Para ayudar a conocer las ideas fundamentales de marxismo, y contestar a los mitos más relevantes sobre estas ideas, hemos elaborado una serie de respuestas a las preguntas más frecuentes sobre el socialismo, el comunismo y la revolución. El objetivo es armarnos con los argumentos necesarios para defender con confianza las ideas del marxismo cuando hablamos con otras personas –y, al mismo tiempo, proveernos de las herramientas teóricas necesarias en la lucha por un cambio revolucionario.
El socialismo suena bien, pero, ¿qué hay de la naturaleza humana? ¿No es la gente inherentemente egoísta y avariciosa?
Mucha gente parece dispuesta a aceptar que el capitalismo es incapaz de resolver problemas tales como el desempleo, la falta de viviendas, el hambre y la guerra. En teoría, muchos estarían de acuerdo con que si los vastos recursos del mundo fuesen utilizados de forma racional con el fin de satisfacer las necesidades humanas, en lugar del enriquecimiento de unos pocos multimillonarios, todos en el planeta tendrían garantizado un nivel de vida decente.
Sin embargo, con el fin de mantener un sistema en el cual ocho individuos controlan tanta riqueza como la mitad de la población mundial combinada, la clase dominante nos dice que el actual estado de cosas es natural, dado que está en la naturaleza humana ser avaro y egoísta. Cualquier intento de desarrollar un sistema más igualitario, se nos ha enseñado, está por lo tanto condenado a fracasar ¡Así que ni siquiera lo intentes!
A nivel superficial, esto puede parecer convincente, particularmente dado el fracaso del estalinismo en el siglo XX. ¿Pero cuál es realmente nuestra “naturaleza humana”? Conforme más atrás miramos en la historia, más difícil se vuelve hablar de la existencia de un conjunto de valores universales que se apliquen a todos los seres humanos en todo tiempo y lugar.
Por ejemplo, ¿está en nuestra “naturaleza” mantener a otros seres humanos como esclavos? La clase dominante en la antigua Roma y Grecia lo habrían defendido, pero claramente este no es el caso hoy en día.
De hecho, en términos de anatomía los humanos modernos han existido aproximadamente durante 200.000 años, y hay señales de vida homínida con una antigüedad de al menos 6 a 7 millones de años. El uso de herramientas data de hace tanto tiempo como 3 millones de años. En la mayor parte de nuestra historia vivimos en tribus comunistas primitivas, donde no había ricos ni pobres, ni clases explotadoras ni explotadas, ni dinero, ni policía ni prisiones. Las herramientas y bienes de una tribu pertenecían a todos los miembros en común. Como la productividad del trabajo era tan baja, era imposible para nadie vivir a costa de explotar el trabajo excedente de los demás. La gente anteponía la tribu antes que a sí misma.
Las sociedades de clase, es decir sistemas basados en la explotación de la mayoría por una minoría, han existido sólo durante los últimos 6 mil a 12 mil años, desde el desarrollo de la producción agrícola más allá de la simple horticultura. La primera evidencia clara de una sociedad con estructura de clases plenamente desarrollada, apareció sólo alrededor de 5.500 años atrás con la civilización sumeria y el inicio de la Edad del Bronce.
Fue dentro de esas sociedades cuando un puñado de gente, la clase de los explotadores, fueron forzados por su posición como soberanos a actuar de forma egoísta y avara. Si no actuaban de forma despiadada y en su propio interés, hubiesen dejado de gozar de sus posiciones de poder, porque individuos más despiadados les habrían desafiado y desplazado.
Por lo tanto bajo el capitalismo, es el punto de vista de la clase dominante, que es necesariamente egoísta y codiciosa, el que ahora se nos dice que es aplicable a todos los seres humanos en todas partes y en todos los tiempos; es decir, que dichas características son parte inherente de nuestra “naturaleza”.
Sin embargo, obviamente esto no es verdad, como evidencian los millones de actos de solidaridad y bondad vistos todos los días en el mundo, desde bomberos arriesgando sus vidas para salvar a otros, hasta gente ordinaria que dedica su tiempo y dinero para ayudar a desconocidos en situación de necesidad.
Lo que seguramente no es “natural”, es que casi todos los medios de producción, incluyendo los recursos naturales, las industrias y el conocimiento, sean propiedad privada y estén controlados por una diminuta minoría de la población. Liberando a la industria de la restricción que significa producir con fines de lucro, ¡fácilmente podríamos producir lo suficiente como para que todo el mundo pudiera tomar lo que necesita libremente, y mucho más!
En una sociedad de superabundancia, la idea de acumular más de lo que puedes usar se convertiría en una irracionalidad, así como en una oficina con un almacén de material de papelería bien surtido, nadie haría acopio de su propia reserva de papel y bolígrafos. Como Marx explicó, son las condiciones materiales las que en última instancia determinan la conciencia, no al revés.
Para aquellos que concuerdan con un programa socialista, pero piensan que la “naturaleza humana” resulta un lastre, preguntaos: ¿está en vuestra naturaleza querer explotar despiadadamente a otros? Y si no es así: ¿por qué estaría eso presente en cualquier otra persona?
¿No se ha intentado ya, y ha fracasado el socialismo?
Fue Einstein quien dijo la célebre frase: «La locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes». Entonces, ¿por qué los marxistas seguimos luchando por el socialismo, si el socialismo ya se ha intentado y parece haber fracasado? Para responder a esta pregunta, es importante entender lo que ocurrió con la Unión Soviética y otros países que se identificaban como «socialistas».
En 1917, la clase obrera de Rusia tomó el poder como resultado de un movimiento revolucionario de masas. La economía fue expropiada de las manos de los capitalistas y terratenientes, y la sociedad se organizó bajo el control democrático de los obreros y campesinos pobres en los consejos obreros (también conocidos como «sóviets»). Tales medidas representaron el comienzo de una transición del capitalismo al socialismo.
Sin embargo, Lenin, Trotsky y los bolcheviques nunca pensaron que sería posible «construir el socialismo en un solo país». Veían la Revolución Rusa como el comienzo de la Revolución Mundial. Como el capitalismo es un sistema mundial, el socialismo debe ser un sistema mundial.
Esto se confirmó pronto en la práctica, cuando se desarrollaron revoluciones o situaciones revolucionarias en toda Europa, incluyendo Alemania, Austria, Hungría, Italia, Francia, Gran Bretaña e incluso el Estado español.
No fue por falta de determinación que la clase obrera fracasó en tomar el poder en estos países. Estos fracasos se debieron a la falta de un partido revolucionario, que hubiera podido orientar toda la energía de las masas hacia la conquista del poder.
Por lo tanto, la revolución en Rusia quedó aislada. En lugar de poder unir los vastos recursos de Rusia con la industria avanzada de Europa, la economía rusa quedó destrozada tras años de guerra.
Como marxistas, entendemos que la capacidad de crear una sociedad libre de los horrores de la pobreza, el desempleo, el hambre, etc., está en última instancia determinada por el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas (industria, agricultura, ciencia y técnica), así como por quiénes las poseen y las controlan.
El propio Marx comentó: «El desarrollo de las fuerzas productivas es la premisa práctica absolutamente necesaria [del socialismo], porque sin ella sólo se generaliza la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la basura anterior».
La Rusia de principios de la década de 1920, después de años de guerra, sufrió un catastrófico colapso industrial y agrícola. En efecto, la escasez era generalizada. Fue en este contexto, con millones de trabajadores muertos o agotados por años de lucha, que la participación en los sóviets se agotó y una capa de burócratas privilegiados comenzó a usurpar el control.
Incluso para 1920, el número de funcionarios estatales y burócratas era de casi 6 millones. La mayoría de ellos procedían de los estratos privilegiados del antiguo régimen zarista y fue a este estrato a quien Stalin representaba.
