En agosto de 1914, Europa se hundía en una guerra que enfrentaba a los trabajadores unos contra otros. Este conflicto era el resultado de la competencia entre dos bloques imperialistas rivales decididos a competir por los mercados, las fuentes de materias primas y el control político de las colonias.
En agosto de 1914, Europa se hundía en una guerra que enfrentaba a los trabajadores unos contra otros. Este conflicto era el resultado de la competencia entre dos bloques imperialistas rivales decididos a competir por los mercados, las fuentes de materias primas y el control político de las colonias. El primero (Francia y Gran Bretaña) agrupaba a las potencias satisfechas, saciadas con su botín colonial y que querían mantener esta dominación; se aliaron con el imperialismo ruso, la «cárcel de los pueblos» que tenía sus propias ambiciones territoriales.
El segundo (Alemania y Austria-Hungría) unía a las potencias imperialistas que habían llegado demasiado tarde o que eran demasiado débiles en el momento del anterior reparto del mundo – y que esperaban arrebatar nuevas colonias y poder saquear por cuenta propia. Esta guerra había sido preparada por más de una década de carrera armamentística y conflictos localizados, sobre todo en Manchuria y los Balcanes.
La bancarrota de la II Internacional
Para el movimiento obrero, esta guerra no era ninguna sorpresa. En 1907, la Segunda Internacional, formada esencialmente por los partidos «socialdemócratas» (socialistas) de Europa, se reunió en el Congreso de Stuttgart y denunció el carácter imperialista de la guerra que se avecinaba. Cinco años más tarde, cuando las potencias imperialistas comenzaron a enfrentarse por medio de los países balcánicos interpuestos, un nuevo manifiesto de la Segunda Internacional denunciaba la propaganda hipócrita de las burguesías nacionalistas e imperialistas y proclamaba que en caso de guerra, la socialdemocracia lucharía por medio de huelgas generales revolucionarias.
Cuando la prueba llegó finalmente en agosto de 1914, casi todos los partidos socialdemócratas (con la excepción del partido serbio y de los bolcheviques rusos) se alinearon con sus respectivas burguesías y aprobaron los créditos de guerra solicitados por los gobiernos. En varios países en guerra, los líderes socialdemócratas incluso entraron en el gobierno, como Jules Guesde y Marcel Cachin en Francia. En todos estos países, los partidos socialistas sumaron sus voces a la propaganda militarista, cubriéndola con un fino barniz de «izquierda».
En Gran Bretaña, el Partido Laborista se sumó a la «guerra del Derecho» (esto mientras el gobierno de Su Majestad acababa de invadir y anexionarxe las repúblicas sudafricanas). En Alemania, el Partido Socialdemócrata (SPD) proclamó que estaba defendiendo los derechos de los trabajadores frente a «la barbarie zarista», justo en el momento en que estos mismos derechos eran pisoteados por el gobierno alemán. En Francia, la dirección de la SFIO afirmó que ocupaba su lugar en la lucha por la «república universal» -, mientras se aliaba con la dictadura del zar Nicolás II.
La base material del reformismo
Esta traición por parte de los dirigentes «socialistas» tomó a todos por sorpresa. Cuando recibió el periódico del SPD anunciando la votación de los créditos de guerra por sus diputados, Lenin pensó, en un primer momento, que se trataba de una falsificación fabricada por el Estado Mayor alemán.
Este fracaso de las direcciones de la Segunda Internacional fue el resultado del reformismo que se había desarrollado poco a poco en la cúpula de la socialdemocracia desde la década de 1890. Debido al largo período de crecimiento que precedió a la guerra, las capas superiores de la clase obrera y el movimiento obrero se habían beneficiado del sistema capitalista en expansión, que tenía un margen de maniobra para conceder reformas a una fracción de los trabajadores. Esta capa social constituía la base del reformismo, siendo la que cuestionaba la necesidad de derrocar el sistema capitalista y defendía el punto de vista de su evolución «progresiva» hacia el socialismo.
Esta política condujo a la progresiva integración de la socialdemocracia a la vida política “normal” de las democracias burguesas europeas. La traición del 4 de agosto no fue más que la culminación y revelación de este proceso. Habiendo renunciado a la lucha contra el capitalismo, los líderes reformistas se vieron empujados a aceptar sus consecuencias y a apoyar a sus respectivos gobiernos en la masacre imperialista, ayudándoles a enviar a los trabajadores de Europa y de las colonias a matarse unos a otros en las trincheras.
