Por Atefa Merzaie –Militante de Fightback–
A pesar de la igualdad formal ante la ley, todavía estamos lejos de haber alcanzado la igualdad en la práctica. Esta situación provoca la radicalización de muchas personas jóvenes y trabajadoras, que se suman cada vez más a la lucha contra la opresión de la mujer. Sin embargo, para que esta lucha tenga éxito, debemos contar con las ideas y los métodos correctos. En el presente texto, contrastamos la política de identidad con las ideas marxistas para demostrar que estas últimas nos ofrecen mejores métodos para lograr la emancipación genuina de la mujer.
El impacto desproporcionado de la pandemia en las condiciones de vida de las mujeres es solo un ejemplo de cuán lejos estamos de la igualdad genuina. En este sentido, de las personas entre 25 y 54 años que perdieron su trabajo en Canadá, el 70% fueron mujeres. Además, otros 1.2 millones de mujeres han visto sus horas de trabajo reducidas a la mitad. Estas cifras tan solo reflejan el impacto económico de la pandemia, durante la cual la violencia doméstica contra la mujer también ha ido en aumento.
Actualmente, la izquierda está dominada por la política de identidad. La mayoría de las veces, la atención se centra en la identidad de las personas en lugar de poner el foco en las ideas que defienden. En lugar de luchar por una transformación revolucionaria de la sociedad, concentran sus esfuerzos en cambiar el discurso, deshacer las construcciones culturales de poder, aumentar la representación o desafiar las normas mediante el tokenismo, el lenguaje y el simbolismo.
Pero cada vez más personas buscan formas alternativas de luchar contra la opresión y cuestionan la política de identidad, cuyas ideas aparentemente progresistas se han revelado a sí mismas como todo lo contrario. Los resultados concretos de aplicarlas en el movimiento han resultado ser, en el mejor de los casos, performativos y, a menudo, contraproducentes e incluso perjudiciales.
Sin embargo, aunque cada vez más personas cuestionan la utilidad de la política de identidad, sus críticos rara vez ofrecen una alternativa. Por eso, este debate sobre los métodos que se necesitan para combatir la opresión no podría ser más relevante.
¿De dónde vienen las ideas?
Las ideas se perciben a menudo como algo completamente abstracto, como si surgieran de la nada. Cuando hay un debate, existe la ilusión de que hay un conjunto de ideas y otro conjunto de ideas, y que todos se tratan con la misma relevancia. Esto, no obstante, es un error, puesto que las ideas no existen en abstracto, sino que representan las diferentes presiones sociales.
En el debate sobre los orígenes de las ideas, existen principalmente dos corrientes filosóficas opuestas: el materialismo y el idealismo. El marxismo es una filosofía materialista, lo que significa que creemos que hay un solo mundo material y que, en última instancia, todo pensamiento tiene su origen en él. Marx explicó que las ideas no caen del cielo, sino que son un reflejo de las condiciones objetivas, de las presiones sociales y de las contradicciones que existen en la vida de las personas.
Para que las ideas se conviertan en una tendencia dominante en la sociedad, deben reflejar alguna forma de presión de una clase social o, al menos, de cierta capa de una clase social. No existe una relación causa-efecto precisa y directa, pero es una regla general que nos permite comprender y diferenciarlas mejor.
Por otro lado, las filosofías idealistas básicamente afirman que las ideas son primarias y que el mundo material es un reflejo de dichas ideas. Por tanto, la humanidad y la sociedad, así como las ideas que las dominan, no se desarrollaron mediante procesos materiales, sino mediante el desarrollo del pensamiento. Las distintas teorías académicas que denominamos “políticas de identidad” generalmente tratan las ideas como primarias, casi independientes del mundo material. Ahondaremos más adelante en el impacto de esta filosofía en la práctica.
La lucha de las mujeres y la lucha de clases en la historia
La lucha por la emancipación de la mujer ha sido una piedra angular del movimiento socialista internacional desde sus inicios. Marx y Engels escribieron sobre la opresión de la mujer en el Manifiesto Comunista y en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Estos, mientras una ola revolucionaria se extendía por Europa, ya en 1848 habían explicado el carácter opresivo de la familia burguesa como unidad económica y habían reivindicado su abolición, así como la necesidad de derrocar el sistema capitalista para lograrlo. Desde entonces, el marxismo siempre ha estado a la vanguardia de la causa de la emancipación de la mujer, pero no como único método dentro del movimiento.