De ahí que la dictadura totalitaria fue necesaria para mantener el control de los burócratas y destruir todos los vínculos con las genuinas tradiciones de la Revolución de Octubre. Además de exterminar a los Viejos Bolcheviques, la generación revolucionaria que luchó contra el zarismo e hizo la Revolución, todas las formas de democracia obrera fueron destruidas.
Sin la participación democrática de la clase obrera en la planificación y el funcionamiento de la sociedad, la economía soviética se vio asfixiada por la mala gestión burocrática y el despilfarro.
Con la economía soviética estancada, una capa de la burocracia se movió en la década de 1990 para restaurar el capitalismo (siendo ellos mismos ahora multimillonarios), como predijo Trotsky décadas antes en su obra: La Revolución Traicionada. A pesar de los horrores del régimen estalinista, que los auténticos marxistas nunca apoyaron, la restauración del capitalismo fue un desastre para la clase obrera.
La tarea a la que se enfrenta la clase obrera hoy en día es luchar por el verdadero socialismo y no por la cruda distorsión de los regímenes estalinistas. Es el estalinismo el que finalmente fracasó, no el socialismo.
Para los marxistas, la democracia obrera es el alma de un Estado socialista. Lo más importante de todo es entender que el socialismo en un solo país no es posible. Por eso somos internacionalistas, por eso luchamos por el socialismo no sólo aquí en el Estado español, sino en todo el mundo. Este es el socialismo por el que estamos luchando, un socialismo que se deshaga del verdadero fracaso de los tiempos modernos: el capitalismo.
¿Por qué necesitamos una revolución? ¿No podemos simplemente llegar al socialismo a través de reformas?
Sobre la superficie, esta idea suena atractiva. En lugar de las tormentas y el estrés de una revolución, ¿no sería mucho más fácil simplemente conseguir una mayoría en el parlamento y promulgar reformas progresistas para que lentamente podamos transformar el capitalismo en socialismo?
Es cierto que en el pasado, la clase obrera ha conseguido reformas significativas de esta manera. El Estado del Bienestar, las garantías de salud y seguridad en el trabajo, la jornada laboral de 8 horas – todo esto se consiguió mediante la lucha dentro del sistema existente. ¿No es extraño, por lo tanto, plantear los conceptos de reforma y revolución el uno contra el otro, como si solo se pudiera tener uno u otro?
Los marxistas genuinos nunca han rechazado la lucha por las reformas bajo el capitalismo. No decimos “simplemente esperemos hasta que haya una revolución, cuando todos nuestros problemas serán resueltos.” Nosotros vamos a luchar vigorosamente por cualquier reforma genuinamente progresista que beneficie a la clase obrera.
Marx señaló que es a través de la lucha por reformas bajo el capitalismo como la clase obrera llega a darse cuenta de su propia fuerza. Es a través de tales batallas que los trabajadores desarrollan su propia conciencia de clase, así como organizaciones para la lucha – sindicatos y partidos políticos.
También es a través de estas luchas que los trabajadores llegan a conocer de primera mano los límites de las reformas bajo el capitalismo. Esto es particularmente cierto en períodos de crisis como el actual.
En el pasado, bajo la presión desde abajo, la clase dominante estuvo dispuesta a conceder ciertas reformas, aunque siempre bajo la presión de la clase obrera. Particularmente cuando la economía avanzaba, podían permitirse hacer concesiones para mantener la paz social.
De hecho, las reformas más significativas se concedieron desde arriba, precisamente para evitar una revolución desde abajo. Por lo tanto, durante un tiempo, las clases dominantes europeas se resignaron a los «Estados del Bienestar», los cuales también fueron posibles gracias a la expansión masiva de la economía durante el auge de la posguerra a partir de 1945.
El problema es que las concesiones que se ganan a los capitalistas un día, serán eliminadas por ellos al día siguiente. Este es particularmente el caso durante una crisis, cuando, para restaurar la rentabilidad, los capitalistas intentarán arrebatarle a la clase trabajadora las conquistas del pasado. En lugar de gastar dinero en reformas, las contrarreformas están entonces a la orden del día.
Desde la crisis de la década de 1970, hemos visto cómo muchas de las reformas progresistas del período de posguerra han sido atacadas. Las industrias nacionalizadas han sido privatizadas, las pensiones y los sueldos han sido atacados, las viviendas públicas han sido vendidas, y el servicio de salud público se encuentra en una grave crisis. Todo para que los ricos puedan seguir enriqueciéndose a nuestro coste.
Estos ataques pueden revertirse, pero, en un período de crisis mundial, esto requeriría romper con el capitalismo. Son los requisitos del mercado (es decir, los intereses de los banqueros y multimillonarios) los que dictan a los gobiernos; no al revés, como los líderes de SYRIZA en Grecia descubrieron dolorosamente.
Como marxistas, entendemos que problemas como la pobreza, el desempleo, las crisis, y la guerra son productos inevitables del sistema del capitalismo. Esto no cambiará por más que se impongan impuestos a los ricos o por más préstamos que se hagan. Lo que se requiere es tomar el control de las palancas fundamentales de la economía y planificar su uso democráticamente para satisfacer las necesidades de las personas como parte de un plan socialista de producción bajo el control y la gestión de los trabajadores.
Imaginar que un gobierno socialista podría hacer esto gradualmente –nacionalizar esta industria un año, ese banco al año siguiente, etc., es ignorar toda la historia de la lucha de clases. Es como imaginar que podrías ganar una partida de ajedrez donde sólo tus propias piezas pueden moverse. En realidad, el otro lado contraataca, ferozmente si es necesario. Ninguna clase dominante ha renunciado a su poder y privilegios sin luchar.
Es por eso que necesitamos una revolución –es decir, un movimiento masivo de personas en todo el mundo– para finalmente tomar el poder y el control arrebatándoselos a una diminuta minoría de capitalistas y así garantizar reformas profundas y duraderas que transformarán el mundo.
¿Acaso no es el capitalismo más eficiente que una economía planificada?
Los apologistas del capitalismo dicen que no hay nada tan eficiente como el “libre mercado”. Pero la economía de mercado es completamente incapaz de cubrir las necesidades más elementales de la sociedad, como los alimentos básicos o la vivienda.
La única razón por la que los capitalistas invierten en la producción de mercancías es para sacar beneficios. Las necesidades sociales de la población no entran dentro de sus prioridades. Lo único que les importa es mejorar la eficiencia con la que exprimen a la clase obrera su plusvalía, para maximizar sus ganancias.
La mayor prueba de la ineficiencia del capitalismo está en el desempleo crónico que se ha convertido en una característica inmutable del “mercado laboral”. Según la Organización Internacional del Trabajo, la cifra de desempleados a escala global ha llegado a los 200 millones y sigue creciendo, lo cual es un desperdicio colosal del potencial de la humanidad.
Bajo una economía planificada socialista, los talentos productivos de todo el mundo serían utilizados al máximo, y la carga del trabajo necesario se repartiría entre todos. Bajo el capitalismo, mucho del trabajo que podrían hacer las máquinas todavía los hacen personas, ya que es más beneficioso para el capitalista emplear a trabajadores por salarios bajos que invertir en tecnología eficiente. Bajo un sistema socialista podríamos desatar todo el potencial de la maquinaria, aumentando la productividad y reduciendo la semana laboral a unas pocas horas.
Comparado con una economía planificada de manera racional, el capitalismo desperdicia muchos recursos. Se estima que en la actualidad producimos suficiente para alimentar la población mundial repetidas veces. Sin embargo, millones de toneladas de comida son destruidas anualmente para mantener los precios del mercado (y por lo tanto los beneficios del capitalista) lo más alto posible. Al mismo tiempo, más de 5 millones de personas mueren de inanición cada año, porque no pueden permitirse comprar comida. Desde el punto de vista de las necesidades de la sociedad, cantidades ingentes de dinero son desperdiciadas en gastos completamente improductivos cada año. En 2016, se gastaron a nivel global casi 500 mil millones de dólares en marketing y anuncios, ¡y 1,69 billones en gasto militar!
