La crisis del capitalismo tiene muchas expresiones: nuevas guerras y conflictos interimperialistas, destrucción del medio ambiente, creciente abismo entre ricos y pobres, declive de la ciencia y la cultura, etc. Un síntoma especialmente llamativo del fracaso del capitalismo es su incapacidad para satisfacer la necesidad humana básica de una vivienda adecuada, incluso en los países más ricos.
Según una encuesta reciente de Gallup, más del 50% de los encuestados en los países de la OCDE no están satisfechos con la disponibilidad de una vivienda asequible. Esto representa un fuerte aumento con respecto al 30% anterior a la pandemia. En algunos países, como Estados Unidos, España y los Países Bajos, más del 60% de los encuestados están insatisfechos, mientras que en Portugal la cifra se acerca al 80%.
Según esta encuesta, la vivienda se ha convertido en la mayor fuente de insatisfacción en los países ricos. Y esto afecta a todas las generaciones. Para los veinteañeros, dejar el hogar paterno es cada vez más difícil. Si lo consiguen, a menudo aterrizan en viviendas hacinadas y caras.
Sin embargo, la situación no es mucho mejor para los treintañeros y cuarentones que están pensando en comprar una casa, ya que el aumento de los tipos de interés ha disparado los costes de las hipotecas. Esto hace muy difícil planificar la vida y formar una familia.
Para las generaciones mayores, muchos de los que ya tienen una hipoteca han visto cómo los tipos de interés subían inesperadamente en los últimos años. En palabras de un comentarista burgués:
«una de las razones por las que los estadounidenses [y no sólo ellos] están tan desencantados con el capitalismo es que el sueño nacional de la vivienda en propiedad ya no está al alcance de gran parte de la población».
El fuerte aumento del coste de los alquileres y las hipotecas pone los pelos de punta. En el Reino Unido, el coste de la vivienda en relación con el salario medio se ha duplicado en los últimos 25 años. En Estados Unidos, las cuotas mensuales de una hipoteca con un depósito bajo han pasado de unos 2.000 dólares en 2021 a más de 3.000 en la actualidad.
El problema no es sólo el coste, sino también la calidad de la vivienda. Para hacer frente a los pagos del alquiler, los trabajadores se hacinan en apartamentos minúsculos y a menudo comparten habitaciones o incluso camas, en algunos casos con completos desconocidos. La expresión más extrema de la crisis de la vivienda es el sinhogarismo, que ha aumentado bruscamente en todos los países capitalistas avanzados.
El año pasado, el número de personas sin hogar aumentó un 12% a escala internacional. En Estados Unidos, el país más rico del mundo, hay más de 650.000 personas viviendo en la calle según las estadísticas oficiales (aunque la cifra real puede ser mayor). En Portugal, el número de personas sin hogar ha crecido un 78% desde la pandemia.
Pero no todo el mundo está descontento. Al contrario, una pequeña minoría de parásitos adinerados está encantada. En palabras de un banquero italiano, 2023 ha sido «el mejor año de la historia». En efecto, para un puñado de capitalistas la situación actual no podría ser mejor. Bancos, propietarios, agentes de bolsa y sociedades de gestión de inversiones están obteniendo enormes beneficios.
En España, por ejemplo, los beneficios de los bancos aumentaron casi un 30% el año pasado debido a la subida de los tipos de interés de las hipotecas y otros préstamos. Todos los capitalistas están apretando las tuercas a la clase trabajadora: los empresarios, los caseros, los minoristas, los propietarios de plataformas digitales.
¿A qué se debe la crisis inmobiliaria? «Básicamente no hemos construido lo suficiente», responde un economista capitalista entrevistado por el Financial Times. Una respuesta sencilla, pero que parece contradecir los hechos. Un rápido vistazo a las cifras muestra que la industria de la construcción no está de brazos cruzados. El consumo de cemento en Estados Unidos no ha dejado de crecer en la última década. En la UE, la industria de la construcción también se ha expandido vigorosamente en los últimos años (con un paréntesis durante la pandemia).
El Financial Times responde a esta paradoja:
«los promotores inmobiliarios se dirigen a menudo a los hogares más ricos, lo que agrava la presión sobre las rentas más bajas».
Hablando claro, se están construyendo casas, sí, pero para los ricos. Los capitalistas están construyendo residencias secundarias para los ricos, hoteles caros o propiedades vacías para la especulación. A su vez, los propietarios se están dedicando a otras actividades especulativas más rentables.
Este fenómeno no es nuevo. En palabras de Engels:
«La razón de que en ellas [las viviendas obreras] no se haya invertido más capital es que las habitaciones caras dan todavía mayor beneficio a sus propietarios.»
