Por Jorge Martin y Andreas Nørgård
Una década después de que la revolución de 2010/11 echara al odiado dictador Ben Alí, una ola de protestas antigubernamentales ha sacudido Túnez. El gobierno ha sido derrocado en un golpe de Estado, pero no se puede confiar en ninguna facción burguesa. Las masas sólo pueden confiar en su propia fuerza. Es necesario un nuevo estallido revolucionario de los trabajadores y la juventud para conquistar un verdadero futuro.
Tras días de protestas masivas contra el gobierno en Túnez, el 25 de julio, el presidente del país, Kais Saied, intervino. Destituyó al gobierno y suspendió el parlamento, invocando poderes de emergencia.
Sacando el ejército a la calle, Saied reforzó la prohibición de las reuniones públicas y declaró el toque de queda nocturno.
En un discurso televisado en directo a la nación, Saied anunció que asumiría la autoridad ejecutiva del gobierno y que se haría cargo de la Fiscalía.
Además, Saied advirtió que «los que insulten al jefe de Estado serán plenamente responsables ante los tribunales», una advertencia a los opositores políticos y a cualquiera que se atreva a cuestionar la legitimidad de la toma del poder.
Para disuadir aún más cualquier resistencia, añadió: «Advierto a cualquiera que piense en recurrir a las armas… y a quien dispare una bala, las fuerzas armadas responderán con balas».
10 años después del derrocamiento del odiado Ben Alí, esta última crisis política pone de manifiesto cómo el capitalismo ha sido incapaz de resolver ninguno de los problemas que llevaron a los trabajadores y a los jóvenes a las calles en la revolución tunecina de 2010/11.
La chispa
La chispa inmediata de estos acontecimientos es una combinación de colapso económico (agravado por el impacto de la pandemia de COVID-19 en un país que depende del turismo) y la mala gestión de la pandemia por parte del gobierno.
El golpe de Estado no surgió de la nada, sino que fue la culminación de una larga crisis política. El sistema político está paralizado por un conflicto entre el presidente Kais Saied y el gobierno dirigido por el primer ministro Hichem Mechichi y Rached Ghannuchi. Este último lidera el mayor partido del parlamento: el partido islamista Ennahda, que ha gobernado Túnez casi de forma ininterrumpida desde la revolución de 2011.
Además de un bloqueo político, Túnez sufre una crisis económica agobiante agravada por la pandemia de COVID-19. Antes de la pandemia, la economía del país ya estaba en ruinas. Según las cifras del Banco Mundial, el crecimiento económico medio anual entre 2011 y 2019 fue de un mísero 1,5%.
Esto es lo que escribimos en 2019:
«La economía está estancada. Con un 7,5%, la inflación está en su nivel más alto en casi 30 años. El desempleo se mantiene en el 15% en general, aunque alcanza el 30% en algunas de las regiones más pobres, con un desempleo juvenil del 34%. Más de un tercio de los desempleados del país tienen títulos universitarios, algo que jugó un papel clave en el levantamiento revolucionario de 2011».
Esta situación fue el resultado de la profunda crisis del capitalismo tunecino. Varios gobiernos burgueses (tanto «islamistas» como «laicos») han mantenido una política de solicitud de préstamos al FMI, que venían acompañados de estrictas condiciones: recortes en el gasto público, privatización de empresas estatales, supresión de subvenciones a los productos básicos y despidos masivos de trabajadores del sector público.
Estas políticas agravaron aún más la crisis económica, haciendo que los trabajadores y los pobres pagaran todo el peso de aquélla, además de profundizar la dominación imperialista del país.
Durante los últimos 10 años se han producido repetidas oleadas masivas de protestas de los trabajadores y la juventud contra la docena de gobiernos débiles que se han sucedido. La revolución tunecina exigía «trabajo, pan y libertad». El derrocamiento de Ben Alí fue una gran victoria, que las masas ganaron a costa de sangre. El tirano desapareció, pero el régimen capitalista permaneció intacto.
Luego, la pandemia golpeó, llevando la economía al límite. El PIB de Túnez se redujo un 8,6% el año pasado, y otro 3% en el primer trimestre de este año. El turismo, una de las principales fuentes de divisas, se desplomó, al igual que la producción para la exportación.