La idea de la producción planificada no es ajena a los capitalistas, siempre y cuando reine su beneficio. De hecho, en todas las grandes empresas existe un alto nivel de planificación. Por ejemplo, una empresa manufacturera de coches como Ford no deja en las manos del “mercado” la decisión de qué componentes llegan a las fábricas y cuándo, ni cuántos trabajadores estarán en sus puestos de trabajo para fabricar el producto final, ni cómo éste será distribuido. Estos pasos son planificados con mucha antelación a escala global usando ordenadores para reducir los costes de producción y maximizar la eficiencia.
Sin embargo, cuando los capitalistas contemplan planificar toda la producción se asustan, ya que la única manera de planificar una economía de manera racional es a través de la misma clase trabajadora tomando el control de las fuerzas productivas de la economía y organizándose de manera democrática, es decir fuera de las manos de los capitalistas.
El hecho de que la planificación económica es más eficiente que el mercado fue reconocido durante la Segunda Guerra Mundial, cuando por ejemplo gobiernos como el de Gran Bretaña y otros introdujeron drásticas medidas de planificación para poder producir suficiente munición para el conflicto y para mantener la economía doméstica con recursos muy limitados.
El desarrollo de la Unión Soviética, desde una sociedad atrasada y semifeudal hasta llegar a ser la segunda superpotencia mundial en cuestión de décadas, es una prueba fehaciente de los beneficios de la planificación. Sin embargo, debido a la naturaleza burocrática del estalinismo, la economía colapsó bajo el peso de la corrupción y de la mala gestión.
Los marxistas no defienden la aplicación burocrática desde arriba de un programa socialista de producción, sino la implicación de toda la sociedad en determinar qué recursos tenemos y cómo pueden ser utilizados de la manera más eficiente en armonía con el medio ambiente.
El hecho de que 8 multimillonarios controlen la misma riqueza que todas las personas de la mitad más pobre de la sociedad mundial pone en evidencia el verdadero significado de “eficiencia” para el capital. Bajo un socialismo en el que los trabajadores controlen democráticamente la economía de manera colectiva, seríamos capaces de utilizar al máximo nuestros recursos: humanos, materiales y científicos para combinarlos y maximizar nuestro bienestar para vivir dignamente.
¿Por qué los marxistas hablan de la revolución mundial? ¿No significa eso ir muy lejos? ¿No deberíamos centrarnos en conseguir el socialismo en el Estado español?
Los marxistas genuinos siempre han sido internacionalistas. Marx y Engels escribieron en el Manifiesto Comunista «los trabajadores no tienen patria», y «¡trabajadores de todos los países, uníos!»
Para poner en práctica estas ideas, los marxistas construyeron una serie de organizaciones revolucionarias internacionales, comenzando por la Asociación Internacional de Trabajadores, fundada por Marx y Engels, y luego la poderosa Internacional Comunista, fundada por Lenin y Trotsky. En estas organizaciones, los «partidos» nacionales se consideraban solo como secciones de una organización revolucionaria mundial.
Esto no se debió a ninguna idea utópica ni sentimental. La necesidad de una revolución mundial surge del desarrollo del propio capitalismo como sistema mundial.
En los primeros años del capitalismo, el desarrollo de los Estados nacionales fue un factor progresista en el avance de la sociedad. A diferencia de las ciudades-Estado y principados aislados que se encontraban bajo el feudalismo, cada uno con sus propias leyes, costumbres, normas de medidas e impuestos, se desarrollaron Estados más grandes que unificaron a las naciones en mercados y sistemas políticos unidos.
Esto era necesario para que el capitalismo despegara, ya que los mercados de pequeñas ciudades y regiones eran insuficientes para la industria a gran escala.
Sin embargo, en cierto punto, incluso los mercados expandidos desarrollados por los Estados nacionales resultaron insuficientes para mantenerse al día con el crecimiento de las fuerzas productivas de un país. El mundo entero fue colonizado por las potencias imperialistas, lo que resultó en el desarrollo de un mercado mundial.
El Estado-nación, de ser un factor progresista que alentaba el crecimiento económico, se convirtió en su opuesto: una cadena pesada y reaccionaria sobre el desarrollo de la humanidad. Esta última, para su avance, requiere del uso más pleno y libre de los recursos del mundo entero, sin las restricciones impuestas por las fronteras y la competencia por los recursos.
Hoy, ningún país puede escapar del dominio aplastante del mercado mundial, que funciona como un todo interconectado. De ahí han surgido los intentos de superar esto a través de bloques comerciales como la UE y otros tratados. Sin embargo, como lo demuestra la crisis en Europa, incluso estos gigantescos acuerdos comerciales no pueden proteger a sus miembros de los efectos de la crisis del capitalismo, ya que un gobierno tras otro se enfrentan a inestabilidad y quiebras.
La llamada libre competencia bajo el capitalismo tiende al monopolio, ya que las compañías más fuertes absorben a las débiles. Esta tendencia ha dado lugar al surgimiento de corporaciones verdaderamente globales, cuyos presupuestos superan con creces los de muchos Estados nacionales.
La otra cara de estas compañías gigantes es que se enfrentan a los trabajadores de diferentes países como su enemigo común. La consigna “los obreros no tienen patria» nunca ha sido más cierta. Por ejemplo, los mineros empleados por el gigante mundial de productos básicos Glencore en Sudamérica, África y Asia tienen mucho más en común entre sí que con sus respectivas clases dominantes nacionales. Los trabajadores en todos los países comparten un interés común de clase en cambiar la sociedad.
El desarrollo del mercado mundial y las compañías globales también significa que la crisis del capitalismo se globaliza. La única respuesta de la clase dominante de cada país es «restaurar la rentabilidad» atacando los salarios, las condiciones de vida y de trabajo, y los servicios públicos, es decir, una «carrera global hacia abajo».
Esta austeridad global está produciendo una reacción a nivel global. Se están produciendo situaciones revolucionarias en un país tras otro. Además, una revolución socialista exitosa en un país tendría un efecto poderoso en todos los demás: toda la historia muestra que las revoluciones rara vez se detienen en las fronteras nacionales.
Para que el socialismo realmente libere el potencial de la humanidad, debe ser más productivo y más eficiente que el capitalismo, que se basa en la explotación de los recursos del mundo entero. En lugar de que estos recursos sean saqueados por un puñado de capitalistas súper ricos, deben ser desarrollados racionalmente para el beneficio de todos a través de la toma del poder por la clase trabajadora en todos los países, voluntariamente unidos en una Federación Mundial de Estados Socialistas. Por eso somos internacionalistas.
Hacia la revolución mundial: ¡tenemos un mundo que ganar!
Sin el incentivo del beneficio, ¿no se detendría la innovación?
A menudo se nos dice que el socialismo es una buena idea en principio, pero que inevitablemente fracasaría, ya que sin el acicate de los beneficios, toda innovación se detendría.
Si bien es cierto que en los últimos 300 años más o menos hemos visto algunos de los avances tecnológicos más importantes de la historia humana, es incorrecto ver el enriquecimiento personal como el único motor de la innovación.
Nuestros antepasados homínidos desarrollaron las primeras herramientas de piedra hace aproximadamente 2,6 millones de años. Entre entonces y los inicios de la antigüedad donde aparecen las sociedades de clases hace unos 8-10.000 años, nuestros predecesores descubrieron cómo usar el fuego, construir refugios, tejer ropa, crear instrumentos musicales, pintar paredes, fabricar cuerdas, confeccionar cerámica y mucho más.
A lo largo de la prehistoria humana, los miembros de la tribu o del clan poseían en común todas las propiedades. No había dinero, ni ricos ni pobres, ni explotados ni explotadores. La supervivencia del grupo dependía de que todos los miembros unieran sus habilidades y trabajasen a través de la cooperación. Las innovaciones que ahorraban trabajo elevaban o mantenían colectivamente los niveles de vida de toda la tribu.