La actual crisis del capitalismo ha intensificado la tendencia a la especulación y al derroche de lujo. Tras la crisis de 2008, los bancos centrales inyectaron miles de millones de dólares en el sector financiero. Pero esto apenas se tradujo en inversión productiva, ya que la demanda real permaneció anémica. Ese dinero se destinó más bien a todo tipo de actividades especulativas, incluidas las inmobiliarias. Al mismo tiempo, la creciente desigualdad inclina el mercado inmobiliario aún más hacia los ricos.
¿Qué están haciendo las autoridades para atajar este problema? Bajo la presión de las protestas masivas y la creciente indignación, algunos gobiernos han introducido subvenciones y exenciones fiscales para inquilinos y promotores, pero, escandalosamente, los bancos, la industria de la construcción y los propietarios se han quedado con todo ello sin bajar los precios. De hecho, sus «medidas» para aliviar la crisis de la vivienda se traducen en más subvenciones para los mismos parásitos responsables de la crisis.
Esta práctica, por ejemplo, se ha revelado recientemente en Portugal, donde los incentivos fiscales y las subvenciones no han hecho más que empujar los precios al alza. El derecho a la vivienda está consagrado en la mayoría de las constituciones, pero ningún Estado lo hace valer. Pero si la gente corriente se atreviera a dejar de pagar el alquiler o la hipoteca, pronto se encontraría con la policía llamando a su puerta con órdenes de desahucio. Tal es el carácter del Estado capitalista: un cuerpo armado especial para la defensa de la propiedad privada.
En la izquierda, los gobiernos reformistas de países como España han intentado estimular la construcción de viviendas asequibles y obstaculizar el desarrollo especulativo y orientado al turismo. Sin embargo, con escasos resultados. En el ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo, el gobierno de izquierdas de Ada Colau en 2015-23 prometió abordar la crisis de la vivienda pero, bajo su mandato, los precios de la vivienda literalmente se duplicaron. Esto no se debe a su deshonestidad personal ni a su corrupción. De hecho, aprobó una abundante legislación para tratar de mitigar la crisis.
El problema radica en su enfoque reformista, que intentaba dar una respuesta dentro de los límites del capitalismo. Pero no se puede controlar lo que no se posee. Los capitalistas invertirán donde haya más dinero que ganar. Los promotores inmobiliarios elegirán invertir su dinero en urbanizaciones de lujo u hoteles más rentables en lugar de en viviendas asequibles para la clase trabajadora. Los propietarios, grandes y pequeños, elegirán Airbnb en lugar de alquilar sus propiedades, o las venderán a un fondo de inversión, si así pueden ganar más dinero. Las reformas bienintencionadas se estrellarán contra estas leyes del capitalismo.
Hay casas de sobra para todos, y recursos para construir otras nuevas. Pero mientras la tierra y el capital sigan en manos de una pequeña camarilla de parásitos, los trabajadores seguirán asfixiados por los alquileres, las hipotecas y los desahucios. Para resolver la crisis de la vivienda, hay que expropiar a los capitalistas. Su riqueza, creada por la clase obrera, debe ponerse al servicio de las necesidades sociales mediante una planificación económica racional.
Como dijo Engels sucintamente:
«[La crisis de la vivienda] no podría existir sin penuria de la vivienda una sociedad en la cual la gran masa trabajadora no puede contar más que con un salario y, por tanto, exclusivamente con la suma de medios indispensables para su existencia y para la reproducción de su especie; una sociedad donde los perfeccionamientos de la maquinaria, etc., privan continuamente de trabajo a masas de obreros; donde el retorno regular de violentas fluctuaciones industriales condiciona, por un lado, la existencia de un gran ejército de reserva de obreros desocupados y, por otro lado, echa a la calle periódicamente a grandes masas de obreros sin trabajo; donde los trabajadores se amontonan en las grandes ciudades y de hecho mucho más de prisa de lo que, en las circunstancias presentes, se edifica para ellos, de suerte que pueden siempre encontrarse arrendatarios para la más infecta de las pocilgas; en fin, una sociedad en la cual el propietario de una casa tiene, en su calidad de capitalista, no solamente el derecho, sino también, en cierta medida y a causa de la concurrencia, hasta el deber de exigir sin consideración los alquileres más elevados. En semejante sociedad, la penuria de la vivienda no es en modo alguno producto del azar; es una institución necesaria que no podrá desaparecer, con sus repercusiones sobre la salud, etc., más que cuando todo el orden social que la ha hecho nacer sea transformado de raíz.».