Después de la derrota de la Comuna de París, hubo un período de crecimiento económico. Fue entonces cuando surgió la primera ola del feminismo en los países capitalistas de Occidente, especialmente en Gran Bretaña, la cual comúnmente se conoce como el movimiento sufragista. Las feministas de la primera ola se centraron en el tema de la identidad de género y trataron de unir a mujeres de todas las clases en la lucha por reformas y derechos. Este movimiento estaba dominado, en gran parte, por mujeres burguesas y pequeñoburguesas que en realidad solo aspiraban a ganar los mismos derechos que los hombres de su propia clase social. En este sentido, por ejemplo, pedían el derecho a voto de únicamente las mujeres propietarias, mientras que todavía había millones de hombres y mujeres de la clase trabajadora que no tenían este derecho.
En contraste con el feminismo burgués, las mujeres marxistas de la época explicaron que los intereses de las mujeres burguesas y los de las trabajadoras son diferentes. Clara Zetkin manifestó: “Exigimos derechos políticos iguales a los de los hombres para poder, junto con ellos, liberarnos a todos de las cadenas que nos oprimen, y para poder derrocar y destruir esta sociedad”.
Para vincular la lucha de clases y la lucha por la emancipación de las mujeres, cerca de 100 mujeres marxistas de 17 países celebraron una Conferencia de Mujeres Socialistas en 1910. Votaron por la creación del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, que se concibió como una jornada de movilización de hombres y mujeres de la clase obrera para presentar demandas por los derechos de las mujeres y vincular dichas demandas con la necesidad de derrocar el capitalismo.
En 1917, fue una manifestación en el Día Internacional de la Mujer Trabajadora la que dio impulso a la Revolución Rusa. Tras la toma del poder por los soviets en octubre de 1917, se consiguieron enormes avances para las mujeres. Ahora tenían derecho a voto, así como acceso al divorcio y al aborto. Se tomaron medidas con el fin de socializar las tareas domésticas y así liberarlas de los confines del hogar. Esto constituyó toda una inspiración, tanto para la clase trabajadora como para las mujeres oprimidas de todo el mundo. Bajo la creciente presión del movimiento obrero y la amenaza de revolución, algunos países capitalistas avanzados siguieron su ejemplo y otorgaron algunos derechos a las trabajadoras. En ese momento, la lucha por la emancipación de la mujer estaba claramente ligada a la lucha contra el capitalismo.
Sin embargo, este vínculo entre el marxismo y la emancipación de la mujer quedó manchado por la degeneración estalinista de la Unión Soviética. Todos los derechos que las mujeres rusas habían ganado como resultado de la revolución fueron eliminados uno a uno. Bajo la influencia de Stalin, esta actitud chovinista hacia el estatus de la mujer infectó a los partidos comunistas de todo el mundo.
Además de este retroceso, el movimiento de las mujeres se distanció aún más de la lucha de clases debido al boom de la posguerra. En los países capitalistas avanzados, a causa del enorme crecimiento económico, la burguesía pudo conceder reformas al proletariado y hubo un período de paz entre las clases. Parecía que la clase obrera ya no se movilizaría, por lo que cualquier perspectiva de socialismo quedó descartada durante un tiempo.
En este período surgió una nueva ola de feminismo, conocida generalmente como la segunda ola, la cual ganó popularidad. Este feminismo, al igual que el de la primera ola, puso el foco de la lucha en la identidad. Las demandas del movimiento se limitaron a pequeñas reformas dentro del sistema capitalista. En este punto ya podemos ver cómo surge una cierta tendencia: la política de identidad, por lo general, gana popularidad y se extiende en tiempos de calma en la lucha de clases, y no en las fases revolucionarias.
Sin embargo, esta pausa no podía durar indefinidamente. Hacia finales de la década de 1960 y a lo largo de 1970 surgieron importantes movimientos revolucionarios. En el transcurso de unos pocos años, el sistema capitalista mundial fue sacudido por grandes acontecimientos como la huelga general de mayo de 1968 en Francia y el movimiento de derechos civiles en los Estados Unidos. En Quebec, por ejemplo, vivimos la huelga general del Frente Común de 1972.