Esto comenzó a cambiar con el desarrollo de técnicas agrícolas y la aparición de la propiedad privada, y con ello la posibilidad de que una pequeña clase parasitaria viviera del trabajo excedente de otros.
Es cierto que la competencia entre las clases dominantes, por ejemplo, entre diferentes imperios antiguos, dio un impulso adicional para el desarrollo de la tecnología. En general, aquellos con las economías más eficientes, particularmente cuando se trataba de la guerra, conquistaban a los menos desarrollados.
Este impulso competitivo alcanzó su forma más plena cuando la burguesía naciente derrumbó la dominación feudal y allanó el camino hacia el capitalismo.
La competencia entre capitalistas los obligó a invertir una parte de sus ganancias en nueva tecnología con el objetivo de ahorrar trabajo. Aquellos que estaban por delante en la invención tecnológica podían producir sus productos más baratos y, por lo tanto, expulsar a sus competidores del negocio. Como tal, el periodo inicio del capitalismo vio la productividad del trabajo desarrollarse en un grado mucho mayor que en el periodo anterior.
Hoy, sin embargo, los economistas burgueses se estrujan los cerebros ante lo que llaman el «rompecabezas de la productividad»: ¿por qué la productividad global se ha estabilizado e incluso disminuido desde 2008? ¿Significa esto que la innovación se ha detenido?
Para los marxistas, el problema no es la falta de innovación, sino principalmente la incapacidad de los capitalistas de utilizar de manera rentable las nuevas tecnologías de ahorro del trabajo. ¿Por qué invertir en la expansión de la producción, cuando el mercado mundial ya está saturado como resultado de la crisis de sobreproducción?
Y con la reducción de los salarios y el aumento de la «flexibilidad» de la mano de obra desde la crisis, ¿para qué invertir en máquinas costosas para ahorrar mano de obra, cuando es más barato, es decir, más rentable, emplear trabajadores con salarios de hambre?
Por lo tanto, en vez de impulsar la innovación, la producción con fines de lucro ahora se ve frenada. La mayoría de los trabajadores saben muy bien cómo podrían mejorar la eficiencia de la producción en su centro de trabajo. Sin embargo, se callan, ya que poner en práctica sus ideas llevaría al desempleo de algunos y cargas de trabajo intensificadas para el resto. Son los patronos y los accionistas quienes saldrían beneficiados.
Bajo el socialismo, todos estaríamos motivados para utilizar plenamente la tecnología más eficiente para ahorrar fuerza laboral, ya que todos nos beneficiaríamos de un horario laboral más corto. En lugar de crear desempleo masivo, como en el caso del capitalismo, con una economía planificada, podríamos compartir armoniosamente el trabajo necesario entre todos, sin pérdida salarial.
No es cierto que el enriquecimiento privado sea el único factor que aliente a las personas a innovar. De hecho, la mayoría de los innovadores bajo el capitalismo trabajan en laboratorios universitarios de investigación o en los departamentos de Investigación y Desarrollo de grandes empresas. Sus descubrimientos rara vez los hacen ricos; en cambio, las ganancias van a los accionistas de las compañías que financian su trabajo.
Lejos de detenerse, bajo el socialismo, la innovación y la ciencia estarían verdaderamente liberadas permitiendo que la humanidad alcance su máximo potencial. Con la reducción de la semana laboral, el acceso a la educación para todos y el control democrático sobre la producción, la innovación ya no sería una reserva privilegiada para el beneficio de las élites, sino que se abriría a todos, por el beneficio de todos.
¿Están los marxistas a favor de la violencia?
Contrariamente a la visión que presenta a los marxistas como revolucionarios sanguinarios, la realidad es que nosotros estamos a favor de una revolución pacífica para derrocar al capitalismo. Sólo los psicópatas favorecerían activamente una revolución violenta, si fuera posible un camino pacífico.
El problema es que la historia nos enseña que ninguna clase dominante ha renunciado a su poder y privilegios sin oponerse. ¿Significa eso que la clase obrera simplemente debe aceptar ser explotada y renunciar a la lucha por el socialismo?
No, los marxistas no son pacifistas. No estamos de acuerdo en que simplemente porque la clase dominante (una pequeña minoría) esté dispuesta a utilizar métodos violentos para mantener su control sobre la sociedad, deberíamos abandonar la lucha por un mundo mejor.
¿Cómo minimizar la resistencia violenta de una clase dominante que se niega a abandonar el escenario de la historia? Desde luego, no renunciando a la lucha, y preparando a nuestra clase para defenderse de la clase dominante con cualquier medio a su disposición, con la fuerza si fuera necesario.
Imagínese si en una batalla, un ejército de 10.000 soldados desarmados se enfrentara a un grupo de diez enemigos, cada uno equipado con una ametralladora. Se produciría una masacre. Pero si los 10.000 estuvieran todos armados igualmente, probablemente forzarían a los 10 enemigos a rendirse sin disparar ni un solo tiro.
La historia está llena de ejemplos de este tipo. Por ejemplo, el presidente de Chile, Salvador Allende, imaginó que al firmar un pacto con el ejército para «respetar la constitución», la clase capitalista (armada hasta los dientes) se sometería pacíficamente a la voluntad de la clase obrera (que estaba desarmada).
Las masas chilenas, sin embargo, no fueron tan ingenuas; más de un millón de trabajadores protestaron frente al palacio presidencial en 1973 para exigir armas para defender su revolución. Sin embargo, el General Pinochet lanzó un golpe militar sólo unos días después, imponiendo violentamente una dictadura en la que decenas de miles de personas fueron brutalmente acorraladas, torturadas y asesinadas, mientras que millones más sufrieron a manos del régimen.
En contraste, la Revolución de Octubre de 1917 en Petrogrado fue un asunto casi incruento. Esto se debió a la meticulosa preparación de los bolcheviques para ganar políticamente a la guarnición de Petrogrado y crear una milicia obrera para defender a la clase obrera de las bandas armadas contrarrevolucionarias.
La toma del poder se describió más bien como una operación policial, en la que grupos de soldados y guardias rojos tomaron los centros de poder y los pusieron bajo el control democrático de los sóviets.
A pesar de algunos pequeños intentos de derrocar violentamente al gobierno bolchevique, la antigua clase dominante de Rusia se desmoralizó enormemente, porque se encontró con un movimiento de millones dispuestos a sacrificar todo en su lucha por cambiar la sociedad.
Sólo con la intervención de las fuerzas imperialistas externas, aterrorizadas de que la revolución se extendiera a sus propios países, comenzó el verdadero baño de sangre de la guerra civil, con la implicación contrarrevolucionaria de 21 ejércitos extranjeros de intervención, así como de dinero, armas y asesoramiento militar, intentaron ahogar la revolución en un mar de sangre, en defensa de sus propios beneficios.
Podemos ver entonces la repugnante hipocresía de la clase dominante al dar lecciones a los marxistas contra la violencia. ¡Es precisamente contra su violencia que tendremos que defendernos!
Este moralismo pacifista de los capitalistas es particularmente repulsivo, ya que proviene de una clase que envió a decenas de millones de trabajadores a la muerte en dos guerras mundiales, con el propósito de volver a dividir el mundo de acuerdo con sus propios intereses económicos.
Sin embargo, debemos hacer hincapié en que es totalmente posible que la clase obrera tome el poder pacíficamente, siempre que estemos dispuestos a defendernos de cualquier reacción violenta de los capitalistas. A diferencia de Rusia en 1917, la clase obrera en casi todos los países de hoy es la abrumadora mayoría de la sociedad. La clase dominante, en crisis en todas partes, encontrará muy pocos partidarios dispuestos a luchar para restaurar sus obscenos privilegios.
Con la instauración del socialismo a escala mundial, finalmente acabaremos con este sistema brutal donde una pequeña minoría defiende violentamente su derecho a explotar y oprimir a la abrumadora mayoría del mundo.