La oposición a la guerra
A pesar de la dictadura de facto que se impuso en todos los países, la oposición a la guerra y a la política «socialchovinista» (en palabras de Lenin) de los dirigentes socialdemócratas empezó a organizarse. Sin embargo, muchos de los voceros de esta oposición se limitaban a reivindicar una línea «pacifista» reclamando una paz «justa» y el retorno a la situación anterior a la guerra, que era sin embargo la que había conducido a dicha guerra. El alemán Karl Kautsky y el francés Jean Longuet, por ejemplo, se negaban a romper con los líderes socialchovinistas y justificaban tanto el hundimiento de la Internacional (Kautsky consideraba que era imposible mantenerla en tiempo de guerra) como el voto a los créditos de guerra (que Longuet aprobaba a la vez que se proclamaba como ”pacifista»). Esta tendencia, en la práctica, les proporcionaba una cobertura de izquierda a los socialchovinistas.
Otros activistas, a menudo aislados, se dedicaron a una lucha revolucionaria inflexible contra la guerra. En diciembre de 1914, en Alemania, el diputado socialdemócrata Karl Liebknecht votó – en solitario – en contra de los créditos de guerra y les pidió a los trabajadores que lucharan contra la burguesía alemana, siguiendo su conocida fórmula: «el enemigo principal está en nuestro propio país». Luego fundó con Rosa Luxemburgo la Liga Espartaco, que intentaba unir a la izquierda revolucionaria en el seno del SPD. En Francia, Trotsky, por entonces exiliado, participó en la publicación de un periódico revolucionario, Nashe Slovo, y mantenía lazos con militantes revolucionarios franceses, entre ellos Pierre Monatte y Alfred Rosmer. El revolucionario balcánico Christian Rakovsky, por su parte, le respondió al socialchovinista Guesde mediante un extenso folleto, que fue publicado en Francia por Rosmer.
Exiliado en Suiza, Lenin defendió desde el comienzo de la guerra, la necesidad de combatirla con métodos revolucionarios, que se resumen en la fórmula de «derrotismo revolucionario». Esta idea es a menudo mal comprendida. Lenin se encontraba completamente aislado de las masas y esta fórmula no estaba dirigida a ellas. Se dirigía a los cuadros del partido bolchevique, muchos de los cuales quedaron influenciados por la propaganda «pacifista». Lenin quería fortalecer a sus camaradas y marcar una clara ruptura entre su posición revolucionaria, internacionalista, y la de los pacifistas.
Hacia la Tercera Internacional
Tanto para Lenin como para Karl Liebknecht, la prioridad del momento era dedicarse a la construcción de una nueva Internacional, que reuniera a todos los socialistas revolucionarios. Los bolcheviques dedicaron mucha energía a establecer contactos con las distintas “izquierdas” de los partidos socialistas europeos.
Para estos activistas, la necesidad de una conferencia internacional que resaltara la oposición de los socialistas revolucionarios a la guerra era evidente. Desde el comienzo de la gran masacre, ninguna reunión internacional había agrupado a los socialistas de los diferentes países en guerra. Organizada por la dirección del PS italiano y por Christian Rakovsky, la conferencia finalmente se celebró del 5 al 8 de septiembre de 1915 en Zimmerwald, Suiza. Pocos militantes pudieron asistir. Con su ironía habitual, Lenin comentó al llegar que «todos los internacionalistas de Europa cabían en dos coches.» A muchos delegados se les negó sus visados de salida, ya fuese en Alemania, Francia o Inglaterra. A pesar de que la mayoría de ellos estuvieran influenciados por las ideas pacifistas, Lenin logró organizar en torno a los bolcheviques una «izquierda de Zimmerwald», que desempeñaría el papel de embrión de la futura Tercera Internacional.
Encarcelado, Karl Liebknecht, envió un mensaje apelando a la lucha revolucionaria contra la guerra y a la construcción de una nueva Internacional “sobre las ruinas de la antigua y con cimientos más sólidos”. La conferencia publicó un manifiesto escrito por Trotsky, que destacaba el carácter imperialista de la guerra, señalaba la responsabilidad de las direcciones de los partidos socialistas y de la antigua Internacional – y llamaba a los trabajadores a la lucha por la paz y el socialismo. Lenin consideró que el texto no era lo suficientemente severo con los «centristas» y los «conciliadores» (los pacifistas de todos los matices). Sin embargo lo firmó, considerando que era «un paso en la dirección correcta», para romper con el socialchovinismo.
La conferencia de Zimmerwald fue un punto de inflexión en la política europea durante la guerra. Por primera vez desde agosto de 1914, la relación entre los socialistas de los países beligerantes se reanudó, a pesar de los gobiernos burgueses y de los esfuerzos de las direcciones de los partidos «oficiales». Permitió volver a levantar la bandera del socialismo revolucionario, abandonado por los socialchovinistas. Por último, Zimmerwald sentó las bases, todavía frágiles y vacilantes, para la fundación de la Tercera Internacional, que nació de las ruinas de la anterior, después de la revolución de octubre de 1917.