En estos movimientos revolucionarios, el ánimo general aspiraba a la transformación de la sociedad y el derrocamiento del sistema capitalista. Durante el mes de mayo del 68, la bolsa de valores de París, símbolo del capitalismo francés, fue blanco de ataques. En Quebec, los sindicatos publicaron textos revolucionarios, como el manifiesto de 1971 de la Confederación de Sindicatos Nacionales Ne comptons que sur nos propres moyens (Confiemos solo en nuestros propios medios). En dicho texto podemos leer lo siguiente:
«El capitalismo y la dominación extranjera de nuestra economía son las causas directas del desempleo y el empobrecimiento de cada vez más trabajadores. Los trabajadores de Quebec saben ahora que no pueden contar ni con los capitalistas nacionales ni con un gobierno al servicio de los capitalistas o los imperialistas”.
Desafortunadamente, a pesar del coraje y la determinación de los militantes en ese momento, dichos movimientos no llevaron a una transformación revolucionaria de la sociedad por una serie de razones. Las derrotas de la clase trabajadora y el posterior reflujo de la lucha de clases allanaron el camino para una reacción ideológica.
Repercusiones de las derrotas revolucionarias
Tras el fracaso de estos movimientos, cada vez más intelectuales de las universidades occidentales sacaron conclusiones pesimistas. En este contexto se desarrollaron las críticas filosóficas al materialismo y al marxismo en particular, y la filosofía posmoderna ganó popularidad.
El posmodernismo es una filosofía que refleja la desmoralización generalizada entre los académicos pequeño burgueses en aquel momento. Rechaza por completo la posibilidad de progreso en la historia. El posmodernismo también se opone a las llamadas “metanarrativas”, es decir, a los métodos unificados para explicar el mundo, el desarrollo de la historia y los orígenes de la opresión. El marxismo, el liberalismo o cualquier teoría unificada se considera moderna y, por lo tanto, se rechaza.
El posmodernismo como corriente filosófica ataca particularmente al marxismo, al que califica de “dogmático” y “determinista”. En lugar de ofrecer una forma objetiva de entender el funcionamiento de la sociedad, pone cada vez más énfasis en la experiencia subjetiva basada en la identidad. No reconoce el sistema capitalista como una realidad material objetiva, sino que defiende la idea de que el lenguaje es una realidad objetiva. Esta corriente plantea que el sistema en el que vivimos está basado en un «sistema de ideas». En palabras de la feminista postestructuralista Chris Weedon, “el lenguaje, lejos de reflejar una realidad social preexistente, construye una realidad social para nosotros. No hay significado más allá del lenguaje». Por tanto, con el surgimiento de este tipo de reacción ideológica, el enfoque de la lucha contra la opresión ha pasado de la transformación revolucionaria de la sociedad al simbolismo, la identidad y las palabras.
En lugar de analizar objetivamente las razones del fracaso de los movimientos de los años sesenta y setenta, la élite intelectual se hundió por completo en el pesimismo. Abandonó el análisis de clase de la opresión y comenzó a condenar el comportamiento y el lenguaje que utilizaba la gente. En las organizaciones de izquierda y los sindicatos, la clase obrera estaba en retirada, lo que dejaba el campo abierto a los elementos reformistas y arribistas que florecieron en este contexto.
La desmoralización general y el distanciamiento de los métodos de la lucha de clases también afectaron al movimiento por la emancipación de la mujer. Se reforzó la idea de que la lucha de las mujeres debe librarse por separado de la lucha de clases. Se criticaba cada vez más al marxismo por ser anticuado y “clasista”, por reducir aparentemente todo a una cuestión de clase. Esto es completamente erróneo, lo cual explicaremos más adelante en el artículo.
La política de identidad
La política de identidad comenzó entonces a cobrar más importancia en el movimiento contra la opresión de la mujer. Según estas ideas, lo que define a una persona es, principalmente, su identidad y no las ideas que defiende. Se cree que todas las personas con la misma identidad tienen los mismos intereses, ya que su opresión se basa en dicha identidad común. Por ejemplo, argumentan que tener más mujeres en posiciones de poder representa un progreso para la lucha contra la opresión de la mujer, ya que esas mujeres pueden usar su posición para defender los intereses de todas las demás.
Un ejemplo de la aplicación de esta idea en la práctica fue el apoyo que muchas personas le dieron al Partido Demócrata en las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2020, puesto que llevó a la primera mujer racializada a la vicepresidencia del país. Pero Kamala Harris dista mucho de tener posiciones políticas progresistas. Se opone a la creación de un plan de salud pública universal. Desempeñó el cargo de Fiscal General de California en un sistema de justicia racista e implementó políticas que perjudican a las personas racializadas.