¿Es compatible la democracia con el socialismo?
A menudo se argumenta que el socialismo y la democracia son de alguna manera «incompatibles», muchas veces citando los ejemplos históricos de la Rusia estalinista y los llamados Estados «socialistas» modelados a su imagen. Sin embargo, lejos de ser incompatible, los marxistas genuinos siempre han argumentado que una democracia auténtica es esencial para que el socialismo funcione y florezca.
Bajo la «mano invisible» del mercado, las leyes del capitalismo funcionan sin ningún control o plan. Sin embargo, bajo el socialismo, la producción debe ser planificada conscientemente para beneficiar a todos. No es posible que un ejército de burócratas sentados en oficinas planifique de manera armoniosa la producción para satisfacer las necesidades de miles de millones de personas en todo el mundo. En cambio, las capas más amplias de la población deben involucrarse en la tarea de administrar la sociedad para alcanzar su máximo potencial.
Para que la producción se planifique bien bajo el socialismo, es vital que la clase trabajadora tenga un control democrático sobre la economía. Cuando este control está ausente, puede llevar a todo tipo de desperdicio burocrático y mala gestión, como lo demostró la producción dentro de la URSS. Por ejemplo, para cumplir con los objetivos de producción (y, por lo tanto, recibir sus bonos), los gerentes burocráticos a menudo encontraban formas de cumplir con los objetivos sobre el papel, mientras que en la práctica producían desperdicios o bienes defectuosos.
Un caso fue el de una fábrica encargada de producir un «millón de zapatos». El gerente ordenó que se produjeran un millón de zapatos pero sólo para el pie izquierdo, para cumplir con el objetivo marcado en el papel. Tales ejemplos podrían multiplicarse a voluntad en los regímenes estalinistas.
Esta situación solo podía prevalecer porque los propios trabajadores estaban excluidos del control sobre la producción y la política. Un régimen que exige una subordinación ciega a los burócratas privilegiados, conduce a la desmoralización y la apatía entre las masas. En un clima donde se excluyen todas las críticas, el potencial innovador y el dinamismo de la clase trabajadora son asfixiados.
Es solo bajo el socialismo genuino, con la clase obrera en el poder, que la verdadera democracia para millones es posible.
La «democracia» capitalista significa que la gran mayoría de las clases trabajadoras están excluidas de mil maneras de la participación democrática en la sociedad. No menos importante es el hecho de que millones están obligados a pasar la mayor parte de sus vidas laborales atrapadas durante largas horas en una fábrica o una oficina, y muchas veces están demasiado agotados para implicarse luego en actividades políticas.
En lugar de tener un control real sobre nuestras vidas, se nos ofrece (parafraseando a Marx) la oportunidad de votar aproximadamente cada cuatro años por diputados, normalmente de la clase dominante, que nos representen mal en el parlamento. Incluso entonces, el parlamento sigue siendo una máscara, escondiendo donde se toman las decisiones reales que nos afectan: en los consejos de administración de los bancos y las grandes empresas.
Sobre la base del capitalismo, es la clase dominante quien dicta al parlamento, no al revés; como lo demostró la experiencia del gobierno de SYRIZA en Grecia.
La democracia obrera bajo el socialismo, es decir, democracia para millones, sería mucho más democrática que cualquier cosa existente bajo el capitalismo. Los trabajadores de cada centro de trabajo, pueblo y barrio podrían elegir delegados para los consejos de trabajadores que, a diferencia del parlamento, tendrían la autoridad de aplicar sus propias decisiones. Todos los representantes serían elegidos democráticamente; sin embargo, también la clase obrera debe pedirles cuentas, y deben estar sujetos al derecho de destitución en cualquier momento.
Una economía socialista planificada permitiría la rápida reducción de la semana laboral. Para desalentar el arribismo, a todos los representantes electos no se les debe pagar más que el salario promedio de un trabajador cualificado y no deben ocupar cargos durante más de un cierto período para permitir la máxima participación en el funcionamiento de la sociedad.
Finalmente es el capitalismo quien es incompatible con una democracia genuina. Cuando los trabajadores eligen gobiernos que amenazan los beneficios de la clase dominante, los capitalistas más «democráticos» no han vacilado en instalar dictaduras militares, como en América Latina y Oriente Medio. Solo con la democracia obrera, sobre la base del socialismo, la política se transformará de la democracia de unos pocos a la democracia de la mayoría.
¿Es posible llevar a cabo una revolución con los principales medios de comunicación en nuestra contra?
A menudo se comenta que, aunque una revolución socialista sería lo ideal, llevarla a cabo es imposible “ya que los principales medios de comunicación están en contra nuestra”.
Es verdad que los medios de comunicación juegan un papel importante a la hora de moldear la opinión pública. De hecho, junto a los institutos, las universidades y la religión, los medios son unos de las herramientas principales que la clase dominante utiliza para imponer sus ideas sobre la sociedad en las masas.
En el Estado español, parece que hay una gran variedad de canales y periódicos. Pero en realidad hay solo cuatro grupos mediáticos que controlan 94% del mercado audiovisual, y en relación a los medios impresos se dividen en los grupos Prisa, Vocento y Unidad Editorial. En Reino Unido los multimillonarios Rupert Murdoch y Lord Rothermere controlan más del 50% del mercado de prensa escrita. En los EEUU, seis compañías controladas por solo 15 multimillonarios dominan todos los grandes medios de comunicación.
Como solo unos pocos magnates controlando la gran mayoría de medios de comunicación en el planeta, no es de extrañar que sus editores y periodistas en plantilla sigan a rajatabla sus órdenes y hagan prevalecer sin rechistar los intereses de sus jefes.
En relación a RTVE es un grupo mediático público supuestamente ‘imparcial’. Pero a la hora de la verdad la imparcialidad de la RTVE se esfuma por completo. Su contenido y orientación depende mucho del partido político que tiene la mayoría de escaños en las Cortes. Por regla general, el PSOE tiende a ser más cuidadoso con la fachada de imparcialidad de RTVE, algo muy útil para engañar a las masas en momentos críticos. El PP tiende a manipularlo más abiertamente. El ejemplo más escandaloso de manipulación fue con los atentados en Madrid en 2004 cuando TVE insistió en la mentira de que la culpable era ETA cuando en realidad fue Al Qaeda.
No debemos echar por la borda todas las perspectivas de una revolución socialista sólo por la concentración del poder de los medios de comunicación en las manos de unos pocos capitalistas. Los capitalistas pueden decir lo que quieran a través de sus medios, pero cuando sus mentiras no se correspondan con las experiencias vitales de la gente, sus cantos de sirena caerán en oídos sordos. No es fácil hacer propaganda sobre el maravilloso sistema capitalista en medio de una crisis financiera brutal, el paro masivo y salarios precarios. Sus mentiras poco a poco empiezan a verse como son. Aunque sus mentiras tienen cierto efecto en algunas capas de la población, para la gran mayoría no es difícil vislumbrar en qué lado de la lucha de clases está la prensa capitalista.
Un proceso de estas características logra su máxima expresión durante periodos revolucionarios en los que la lucha de clases se agudiza. Por ejemplo, durante el golpe militar contra Hugo Chávez en 2002, los medios de comunicación capitalistas jugaron un papel fundamental en organizar y apoyar ese golpe. Aun así, su control de las ondas de difusión no pudo evitar que millones salieran a las calles para defender su revolución y acabar con el golpe.
Otro ejemplo lo tenemos en 1917 durante la Revolución Rusa. Antes de Octubre, los capitalistas hacían llegar a los soldados en los frentes, trenes llenos de sus periódicos (gratuitos). Los soldados simplemente quemaban fardos de papel con estos libelos, mientras que hacían todo lo posible por conseguir prensa revolucionaria, la cual era esperada y leída de forma masiva.