Ya en enero hubo protestas masivas contra el desempleo, la corrupción, la mala gestión de la pandemia por parte del gobierno, por puestos de trabajo, etc. Las masas exigían «la caída del régimen» como lo habían hecho en 2010/11.
Luego, en junio, comenzó una tercera ola letal de COVID-19. El sistema sanitario, maltratado durante décadas por la falta de inversión y 10 años de contrarreformas y recortes, se vio desbordado, con gente muriendo en los pasillos y fuera de los hospitales por falta de recursos (camas de UCI, respiradores, oxígeno y EPIs).
La ministra de Salud admitió que el sistema sanitario estaba «colapsado». El número de muertos por el COVID-19 (oficialmente más de 18.000) es uno de los más altos del mundo en proporción a la población.
Ante una situación desastrosa y una tasa muy baja de vacunación, el gobierno decidió abrir centros de vacunación de emergencia durante la fiesta del Eid al-Adha. Miles de personas hicieron cola durante horas bajo un sol abrasador y con temperaturas récord, sólo para ser rechazadas por falta de vacunas. Esta fue la gota que colmó el vaso. Se convocaron protestas masivas contra el gobierno para el 25 de julio.
Los trabajadores y los jóvenes entran en escena
Los trabajadores y los jóvenes salieron a la calle, de forma espontánea, en todo el país. En varias ciudades las sedes de Ennahda fueron incendiadas por la multitud.
El presidente Kais Saied, profesor de derecho y aspirante a déspota que llegó al poder con una plataforma anticorrupción, es un hábil demagogo que aprovechó la situación para intervenir, utilizando los poderes de emergencia para suspender el parlamento y destituir al gobierno. En los medios de comunicación capitalistas se discute mucho sobre si esta medida fue constitucional o no. Eso es irrelevante. Lo que importa es el balance real de fuerzas.
Está claro que Saied tiene el apoyo del ejército. Los tanques estaban estacionados fuera del parlamento. El gobierno tenía muy poco apoyo público y el primer ministro destituido no se resistió, declarando que entregaría el poder de buen grado.
Al principio, hubo cierto júbilo entre los manifestantes, que se alegraron al ver que el gobierno contra el que luchaban había sido destituido. Los burócratas sindicales a la cabeza de la UGTT celebraron la toma de posesión de Saied. Algunos de los partidos nasseristas también expresaron su apoyo. Esta es una posición muy peligrosa.
El destituido gobierno capitalista de Ennahda era odiado con razón por las masas, pero Saied también es un político burgués en el que no se debe confiar. Su elección en 2019 fue en sí misma un rechazo a todo el establishment de la «transición democrática».
La primera vuelta estuvo marcada por la abstención masiva y la derrota de todos los partidos gobernantes (tanto ‘laicos’ como ‘islamistas’). Dos «outsiders» pasaron a la segunda ronda: el demagogo burgués Saied y el rico magnate de la televisión Karui, que tras su fachada de «independencia» era en realidad el candidato del antiguo régimen de Ben Alí.
Saied, experto constitucionalista, cultivó su imagen de «lealtad a los mártires de la revolución», combinando propuestas de reformas constitucionales «inteligentes» con un programa reaccionario en cuestiones democráticas (igualdad de género, despenalización de la homosexualidad, etc.).
Representa el intento de una parte de la clase dirigente de poner «orden y estabilidad», de acabar con las constantes disputas políticas, la fragmentación del parlamento y de gobernar el país con «mano fuerte y firme»… en beneficio del Capital.
Todavía no está del todo claro qué papel han desempeñado los actores extranjeros en el golpe de Estado de Saied, pero podemos decir con certeza que Turquía y Qatar, que habían respaldado y financiado a Ennahda, han salido perdiendo.
El Partido de los Trabajadores de Túnez (Parti des Travailleurs, antiguo PCOT) se ha opuesto correctamente a la toma de poder de Saied en una declaración bajo el título: «Corregir el camino de la revolución no se hará con golpes de Estado ni con el gobierno absolutista de un individuo».