La política de identidad sostiene cada vez más que la lucha contra la opresión debe ser librada solo por aquellos que la sufren directamente, independientemente de sus ideas. Por lo tanto, nos compete únicamente a las mujeres acabar con el patriarcado. Así, las luchas contra las diferentes formas de opresión se presentan como luchas separadas. Por lo general, se culpa de la opresión de la mujer al patriarcado, una estructura de dominación masculina que, según los partidarios de la política de identidad, es un sistema ideológico al margen del sistema capitalista.
La afirmación de que las mujeres, como víctimas del sexismo, sabemos mejor que nadie lo que se siente es totalmente cierta. Sin embargo, basándose en esto, los activistas de la política de identidad aseguran que, por lo tanto, también estamos en la mejor posición para ofrecer una solución. Esta es una forma completamente acientífica de ver el problema. Un paciente afligido por una enfermedad física es sin duda el que mejor puede describir sus síntomas, pero son los profesionales de la salud, debido a sus años de formación y experiencia, los que están más capacitados para explicar la causa de la enfermedad y el mejor remedio, incluso si el médico nunca ha padecido esa enfermedad en particular. De la misma manera, la experiencia individual de hombres y mujeres no debería ser el criterio por el cual se juzgue la validez de sus ideas para la lucha contra la opresión.
El principal problema de este enfoque es que, al situar la identidad como la base de la unidad en la lucha, asume que todas las personas con la misma identidad tienen los mismos intereses. Así, se invita a todas las mujeres, independientemente de su clase social, a unirse al movimiento y se excluye a los hombres.
El impacto nocivo de este método se puede ver de manera concreta en los sucesos del consejo nacional de Québec Solidaire (QS) en 2019, en el que se debatió sobre la posición del partido ante la prohibición del uso de símbolos religiosos por parte de los empleados públicos, tal y como recomienda el informe Bouchard-Taylor. El carácter islamófobo y opresivo de esta prohibición es evidente, pero lo interesante de este debate es la identidad de las personas de cada bando.
Por un lado, estaba la diputada de QS en la Asamblea Nacional de Quebec, Ruba Ghazal, una mujer racializada, nacida en el Líbano en el seno de una familia palestina y musulmana. Los defensores de la política de identidad nos dirían que no hay nadie que conozca mejor la opresión que sufren las mujeres musulmanas y que, por lo tanto, deberíamos apoyar su posición política. El problema es que respaldó el compromiso de Bouchard-Taylor a pesar de que, como ella misma dijo:
“La prohibición de los símbolos religiosos puede impedir que un pequeño número de personas acceda a determinados puestos o hacer que renuncien a usar símbolos religiosos para acceder a ellos. Los inmigrantes aceptan que la nación de Quebec puede organizar la vida en sociedad como considere oportuno, incluso aunque a veces vaya en contra de ciertos derechos individuales”.
Así pues, Ghazal no solo contribuyó a la pérdida de puestos de trabajo de las mujeres musulmanas, sino que usó el hecho de ser racializada para hablar en nombre de los «inmigrantes».
En el otro bando del debate estaba Sol Zanetti, un hombre blanco. Ya de por sí, muchos partidarios de la política de identidad le habrían dicho que no le correspondía intervenir en este debate y debía dejar espacio para amplificar las voces de mujeres racializadas como Ruba Ghazal. Pero en realidad, Zanetti defendió una mejor posición en este debate. Explicó que el CAQ (Certificado de Aceptación de Quebec) está “utilizando el uso de símbolos religiosos para distraernos del poder real, el que sigue secuestrando nuestras democracias: el poder del dinero”. Con razón, Sol Zanetti señaló que el debate solo servía para dividir a la sociedad quebequesa.
Como demuestra este ejemplo, apoyar a alguien en función de su identidad puede llevar a respaldar posiciones que no representan un progreso para el movimiento. Por el contrario, incluso puede convertirse en una herramienta útil en manos de la derecha para cooptar la lucha. Ejemplo de ello fue cuando Madeleine Albright presentó a Hillary Clinton en las elecciones de 2016 diciendo: «Hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no ayudan a otras mujeres».
Otro método de la política de identidad es la segregación, que consiste en crear espacios, eventos, incluso manifestaciones no mixtos, es decir, donde se excluye a los hombres. La politóloga y feminista Françoise Vergès explica esta táctica diciendo que “los oprimidos no pueden expresarse si los opresores están presentes”. Como marxistas, estamos completamente de acuerdo en que es importante que las personas oprimidas tengan acceso a un espacio seguro, como los refugios para mujeres víctimas de violencia doméstica. Sin embargo, extender esto a todo el movimiento solo sirve para dividirnos y reforzar la idea de que todos los hombres son opresores, lo que en última instancia debilita la lucha.