Es vital que desarrollemos nuestra propia prensa para combatir las mentiras de magnates como Rupert Murdoch y los multimillonarios de su clase. Tenemos la confianza de que una vez que la clase trabajadora entre en acción para cambiar la sociedad, ningún medio propagandístico capitalista por masivo que sea nos puede detener.
¿Necesitamos un partido revolucionario?
Muchos concuerdan en la necesidad de una revolución para liberar a la humanidad de los horrores del capitalismo. Sin embargo, no todo el mundo está de acuerdo en lo que se necesita para que tal revolución sea exitosa.
Según la mayoría de los anarquistas, no sólo es innecesario un partido revolucionario, sino que es definitivamente perjudicial. Ellos ven al capitalismo colapsando simplemente tras una explosión de energía revolucionaria por parte de las masas, o una huelga general. Una sociedad sin clases y sin Estado procederá entonces a ser conformada espontáneamente.
Los marxistas reconocen que los movimientos revolucionarios de masas tendrán lugar con o sin un partido revolucionario para dirigirlos. Es la incapacidad del capitalismo de hacer avanzar a la sociedad lo que conduce a la acumulación de ira y frustración bajo la superficie. Al final, hasta la más pequeña chispa puede ser suficiente para hacer aflorar esta ira en un movimiento de masas.
Sin embargo, ocupar plazas públicas o incluso llamar a una huelga general, no es suficiente para derribar al capitalismo. Un movimiento tal, que no deja de ser una lucha de brazos cruzados, significa que la clase dominante puede simplemente esperar hasta que los trabajadores se cansen.
Con el fin de llevar la revolución a la victoria, es necesario que la clase obrera le arranque de las manos el poder a los capitalistas y construya una nueva forma de Estado. Esto no ocurrirá “espontáneamente”, sino que requiere de una planificación consciente, de organización y de una dirección.
La clase obrera no es un bloque uniforme. Cada capa extrae las conclusiones revolucionarias a distintas velocidades. Dentro de la clase obrera hay capas más avanzadas, más conscientes de su condición de clase, así como capas más atrasadas, aún bajo la influencia de la clase dominante.
En cada estallido de la lucha de clases, ya sea una huelga o una revolución, las capas más avanzadas en cada centro de trabajo o en cada movimiento, terminan jugando un papel dirigente. En tal sentido ellas son la “vanguardia” de la clase obrera, luchando en el frente de batalla y atrayendo a otras capas tras de sí.
En una revolución esta vanguardia puede actuar como una poderosa palanca, dirigiendo a la clase obrera hacia la victoria, siempre y cuando esté organizada en un partido armado con las ideas correctas para cambiar la sociedad.
Después de todo, un partido revolucionario es ante todo un programa, que contiene las medidas concretas necesarias para transformar al mundo. Adoptará ciertos métodos o tácticas de lucha para llevar a cabo ese programa. El aparato del partido es sólo el vehículo para poner estas ideas en práctica.
Este programa no cae del cielo sino que se desarrolla a partir de la lucha de clases contra el capitalismo. Un partido revolucionario, al generalizar la experiencia colectiva del movimiento obrero, es capaz de agrupar sus demandas (tales como poner fin al desempleo y elevar los salarios) y definir las tareas concretas necesarias para su materialización, como tomar las palancas claves de la economía y planificar la producción en base a las necesidades de la sociedad.
Un partido tal, si tiene profundas raíces en la clase obrera, puede actuar como un catalizador en el desarrollo de una conciencia revolucionaria entre las masas. No obstante, su papel más importante se hace evidente cuando la cuestión del poder se plante abiertamente, hecho que ocurre en cada situación revolucionaria.
Si está dirigido por dirigentes decididos, que inspiran confianza en los trabajadores y que son capaces de definir de forma clara las tareas concretas implicadas en llevar la lucha a la siguiente etapa, un partido tal, mediante la organización de la vanguardia, puede atraer tras de sí a la vasta mayoría de la clase hacia la conquista del poder.
Una organización de ese tipo actúa como una caja de pistones. Concentrando toda la energía de las masas en el punto de ataque, se convierte en una poderosa fuerza para transformar la sociedad. Sin ello, en cambio, la energía se disipa como el vapor en el aire.
Sólo tenemos que echar una ojeada a la experiencia de las revoluciones tunecina y egipcia para ver esta analogía confirmada en la práctica. Millones tomaron las calles en busca de un cambio, pero sin un partido con un claro programa de cómo lograr ese cambio, esa energía se disipó, dejando al capitalismo intacto.
Movimientos revolucionarios se están gestando en todos los países por la crisis del capitalismo. Así pues, para asegurar su éxito es vital que trabajemos en la construcción de una organización internacional revolucionaria con secciones en todos los países, que sean capaces de jugar ese papel cuando llegue el momento.
¿Es posible tener socialismo sin destruir el planeta?
A menudo escuchamos que el socialismo suena genial en la teoría, pero que en la práctica destruiría el planeta. La lógica es que, bajo el socialismo, necesitaríamos incrementar masivamente la producción industrial para producir una cantidad suficiente de productos para que la gente pueda disponer gratuitamente de las cosas. Se asume que esta expansión productiva ocurriría a un costo medioambiental tan elevado que incluso el futuro de la vida sobre la Tierra estaría en peligro.
Es cierto que bajo el capitalismo nuestro planeta se enfrenta a una catástrofe ambiental. Basta considerar la polución de las fuentes de agua (extendida en EEUU a causa del fracking), la destrucción de las selvas tropicales, la contaminación tóxica de la atmósfera y la polución de los océanos. Esto se suma al cambio climático provocado por las emisiones de gases de efecto invernadero.
Si bien la clase dominante intenta culpar a los “consumidores” individuales por estos problemas, la realidad es que estos son rasgos inevitables de un sistema que solo produce con fines de lucro.
Los costes para el medioambiente no aparecen en las cuentas bancarias de los capitalistas. Su única preocupación es ganar dinero. Si ellos aumentaran sus costos, por ejemplo, al instalar filtros en sus chimeneas, estarían perdiendo frente a otros capitalistas que no tienen tanta inclinación por la causa medioambiental. De esta manera, la competencia en el mercado obliga a los capitalistas a producir de la forma más barata posible, sin consideraciones por el medioambiente.
¿Y dónde quedan las regulaciones? ¿Acaso no pueden intervenir los gobiernos para asegurar la protección del planeta? Es verdad que los gobiernos de todo el mundo han aprobado todo tipo de leyes medioambientales, frecuentemente como forma de proteccionismo contra las importaciones. No obstante, los capitalistas han encontrado miles de formas de evadir estas reglas, como por ejemplo en el reciente “escándalo de emisiones” en la Volkswagen, donde instalaron un software especial en los automóviles para permitirles engañar a las inspecciones de contaminantes.
En última instancia, no podemos esperar que los gobiernos capitalistas resuelvan la crisis medioambiental. Los gobiernos están en competencia entre sí para crear el entorno más “amigable para hacer negocios” para los capitalistas, por ejemplo, reduciendo cualquier tipo de obligaciones que impacten en la rentabilidad. Aun cuando sobre el papel se firmen acuerdos globales como el Acuerdo Climático de París, los gobiernos pueden quebrarlos acto seguido (tal como lo ha hecho Trump), con el fin de anteponer los intereses de sus propios capitalistas.
¿Qué pasaría entonces con el socialismo? En vez de dejar la producción a cargo de la “mano invisible” del mercado, podríamos planificar conscientemente la producción, para estar en armonía con el medioambiente.
Un estudio reciente encontró que tan solo 100 compañías en el mundo fueron responsables de un 71% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero entre 1988 y 2017. Imaginemos el impacto que podría tener en el cambio climático si estas compañías (y otras) fueran administradas democráticamente, produciendo para cubrir las necesidades y no para el lucro.
