integrarán en una economía democráticamente planificada y servirán no sólo al interés de la más amplia divulgación de la herencia cultural de la humanidad, sino también a la tarea de la socialización de la creatividad artística; “la necesidad verdaderamente humana de crear y gozar de los frutos de la actividad artística no será sentida solamente por un sector privilegiado de la sociedad, sino que se convertirá en una necesidad común, universal. Justamente porque el hombre es, por esencia, un ser creador y esta sociedad restaurará al hombre en su naturaleza creadora, la actividad artística se convertirá en una necesidad humana cada vez más vital.”[55] Y si bien es previsible que el grado de desarrollo de las aptitudes artísticas admita una gran variabilidad entre los distintos individuos que conformarán a esta nueva sociedad, la propia creación artística encontrará en este conjunto inigualablemente cultivado y sensible de hombres y mujeres un fermento incomparablemente nutricio, que la elevará muy por encima de su panorama contemporáneo. Además, con el final definitivo de la especialización, se verá trastocado también en alguna medida el carácter singular del trabajo artístico. Por supuesto que los medios expresivos desarrollados por el arte hasta el día de hoy perdurarán como un legado imperecedero de la cultura humana, sin embargo, el arte y el trabajo tenderán a asociarse progresivamente, en tanto que este último se encontrará en igual condición de desarrollar el poder creador neto de cada ser humano; “las creaturas liberadas que Marx piensa que hemos de ser bajo el socialismo cambiarán de gustos, inventarán nuevos disfrutes, y pensarán en nuevas maneras de hacer lo que necesitamos.”[56]
Cuando la vasta producción de una economía socialista planificada a escala mundial haga superflua la división social del trabajo y la humanidad alcance su porvenir comunista, los seres humanos ya no se apropiarán más de su entorno de un modo alienado, deshumanizado y autodestructivo; su producción no estará más ordenada a partir de su utilidad inmediata, sino que el ser humano buscará objetivar plenamente su creatividad en el mundo, para así repropiarse de ella y realizarse como tal. Esta posibilidad certera, si bien discrepa con la condición presente de las relaciones sociales, se asienta firmemente en la naturaleza productiva del ser humano; que determina su propia existencia a través de sus productos –materiales e intelectuales– y de la manera históricamente contingente como los produce. Se desprende del método histórico-materialista una señalada manera de concebir a la creación artística, ajena por entero al normativismo, y enraizada, no obstante, en el fundamento de la actividad humana, a la vez permanente y mudable. “El arte participa en la actividad de lo real, profundizándolo y vivificándolo por medio de lo imaginario.”[57] Como aliciente de una existencia más acorde con su naturaleza creadora, el arte ha sido a lo largo de su historia, para el ser humano, un conductor discreto del sentido cabal de su existencia social, que se le revela fragmentariamente, velado por los condicionamientos ideológicos de cada época. Más que un mero complemento de la producción humana o el vano consuelo ofrecido por una realidad social desesperadamente irredimible, el arte es otro frente de combate en la lucha por desentrañar a la esencia humana, todavía aletargada en el seno de la actividad productiva. “El arte es el sueño colectivo de la humanidad, la expresión del sentimiento arraigado de que nuestras vidas no deberían ser así y que deberíamos luchar por algo diferente.”[58]
Notas:
[1] Cfr. Marcello Musto, “El mito del “joven Marx” en las interpretaciones de los manuscritos económico-filosóficos de 1844”, en Marx revisitado: Posiciones encontradas, comp. de María Elvira Concheiro Bórquez y José Guadalupe Gandarilla Salgado (México: UNAM, 2016), 21-58.
[2] Mijaíl Lifshitz, La filosofía del arte de Karl Marx, tr. de Stella Mastrángelo (México: Siglo XXI, 1989), 23.
[3] Ibid., 77.
[4] Ibid., 121.
[5] Adolfo Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de Marx (México: Siglo XXI, 2005), 98.
[6] Ibid., 180.
[7] Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, tr. de Wenceslao Roces (México: Grijalbo, 1968)
134.
[8] Henri Arvon, La estética marxista, tr. de Marta Rojzman (Buenos Aires: Amorrortu, 1972), 49.
[9] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 182.
[10] Ibid., 184.
[11] Ibid., 157.
[12] Ibid., 114.
[13] Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del partido comunista (Moscú: Progreso, 1979), 33.
[14] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 164.
[15] Hans Belting, La historia del arte después de la modernidad, tr. de Issa María Benítez Dueñas (México Universidad Iberoamericana, 2010), 28.
[16] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 210-211.
[17] Ibid., 101.
[18] Ibid.
[19] Ibid., 234.
[20] Ibid., 239.
[21] Ibid., 253.
[22] Alan Woods, “El marxismo y el arte: Introducción a los escritos de Trotsky sobre arte”, acceso el 7 de abril de 2020, https://nodo.ugto.mx/wp-content/uploads/2016/05/El-marxismo-y-el-arte.pdf, 13.
[23] Belting, La historia del arte…, 204-205.
[24] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 219-220.
[25] Ibid., 161.
[26] Woods, “Marxismo y arte”, 5.
[27] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 262.
[28] Sánchez Vázquez, “Lunacharsky y las aporías del arte y la revolución”, en Cuestiones estéticas y artísticas contemporáneas, 2.a ed. (México: FCE, 2003), 156.
[29] Woods, “Marxismo y arte”, 7.
[30] Sánchez Vázquez, “Lunacharsky y las aporías…”, 160.
[31] Ibid., 158.
[32] Vladímir Ilich Uliánov [Lenin], “La cultura proletaria”, en Obras escogidas (Moscú: Progreso, 1961), 647-648.
[33] León Trotsky, La revolución traicionada, tr. de Andrés Nin (México: Juan Pablos, 2000), 150-151.
[34] Arvon, La estética marxista, 70.
[35] Trotsky, La revolución traicionada, 154.
[36] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 107.
[37] Belting, La historia del arte…, 78.
[38] Ibid., 59.
[39] Ibid., 182.
[40] Ibid., 24.
[41] Ibid., 221.
[42] Ibid., 108.
[43] Woods, “Marxismo y arte”, 4.
[44] Belting, La historia del arte…, 184.
[45] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 96-97.
[46] Lifshitz, La filosofía del arte…, 96.
[47] Marx y Engels, Manifiesto comunista, 59-60.
[48] Woods, “Marxismo y arte”, 3.
[49] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 260-261.
[50] Woods, “Marxismo y arte”, 13.
[51] Sánchez Vázquez, “Lunacharsky y las aporías…”, 166.
[52] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 282.
[53] Woods, “Marxismo y arte”, 15.
[54] Lifshitz, La filosofía del arte…, 129-130.
[55] Sánchez Vázquez, Las ideas estéticas de…, 283.
[56] Alan Ryan, On Marx (Nueva York: Liveright, 2015), 98.
[57] Arvon, La estética marxista, 113.
[58] Woods, “Marxismo y arte”, 1.