Como ejemplo concreto podemos tomar la táctica que se utilizó el Día Internacional de la Mujer Trabajadora en 2018 en el Estado español. Varios sindicatos y organizaciones feministas convocaron una huelga general de 24 horas y algunas líderes sostenían que los hombres no debían participar, sino que su papel debía ser el de reemplazar a las mujeres en huelga en su puesto de trabajo. Así que esencialmente estaban pidiendo a los hombres que actuaran como esquiroles, lo que en la práctica debilita la lucha. Este ejemplo muestra cómo la puesta en práctica de estas ideas puede ser perjudicial para el movimiento.
Este método está ligado a la propuesta de acabar con los estereotipos para aumentar la participación de las mujeres en los puestos directivos y en determinados trabajos. Está demostrado que hay menos mujeres inscritas en programas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, y en trabajos relacionados con la ciencia. En el mundo empresarial, a menudo se plantea la necesidad de romper el techo de cristal. Los marxistas luchamos para que las mujeres tengamos las mismas oportunidades que los hombres en la sociedad, pero la verdad es que el hecho de que haya más mujeres en puestos de trabajo bien remunerados o en la junta directiva de una gran empresa no conlleva una mejora en el nivel de vida de todas las mujeres. Por ejemplo, se considera a Beyonce una fuente de inspiración por ser una mujer de color fuerte y exitosa, además de una mujer de negocios con su propia marca de ropa, Ivy Park. Hace unos años fue noticia cuando se supo que las mujeres que trabajaban en las fábricas que producían su línea de ropa solo ganaban 64 céntimos al día. Creo que este es un buen ejemplo de que cuando las mujeres desafían los estereotipos y ascienden a una posición mayoritariamente reservada para los hombres, también ellas tienen que seguir las reglas del sistema capitalista. Cualquier beneficio que obtengan en su puesto es personal, y las condiciones generales de vida del resto de las mujeres no cambian.
Para los marxistas, la mejor manera de combatir los prejuicios y estereotipos es incorporar a todos, incluidos los hombres, a la lucha por la emancipación de la mujer. Solo luchando codo con codo podemos superar los prejuicios, solo entonces los hombres y mujeres de la clase trabajadora nos damos cuenta de que somos más fuertes unidos.
La política basada en líneas de clase es ajena a la política de identidad, ya que esta considera la clase una forma más de identidad, la cual denominan «clasismo». Pero para los marxistas, la clase trabajadora no es solo un tipo más de opresión. Los trabajadores asalariados son explotados objetivamente por su relación con los medios de producción. Es la clase trabajadora la que a través de su trabajo crea toda la riqueza. Los capitalistas se quedan con la mayor parte de esta riqueza en forma de ganancias y arrojan migajas a los obreros, migajas por las que a menudo compiten con otros obreros. La burguesía tiene un interés material en mantener la opresión y en enfrentar a sectores de la clase trabajadora entre sí para que no se unan contra ellos.
Interseccionalismo
Volviendo al contexto histórico, el movimiento obrero sufrió grandes derrotas en la década de los 80 que desmoralizaron aún más a la izquierda. La derrota de la huelga de los mineros en el Reino Unido y la de los controladores aéreos en los Estados Unidos fueron dos de los reveses más destacados para el movimiento. Este período estuvo marcado por el régimen de líderes reaccionarios como Brian Mulroney, Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Además, se produjo la disolución de la Unión Soviética y la restauración del capitalismo. Se dijo que esto marcaba “el fin de la historia”, es decir, que el comunismo había fracasado y el capitalismo había ganado. Se decía que las revoluciones eran cosa del pasado.
Este contexto realmente se sumó al pesimismo de los académicos de izquierda, que avanzaron por el camino de la política de identidad y, por lo tanto, se alejaron del marxismo y de la lucha de clases. Dado que la política de identidad no era una amenaza para la clase dominante, se institucionalizó en el aparato estatal con la creación de ministerios de la mujer y la apertura de centros de investigación de la mujer. Surgieron círculos culturales enfocados en experiencias individuales, el lenguaje y las campañas monográficas. Estos círculos estaban dominados en gran parte por mujeres blancas pequeñoburguesas que estaban desconectadas de la realidad y de las necesidades de las mujeres de color de la clase trabajadora.