Actualmente, ya existe tecnología capaz de alimentar la industria de forma limpia y sustentable. Sin embargo, bajo el capitalismo, los billones ya invertidos en combustibles fósiles, y el hecho de que su uso sea más rentable, limita la utilización de energías renovables.
Se estima que, cubriendo con paneles solares un área del desierto del Sahara de un tamaño equivalente al de Gales, se satisfaría la totalidad de las necesidades energéticas de Europa. Sin embargo, bajo el capitalismo, los gobiernos europeos no están muy interesados en ceder el control de su abastecimiento energético a gobiernos en Argelia, Libia o Egipto. Con una federación socialista mundial, basada en la cooperación de la clase obrera mundial, aquellas barreras se derrumbarían.
El crecimiento económico no necesariamente tiene que venir de la mano de un coste medioambiental para el planeta. Los bienes podrían ser diseñados para perdurar, en vez de caducar, y la producción podría ser organizada para eliminar el desperdicio. Con la abundancia de recursos en la Tierra, es absolutamente posible construir suficientes hogares para que todos vivan bien, y muchísimos más. Ya hemos producido de 2 a 3 veces una cantidad de comida suficiente como para alimentar a todo el mundo y, aun así, millones sufren hambre. El problema es entonces político, no técnico.
Es cierto que el socialismo no es inherentemente “verde”. No obstante, sólo mediante el control de las palancas fundamentales de la economía a nivel mundial, y la eliminación del lucro en la ecuación, la humanidad tendrá la posibilidad de enfrentarse seriamente a los problemas medioambientales. Si no hacemos esto, será el capitalismo el que, efectivamente, destruya nuestro planeta con las consecuencias más trágicas imaginables.
¿Fue un «golpe de estado» la Revolución de Octubre de 1917?
Más de 100 años después de la Revolución de octubre de 1917 en Rusia, todavía recibimos constantemente propaganda interminable en el sentido de que todo fue simplemente un golpe de estado, llevado a cabo por un pequeño grupo de conspiradores.
La lógica de estos ataques es retratar a Lenin y Trotsky como maníacos hambrientos de poder, que impusieron implacablemente su voluntad sobre una población poco dispuesta. Se nos hace creer que, de no haberlo hecho, se habría desarrollado una «democracia» floreciente en Rusia, evitando los horrores de la guerra civil.
Una revolución no es un drama de un solo acto, sino un proceso que se desarrolla durante meses o años. Lejos de ser el resultado de los esfuerzos de pequeñas bandas de conspiradores, una revolución básicamente estalla a gran escala debido a la incapacidad de la clase dominante para desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad, es decir, para llevar a la humanidad hacia adelante.
Esto se demostró a escala mundial en 1914 con el estallido de la guerra, pero la crisis fue particularmente grave en Rusia. A principios de 1917, las tropas estaban agotadas y congelándose en el frente, los trabajadores tenían hambre en las ciudades y los terratenientes estaban exprimiendo a los campesinos.
La crisis llegó al punto de ruptura en febrero de ese año, cuando las masas derrocaron al zar. Sin embargo, el llamado gobierno provisional que emergió, encabezado por capitalistas y terratenientes, no pudo ofrecer «paz, pan y tierra» a las masas que lo llevaron al poder.
En paralelo al gobierno provisional, los trabajadores, campesinos y soldados establecieron sus propios «sóviets» (es decir, consejos obreros) para representar sus intereses revolucionarios.
Sin embargo, en las primeras etapas de la revolución, los mencheviques y los socialistas revolucionarios (SR) dominaban en los sóviets y utilizaron su influencia para apoyar al gobierno provisional burgués. Por lo tanto, el régimen tropezó de una crisis en otra, ya que continuó la guerra imperialista y no dio alivio a las masas.
Con el regreso de Lenin a Rusia en abril, éste argumentó que, dado que los bolcheviques eran una minoría, su tarea no era tomar el poder ellos mismos, sino «explicar pacientemente» la necesidad de transferir todo el poder a los sóviets. El 5 de mayo de 1917 escribió:
«Cualquiera que diga ‘tomemos el poder’ no debería tener que pensar mucho para darse cuenta de que un intento de hacerlo sin contar con el respaldo de la mayoría del pueblo sería aventurerismo».
Durante los meses de verano, el entusiasmo de las masas por el cambio se encontró con la resistencia continua de los dirigentes mencheviques y SR, que se negaron a tomar el poder. Así, su apoyo en los sóviets se derrumbó, a medida que capas cada vez más amplias se pasaban a los bolcheviques.
Para octubre, los bolcheviques habían ganado una mayoría en los sóviets de Petrogrado y Moscú, así como en muchos otros sitios. Con los campesinos levantándose en el campo, había llegado el momento de prepararse para una insurrección.
Para los observadores superficiales, la revolución apareció como un «golpe de estado», debido al número relativamente pequeño de personas involucradas en la insurrección, es decir, en la toma de posesión de instituciones gubernamentales y estratégicas clave.
Como Trotsky señaló en su Historia de la Revolución Rusa:
“En octubre, la calma en las calles, la ausencia de multitudes, la falta de combates dieron pretexto a los adversarios para hablar de la conspiración de una minoría insignificante, de la aventura de un puñado de bolcheviques…
“Pero en realidad, los bolcheviques podían reducir la lucha por el poder en el último momento a una ‘conspiración’, no porque fueran una pequeña minoría, sino por la razón opuesta, porque tenían detrás de ellos en los barrios obreros y los cuarteles un abrumadora mayoría, consolidada, organizada, disciplinada”.
Si los bolcheviques no hubieran tenido este apoyo masivo, no habrían mantenido el poder durante días, y mucho menos durante años.
En última instancia, la mayor parte de la preparación para la toma del poder se había llevado a cabo con meses de anticipación, por la paciente explicación de los bolcheviques para conquistar a la mayoría de los trabajadores y a las tropas. El apoyo al gobierno provisional se había derrumbado; casi nadie estaba dispuesto a luchar para defenderlo.
Si los bolcheviques no hubieran aprovechado el momento para llevar adelante la revolución, el resultado no habría sido una «democracia floreciente» sino una variante rusa del fascismo, ya que la clase dominante habría tomado la ofensiva contra los trabajadores y campesinos revolucionarios.
¿No nos volveríamos unos vagos si todos “cobrásemos lo mismo”?
Uno de los argumentos más comunes que existen contra el socialismo es, que si todo el mundo “cobrase lo mismo”, no habría ningún incentivo para “trabajar duro”.
Este argumento es falaz a varios niveles. En primer lugar, asume que aquellos que más ganan en el capitalismo son quienes trabajan “más duro”. En realidad, la riqueza de los más ricos no ha sido “ganada” con su trabajo, sino a través de los medios de producción que poseen. Esto les permite apropiarse del trabajo no pagado de cientos de millones de trabajadores en todo el mundo.
Muchos de estos multimillonarios no llevan a cabo ningún tipo de trabajo productivo sino que pagan a otros para gestionar sus compañías y finanzas. Un estudio de Oxfam sobre la riqueza de los multimillonarios del mundo mostró que un tercio venía de herencias, mientras que el 43% tenía vínculos con la corrupción.
Mientras que estos parásitos “trabajan duro” en sus súper yates, miles de millones de personas se ven forzadas a trabajar 50, 60 o más horas a la semana, haciendo tareas agotadoras por salarios miserables.
Este “trabajo duro” no es alentado por el hecho de que distintas capas de la clase trabajadora reciban mayores salarios. Es el resultado de la necesidad de aceptar cualquier trabajo para poder poner comida en la mesa, pagar el alquiler y las facturas. La alternativa es sumarse a las filas de los desempleados, lo que para muchos supondría pasar hambre y quedarse sin un techo.
En segundo lugar, el argumento de que bajo el socialismo “todos cobraremos lo mismo” es falso.