La declaración denuncia correctamente al destituido gobierno de Ennahda «por haber provocado la devastación económica, la bancarrota financiera, la corrupción desenfrenada, el terrorismo, los asesinatos políticos, haber sumido al país en la dependencia y la deuda, y haber destruido todos los rincones de la vida de las mujeres y los hombres tunecinos».
A continuación, añade correctamente: «el cambio deseado no puede venir del apoyo al golpe de Kais Saied, ni aliándose de ninguna manera con el movimiento Ennahda».
Sin embargo, el PT pide a continuación a las masas «seguir expresando sus posiciones de forma pacífica y rechazar los llamamientos a la confrontación». Además, llama «a todas las fuerzas democráticas y progresistas, partidos, organizaciones, asociaciones, actores y personalidades a reunirse rápidamente en torno a un mecanismo de concertación para formular una visión unificada».
En lugar de la unidad de las fuerzas «democráticas y progresistas» «y de las personalidades», una organización comunista debería llamar a los trabajadores y a la juventud a confiar sólo en sus propias fuerzas, y a actuar independientemente de todas las facciones burguesas, por muy «democráticas y progresistas» que pretendan parecer.
¡Por un nuevo movimiento revolucionario!
Hace 10 años, cuando las masas de trabajadores y jóvenes tunecinos derrocaron al odiado Ben Alí, escribimos:
«Si se quiere llevar la revolución a sus conclusiones lógicas, y satisfacer las demandas de trabajo y dignidad, hay que expropiar a los ricos de la clase capitalista tunecina, a los bancos, industrias y empresas que apoyaron, respaldaron, financiaron y se beneficiaron de la dictadura. Sólo así, la riqueza del país creada por los trabajadores podrá ser puesta bajo el control de este mismo pueblo trabajador para satisfacer las necesidades de la población. Las aspiraciones de las masas tunecinas sólo pueden satisfacerse realmente mediante una revolución social, además de política: una revolución socialista.» (Túnez: rechazar la farsa de la unidad nacional – continuar la revolución hasta la victoria, 18 de enero de 2011)
Ahí está la tragedia de la revolución tunecina. El dictador fue derrocado, pero el régimen capitalista bajo dominación imperialista que representaba siguió en pie. Como resultado, la situación de las masas no ha cambiado fundamentalmente.
Túnez se había presentado como un modelo de «transición democrática», completada con una Asamblea Constituyente y una nueva Constitución. El país era «un raro ejemplo de éxito», según nos decían los comentaristas burgueses, ya que era el único que no había caído en la guerra civil ni había vuelto a la dictadura tras la Primavera Árabe.
Pero los jóvenes siguen sin empleo, obligados a tomar el peligroso camino de la migración en busca de un futuro. No hay futuro ni dignidad para las masas trabajadoras bajo el capitalismo. Estas son precisamente las condiciones que llevaron al levantamiento revolucionario de 2010/11. Ahora la situación se ha agravado por el impacto de la pandemia de COVID-19 y la forma criminal en que el gobierno ha tratado la vacunación.
Se necesita una nueva revolución, que arrase con todo el edificio del régimen capitalista y ponga a los trabajadores firmemente al mando. Túnez tuvo su Revolución de Febrero. Todavía necesita una Revolución de Octubre, y para ello es necesario construir un Partido Bolchevique.
Los trabajadores y la juventud tunecinos no deben confiar en los políticos burgueses. «Corregir el rumbo de la revolución» requiere un nuevo levantamiento revolucionario, que ponga a la clase obrera en el poder e inicie la transformación socialista de la sociedad: expropiando a los capitalistas y a las multinacionales, juzgando a los restos del viejo régimen, repudiando la deuda y utilizando los recursos del país en beneficio de la mayoría bajo un plan de producción democrático.
Una revolución así tendría un poderoso efecto en las masas de todo el Magreb, que 10 años después de la Primavera Árabe siguen anhelando trabajo, pan y justicia.
La tarea más urgente para las capas avanzadas entre los trabajadores tunecinos y la juventud revolucionaria, que han demostrado ua extraordinaria vitalidad, heroísmo y resiliencia durante más de una década, es la construcción de una tendencia marxista, armada con un claro programa socialista revolucionario que pueda llevar a nuestra clase a la victoria.
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