Como reacción, surgió la escuela de pensamiento interseccional. El término “interseccionalismo” fue acuñado originalmente por Kimberlé Crenshaw, una profesora de derecho afroamericana, en respuesta a la negativa del sistema de justicia penal de Estados Unidos a reconocer que las mujeres negras sufren discriminación por múltiples motivos, no solo como mujeres o como personas negras, sino como mujeres negras.
La idea de que las mujeres negras y otros grupos son discriminados en múltiples niveles es correcta, y los marxistas no estamos en desacuerdo con el hecho de que existen múltiples formas de opresión y que algunas personas experimentan varias simultáneamente. Sin embargo, esta idea es solo la punta del iceberg de la teoría interseccional. Lo importante no es esta afirmación per se, sino la explicación que hay detrás de ella.
Para explicar las diversas formas de opresión, la feminista interseccional Bell Hooks dice que «son como una casa: comparten los cimientos, pero los cimientos son las creencias ideológicas en torno a las cuales se construyen las nociones de dominación». Es decir, que debido a que la gente cree en ideas opresivas, esas opresiones persisten. Por tanto, la opresión se mantiene y se reproduce principalmente en el mundo de las ideas. De ello se deduce que para luchar contra la opresión de las mujeres hay que convencer a la gente de que cambie su forma de pensar, en lugar de culpar al sistema que necesita las ideas sexistas para perpetuarse.
Dado que el interseccionalismo ignora por completo la base material de las ideas sexistas y proporciona ninguna explicación real de por qué la gente tiene estas ideas, resulta imposible luchar de manera efectiva contra estas ideas en la práctica. Así que el objetivo no es el sistema económico que necesita la opresión para sostenerse, sino que el foco de la lucha se convierte en individuos que no sufren una forma particular de opresión. A estas personas se las denomina «privilegiadas». De acuerdo al concepto del “privilegio”, quienes no son víctimas de opresión tienen interés en perpetuar y mantener esa opresión. En palabras de Frances Kendall, defensora del interseccionalismo, “Todos los que tenemos privilegios raciales (los todos los blancos tienen) y que, por lo tanto, tenemos el poder de convertir nuestros prejuicios en leyes, somos racistas por definición, porque nos beneficiamos de un sistema racista».
En lugar de encontrar una base de unidad para una lucha común de todos los oprimidos, el interseccionalismo divide el movimiento y contribuye a difundir la mentira de que a algunas capas de la clase trabajadora les interesa mantener la opresión de otras. En realidad, los únicos que realmente se benefician de la opresión son los capitalistas.
Por ejemplo, es cierto que, en general, los hombres tienen salarios más altos que las mujeres, pero sería incorrecto decir que esta discriminación redunda en interés de los trabajadores varones. Esto se debe a que si una capa de la clase trabajadora está oprimida, se debilita la lucha común por mejores salarios. Si parte de la clase trabajadora, como las mujeres o los inmigrantes, recibe salarios más bajos y peores condiciones laborales, esto ejerce una presión a la baja sobre las condiciones laborales de todos los trabajadores.
Esta actitud excluyente hacia los denominados “privilegiados” también está relacionada con el concepto de “aliado”. Básicamente, se trata de la idea de que los hombres, dado que son “privilegiados”, deben limitarse al papel de aliados de las mujeres, a quienes corresponde liderar el movimiento. ¿Cuál es el papel de un aliado? Apoyar y escuchar a las mujeres, hacer introspección para cambiar su carácter opresivo, no ocupar espacio en el movimiento y amplificar la voz de las mujeres. De nuevo, se parte de la base de que todas las mujeres tienen los mismos intereses. Como aliados de la emancipación de las mujeres, ¿deberían los hombres en Francia apoyar a Marine Le Pen y amplificar su voz? Evidentemente, no.
Los hombres no solo son relegados a ser aliados y censurados, sino que el interseccionalismo también divide el movimiento en un sinfín de categorías de identidad de acuerdo con una jerarquía de privilegios. Una mujer de color está más oprimida que una mujer blanca. Una mujer trans de color está más oprimida que una lesbiana blanca. Estas “observaciones” no solo no ofrecen ninguna solución concreta, sino que a menudo se utilizan para denunciar la supuesta posición privilegiada de las personas que realmente quieren luchar contra el sexismo.