Nuestro fin último es llegar a una sociedad comunista, donde todo el mundo pueda disponer sin ninguna traba de aquello que necesite. Sin embargo, los marxistas no somos utópicos, no esperamos que esto sea posible de manera inmediata cuando la clase obrera tome el poder. Se necesitará un periodo de transición (al que normalmente nos referimos como “socialismo”), durante el cual algunas de las características del capitalismo serán inevitables.
Como Marx hizo notar:
“Con lo que tenemos que lidiar no es con una sociedad comunista que se haya desarrollado ya sobre sus cimientos sino, por el contrario, con aquella que emerja de la sociedad capitalista; ésta estará por ende en todos los aspectos, económica, moral e intelectualmente, aún marcada con las características de la vieja sociedad de cuyo seno ha emergido”
Tomando el control de las palancas fundamentales de la economía y planificando la producción de manera acorde a las necesidades, será posible llevar a cabo una serie de rápidas mejoras en las condiciones de vida de la población. Por ejemplo, sería factible acabar rápidamente con el desempleo, reduciendo la jornada laboral semanal sin bajar los salarios.
De la misma manera que la sanidad pública está socializada en muchos países del mundo, particularmente en Europa, aunque no siempre completamente, también sería posible proveer otro tipo de bienes y servicios públicos gratuitos como la energía, internet, el transporte y la comida. Esto se debe a que producimos, o tenemos la capacidad de producir, más que suficiente para abastecer a todos. Esto tendría el mismo efecto que aumentar los salarios a la amplia mayoría de la sociedad.
Con todo, mientras llegamos aquí, algunos artículos aún necesitarán ser distribuidos a través del uso del dinero, y por tanto el pago de salarios aún será necesario. Es utópico pensar que en el periodo inmediato tras una revolución socialista todo el mundo aceptaría ser pagado igual, teniendo en cuenta las diferencias en cuanto a necesidades, responsabilidades, cualificación y carga de trabajo, o que se permita que quien no quiera trabajar para contribuir con su esfuerzo al desarrollo social reciba una parte de la riqueza creada por el resto de la sociedad.
Sin embargo, a diferencia del capitalismo donde en muchas empresas el ratio entre los que menos y más cobran es astronómico (en las compañías del IBEX35 los directivos “ganan” de media 123 veces más que sus empleados, y más de 300 veces que el salario mínimo), en el socialismo reduciríamos de manera significativa esta diferencia. En los primeros años de la URSS, el ratio entre los más y menos pagados era oficialmente de 1:4, e incluso esto se consideraba demasiado.
Con una organización del control obrero, una disminución masiva de la jornada laboral semanal, además de la abolición de la división existente entre el trabajo manual y el intelectual, nuestra concepción del “trabajo” sería transformada. Pasaría de ser una carga extenuante, necesaria para pagar las facturas mientras que unos cuantos millonarios se enriquecen, a ser una tarea creativa y reconfortante, y una fuente de prosperidad y bienestar para gozar de una existencia humana plena y digna de ser vivida.
Con el desarrollo de las fuerzas productivas hasta un punto en que pudiésemos fácilmente producir suficiente de todo lo necesario como para que la gente pudiese acceder a los bienes sin restricciones, la necesidad de “pagarlos” perdería su sentido, de la misma manera que el dinero se volvería algo innecesario. Lejos de existir un estado de vagancia universal, la humanidad podría finalmente alcanzar su máximo potencial de trabajo creativo y desarrollo social.
¿Quieren los marxistas prohibir la religión?
Aunque el marxismo es una filosofía decididamente atea, los marxistas genuinos nunca han querido «prohibir la religión». Por el contrario, los marxistas siempre han defendido el derecho de las personas a practicar cualquier religión que deseen. Se trata de un derecho democrático básico.
Esta idea errónea proviene de los intentos de las burocracias estalinistas de suprimir por la fuerza la práctica de la religión. Sabiendo que las ideas no se pueden prohibir, estas medidas fueron parte de los intentos de la burocracia de tomar medidas drásticas contra las libertades democráticas que podrían haber permitido que se cuestionara su gobierno.
También es cierto que los marxistas proponen que la religión debe estar completamente separada del Estado, lo que también es un principio democrático. Las religiones y las instituciones religiosas no deben gozar de ningún privilegio o poder especial, financiero o de otro tipo, ni se les debe permitir dirigir escuelas y servicios públicos, etc.
Los marxistas defienden la unidad máxima de la clase obrera en la lucha contra el capitalismo. Divisiones religiosas -o incluso cualquier división, ya sea de sexo, raza, nacionalidad, etc.- sólo sirven para debilitarnos. Cualquier luchador de clase honesto es bienvenido en nuestras filas, independientemente de sus orígenes religiosos.
Sin embargo, esto no significa que hagamos concesiones a las ideas religiosas en nuestros principios filosóficos o el programa de nuestro movimiento. No estamos tratando de impulsar algunas reformas menores del sistema, sino de derrocarlo por completo.
Por lo tanto, necesitamos ideas y tácticas claras, que deben basarse en un estudio científico de la lucha de clases. Cualquier misticismo o superstición sólo puede perjudicar nuestra tarea.
Debemos señalar que en cualquier religión siempre hay dos «Iglesias», cuyos intereses se oponen mutuamente. Hay quienes están en la cúpula de la Iglesia, una minoría, conectados a través de mil hilos a la clase dominante y que al mismo tiempo se benefician del status quo, utilizando la religión para predicar la pasividad, con el fin de amortiguar la lucha de clases. Si los matones de derecha te atacan, nos dicen: «Pon la otra mejilla». A tu patrón que te explota: «muéstrale amor y perdón».
Del otro lado está la abrumadora masa de creyentes, que ven en su religión un camino hacia un mundo mejor (aunque sólo sea después de la muerte). A ellos les decimos: desconfiad de cualquier líder religioso que intente apartaros de la lucha de clases. Confiad sólo en vuestra propia fuerza: ¡la fuerza de la clase obrera organizada!
El marxismo es una filosofía científica. No necesitamos recurrir a lo sobrenatural para entender el mundo y cambiarlo. Sin embargo, no tenemos nada en común con los «Nuevos Ateos» como Richard Dawkins, que piensan que los puntos de vista religiosos serán superados simplemente a través de «argumentos racionales» y propaganda.
Los marxistas, en cambio, reconocen que la religión tiene una base material en la sociedad. Satisface una necesidad social poderosa. Cuando miles de millones de personas se enfrentan a una vida extremadamente sombría en este mundo, con pobreza masiva, inseguridad y alienación, la promesa de un paraíso después de la muerte es muy atractiva.
Es por esta razón que Marx escribió:
«El sufrimiento religioso es, al mismo tiempo, la expresión del sufrimiento real y una protesta contra el sufrimiento real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, y el alma de las condiciones desalmadas. Es el opio del pueblo».
Por lo tanto, cualquier lucha real contra las ideas místicas de la religión, debe librarse en contra las condiciones que dan origen a esas ideas en primer lugar. Esto significa luchar firmemente por el derrocamiento del sistema capitalista, que es la fuente de la opresión y el sufrimiento a los que se enfrentan miles de millones de personas.
Bajo el capitalismo, pareciera que las fuerzas sobrenaturales nos controlan. Millones de personas pierden su empleo, aparentemente por la «mano invisible» del mercado. Millones más son asesinados por las guerras, las enfermedades y la pobreza. Sin control sobre nuestras vidas, es inevitable que muchos encuentren una explicación espiritual para estas cosas en las manos de un dios.
Con el control democrático de la clase obrera sobre la economía, podemos poner fin a estos horrores de la sociedad de clases. Cuando cada uno tenga verdadero control sobre su propia vida, ya no habrá necesidad de recurrir a las ideas místicas. Si podemos crear un paraíso en este mundo, no habrá necesidad de consolarnos con la promesa de un cielo en la otra vida. La religión no se prohibiría bajo el socialismo; simplemente se marchitaría y extinguiría hasta desaparecer.