Según Patricia Hill Collins, “la matriz general de dominación alberga a múltiples grupos, cada uno con diferentes experiencias de penalización y privilegio que producen las correspondientes perspectivas parciales… Ningún grupo tiene un ángulo de visión claro. Ningún grupo posee la teoría o metodología que le permita descubrir la ‘verdad’ absoluta”. Esta cita realmente demuestra la influencia posmoderna en el interseccionalismo, ya que afirma que es imposible tener un método objetivo y unificado para combatir la opresión. Realmente, se trata de una idea esterilizadora que nos desarma frente a la opresión. Si no hay una verdad objetiva, ¿cómo organizamos la lucha por la emancipación?
El marxismo y la emancipación de la mujer
Al contrario de la filosofía pesimista que forma la base del interseccionalismo, el marxismo es un cuerpo de ideas imbuidas de optimismo. Los marxistas creemos que es posible analizar objetivamente la sociedad. A partir de un estudio objetivo de la misma, podemos estudiar los orígenes de la opresión de la mujer y determinar cómo acabar con ella. Basándonos en el estudio científico de la historia de la humanidad, podemos ser optimistas y confiar en nuestros métodos.
La opinión dominante en la sociedad es que las mujeres siempre han sido oprimidas. Sin embargo, durante el 99% de la existencia humana, los seres humanos vivieron en una forma de sociedad que los marxistas llamamos “comunismo primitivo”, una sociedad de cazadores y recolectores que no estaba dividida en clases y en la que las mujeres no estaban oprimidas. Es cierto que existía cierta división del trabajo entre los sexos, pero era voluntaria y no significaba que las mujeres fueran consideradas inferiores a los hombres, todo lo contrario. Como reproductoras de nuestra especie, se les tenía en alta estima.
Esto no cambió hasta la revolución neolítica. Gracias al desarrollo de la agricultura y la domesticación de animales, los humanos pudieron por primera vez crear un excedente de productos más allá de su consumo inmediato. Esto significaba que por primera vez era posible que algunos vivieran del trabajo de otros, lo que desencadenó un proceso que alteró permanentemente la forma de organización de la sociedad. Dio lugar a una diferenciación entre los miembros de la sociedad, la dividió en clases, y también marcó el inicio de la propiedad privada, lo que condujo a una transformación de la posición social de la mujer. El matrimonio se estableció como una institución para controlar la sexualidad de la mujer, con el objetivo de garantizar la paternidad de los hijos a quienes se debía transmitir la herencia.
Engels calificó el nacimiento de la familia nuclear como «la derrota histórica del sexo femenino». Escribió: “El hombre también ha tomado el mando en el hogar; la mujer ha sido degradada y reducida a la servidumbre; ha sido transformada en esclava de su lujuria y en mero instrumento para la producción de hijos”.
La opresión de la mujer tiene su origen en la división de la sociedad en clases y, por tanto, para erradicar esta opresión, también se debe luchar por erradicar la sociedad de clases, lo que solo se puede lograr mediante una revolución que derroque el sistema capitalista.
Para los marxistas, la emancipación de la mujer es un tema crucial. La lucha contra la opresión de la mujer está ligada a la lucha contra el capitalismo y no puede separarse de ella. Sin embargo, esto no significa que vayamos a esperar a que la abolición de la sociedad de clases mejore las condiciones de vida de las mujeres. Los marxistas luchamos contra toda forma de opresión y discriminación aquí y ahora en cada oportunidad. Participamos en las luchas diarias y planteamos demandas concretas: contra la discriminación en la sociedad y en el trabajo; por igual salario por trabajo de igual valor; por el acceso al aborto; por vivienda y trabajo para todos; por atención infantil gratuita y de calidad, etc.
Los marxistas no solo tenemos una lista de demandas, sino que también tenemos una idea de cómo podemos luchar para conseguirlas. Si nos fijamos en la historia de los derechos de las mujeres, veremos que nunca recibimos ninguna concesión gracias a la buena voluntad de los capitalistas y de sus lacayos en el gobierno. Solo la presión de la lucha de clases y el miedo a la revolución obligó a los políticos a conceder las reformas que ganamos en el pasado.
Por ejemplo, el derecho al voto de las mujeres se otorgó en la mayoría de los países occidentales en el período posterior a la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Los movimientos de masas y las revoluciones sacudieron todo el mundo y amenazaron seriamente el sistema capitalista. La fuerza de estos movimientos y la razón de su éxito se debía a su tamaño y a que involucraban a toda la clase trabajadora a su paso.
Para salir victoriosa, la lucha contra la opresión y por las reformas no debe descansar únicamente sobre los hombros del grupo que experimenta esa opresión o discriminación en particular, sino que debe involucrar a toda la clase trabajadora y a todos los grupos oprimidos. Debemos luchar activamente contra cualquier intento de dividir a la clase trabajadora, ya que nuestra fuerza radica en nuestra unidad y una victoria para una parte de la clase obrera es una victoria para toda la clase trabajadora.
Incluso aunque se consigan reformas, los marxistas no tenemos confianza en el sistema capitalista, que puede arrebatarnos los logros del pasado en cualquier momento. Muestra de ello son los reiterados ataques al derecho al aborto en algunos países. Para acabar con la opresión de las mujeres de una vez por todas, debemos abolir el sistema capitalista que no solo se beneficia de esta opresión, sino que depende de ella para sobrevivir. Esto no significa que podamos conseguirlo sin luchar por reformas. Es precisamente a través de la lucha por reformas y logros parciales que la clase trabajadora en su conjunto desarrolla su conciencia y se da cuenta de su propio poder para cambiar la sociedad.
¿Cómo avanzar?
Este debate ideológico es hoy más relevante que nunca. El capitalismo está atravesando la peor crisis de su historia y los economistas burgueses no tienen otra solución que imprimir más dinero e inyectar billones de dólares en la economía para intentar salvar los mercados. Mientras se regala dinero a los capitalistas, se abandona a la clase trabajadora a su suerte. En 2020, se perdieron 225 millones de puestos de trabajo en todo el mundo a causa de la crisis. The Economist informó que «un tercio o más de todas las pérdidas de empleo durante la pandemia serán permanentes». Según el Banco Mundial, la pobreza extrema mundial ha aumentado por primera vez en 20 años.
Esta situación está provocando explosiones sociales masivas y revueltas en todo el mundo. Podemos ver ejemplos simplemente viendo las noticias. No pasa una semana sin que un país sea sacudido por un movimiento de masas o una revolución. Un buen ejemplo es el inspirador movimiento de masas en Gran Bretaña para poner fin a la violencia contra las mujeres. Solo en el último mes, ha habido protestas masivas en Grecia, Myanmar, Paraguay y Rusia, por nombrar algunos.
En este contexto, la burguesía necesita un chivo expiatorio para la miseria en la que se encuentran los trabajadores. Así que utiliza uno de los trucos más antiguos: divide y vencerás. Con su monopolio de los medios de comunicación, el Estado y el sistema educativo, la clase dominante fomenta las divisiones en líneas de género, religión, etnia, etc.
En este sentido, la política de identidad juega un papel muy útil para la clase dominante, ya que divide el movimiento en luchas individuales y, por lo tanto, debilita la lucha general contra la opresión. Por otro lado, dado que la política de identidad no desafía al sistema capitalista, los representantes políticos de la burguesía pueden usar la fraseología de la política de identidad para aparentar ser progresistas. Por ejemplo, Justin Trudeau prometió “una respuesta feminista e interseccional” a la pandemia de la COVID-19. Esta promesa no cambia el hecho de que es uno de los mayores proveedores de armas de Arabia Saudí, un país conocido por su sexismo.
Este es el resultado directo de una lucha centrada en las ideas y el lenguaje. Uno puede pretender adherirse a esas ideas y usar su lenguaje, sin hacer nada concreto para ponerlas en práctica.
Los marxistas no buscamos ser percibidos como feministas o interseccionalistas, pero denunciamos y combatimos la discriminación y la opresión de la mujer con métodos de lucha de clases. Explicamos que para acabar con la opresión de las mujeres, debemos conectar esa lucha con la lucha de clases general contra el sistema capitalista y por una transformación revolucionaria de la sociedad. Dicha transformación aboliría las clases sociales, que son la base material podrida sobre la que se asienta la opresión.
Con un plan de producción socialista democrático se podría desarrollar el inmenso potencial de la humanidad. Entonces podríamos garantizar condiciones de vida dignas para todos y, en última instancia, liberar a la sociedad completa de la opresión y la discriminación. Para que esta lucha tenga éxito, necesitamos la más completa unidad de la clase obrera, no solo para la emancipación de la mujer, sino para la emancipación de toda la humanidad. ¡Únete a nosotros en esta lucha!