En la última entrega de la respuesta a las calumnias de la Casa Blanca contra el socialismo, Alan Woods analiza el terrible costo económico y humano del imperialismo capitalista estadounidense. Señala la clara superioridad de una economía planificada y explica que una transición al socialismo en los Estados Unidos (dadas sus grandes fuerzas productivas) sería mucho más fácil que en países atrasados como era Rusia en 1917, y sería un avance colosal hacia la meta del socialismo mundial.
El Estado capitalista
Igual que en el campo de la economía, la idea de que todos los consumidores son iguales y «libres de elegir» es una abstracción sin sentido, en el campo de la política, la idea de que, en una democracia capitalista formal, la gente puede decidir quién gobierna su vida y destino es una abstracción igualmente hueca. Los políticos y los presidentes se compran y venden, igual que cualquier otro producto en la economía de mercado. Y este control oligárquico anula la democracia, que se reduce al nivel de una farsa vacía y sin sentido.
Para romper el poder de la oligarquía y poner el control real en manos de la gente, es absolutamente necesario romper el poder económico de la clase dominante. La condición previa para el socialismo es la expropiación del gran capital, los grandes bancos y corporaciones que realmente gobiernan la sociedad. Para controlar la economía, es necesario eliminar por completo la propiedad privada de estos sectores dominantes.
Ésa es la única manera de destruir la dictadura del capital y crear un sistema económico bajo propiedad y control de la mayoría, no de una minoría privilegiada de familias obscenamente ricas. Sin embargo, esta medida extremadamente democrática y necesaria se retrata en los términos más siniestros, implicando de alguna manera que los derechos y libertades de los ciudadanos comunes cederían a algún tipo de Estado totalitario monstruoso.
Esto no tiene sentido. Es el sistema actual el que es profundamente antidemocrático. Es el dominio de una minoría no responsable ante nadie, no elegida e impune la que ejerce un control despótico y asfixiante sobre la vida de las personas. Bajo el sistema actual, poco importa quién sea elegido para el Congreso y la Casa Blanca, porque Wall Street extiende sus tentáculos a todos los niveles de la vida política.
La burocracia federal es un monstruo. Se compone de aproximadamente 2,6 millones de empleados, además de muchos subcontratados independientes. La mayor parte de la burocracia se dedica a aplicar la ley. Hay 17.985 agencias de policía en los Estados Unidos, que incluye a la policía del campus universitario, departamentos del sheriff (policía de los condados), policía local y agencias federales. La naturaleza represiva del Estado es cada vez más obvia, con numerosos casos de policías que asesinan a personas, la mayoría de las veces, negros y latinos. Y la población carcelaria está aumentando vertiginosamente.
Según la Oficina de Estadísticas de Justicia estadounidense (BJS), 2.220.300 adultos fueron encarcelados en prisiones estatales y federales de EE. UU. y cárceles de condado en 2013. En octubre de 2013, la tasa de encarcelamiento de los Estados Unidos fue la más alta del mundo, 716 presos por cada 100.000 habitantes de la población nacional. Si bien Estados Unidos representa alrededor del 4,4 por ciento de la población mundial, alberga a alrededor del 22 por ciento de los prisioneros del mundo. El costo promedio de encarcelamiento de reclusos federales en 2015 fue de 31.977,65 dólares por persona (87,61 dólares por día).
Este enorme aparato de represión es necesario porque una pequeña minoría de explotadores gobierna sobre la abrumadora mayoría. Constituye una enorme carga para la riqueza y los recursos de la sociedad. El costo de mantener a este ejército hinchado de burócratas federales fue de aproximadamente 58 mil millones de dólares al año en 2015. Supone alrededor del 14 por ciento del conjunto del gasto gubernamental y alrededor del 16 por ciento de sus ingresos.
El verdadero coste del militarismo
El gasto militar es otro desagüe colosal. Donald Trump ha firmado lo que su Administración llama el mayor presupuesto militar en la historia de los Estados Unidos: 717 mil millones de dólares. Atendiendo a lo que dice parece que pretende aumentar esa cifra en el futuro. De hecho, los contribuyentes estadounidenses destinarán aproximadamente 6 billones de dólares al Pentágono durante la próxima década, ya que se estima que los costos militares alcancen niveles un 20 por ciento superiores a su máximo durante la Guerra Fría, según la Oficina de Presupuestos del Congreso.
El asunto no termina ahí. La participación constante de los EE. UU. en aventuras militares extranjeras es un drenaje interminable que pone a prueba los recursos de la nación más rica del mundo. Y estas cifras no incluyen el costo de las llamadas «operaciones de contingencia en el extranjero». Eso es una jerga militar para los miles de millones de dólares gastados fuera del presupuesto cada año en la interminable «Guerra contra el Terrorismo».
Estados Unidos se embarcó en la llamada guerra global contra el terrorismo tras los ataques del 11 de septiembre, que mataron a casi 3.000 personas, orquestados por el grupo islamista, Al Qaeda. Semanas más tarde, Estados Unidos encabezó una invasión en Afganistán, que en ese momento estaba controlada por los aliados de Al Qaeda, los talibanes.
En marzo de 2003, Washington derrocó al presidente iraquí Saddam Hussein, acusándolo de poseer armas de destrucción masiva y albergar a organizaciones terroristas anti-estadounidenses. Ambas afirmaciones eran falsas. A pesar de las repetidas afirmaciones de que Estados Unidos poseía «pruebas irrefutables» de que Irak poseía «armas de destrucción masiva», nunca se encontraron tales armas. Fue una mentira descarada diseñada para engañar al público estadounidense y justificar la invasión y ocupación de un Estado soberano.
La afirmación de que Irak estaba albergando a organizaciones terroristas yihadistas como Al Qaeda, y que de alguna manera estaba vinculado al ataque a las Torres Gemelas fue otra mentira. Se olvida convenientemente que, en los ataques contra las Torres Gemelas, de los 19 terroristas que secuestraron los aviones, 15 eran ciudadanos saudíes. No había un sólo iraquí entre ellos, y de hecho, Saddam Hussein era un enemigo acérrimo de Al Qaeda, que no tenía base en Irak. Sin embargo, no fue Arabia Saudita la que fue invadida, sino Irak.
Dejando a un lado lo que se pueda decir sobre Saddam Hussein, el hecho es que era un gobernante laico e implacablemente hostil al extremismo islamista. Suprimió sin piedad toda oposición, incluida la de los yihadistas. Sólo después de la destrucción del Estado iraquí a causa de la invasión de los Estados Unidos, Al Qaeda logró construir una base sólida (transformándose en el «Estado Islámico») y, a pesar de los contratiempos, todavía representa una amenaza en la actualidad.
En su día se calculó que la «Guerra contra el Terrorismo» agregó 2,1 billones de dólares a la enorme deuda de los Estados Unidos: alrededor del 10 por ciento del total. Los contribuyentes gastaron más de 800 mil millones de dólares sólo en la guerra de Irak. Se dice que los 2,1 billones gastados en la Guerra contra el Terrorismo han creado 18 millones de empleos. Pero si se hubiera dirigido a la educación, habría creado casi 38 millones de empleos. Eso nos da una idea del colosal despilfarro causado por el gasto de armas.
Sin embargo, ahora parece que incluso esta estimación desorbitante subestima la cantidad total. El Proyecto de los Costos de la Guerra en el Instituto Watson de la Universidad de Brown publicó recientemente una estimación del dinero de los contribuyentes que se destinó a la llamada Guerra contra el Terrorismo. Desde el 12 de septiembre de 2001 hasta el año fiscal 2018, la factura ascendió a casi 6 billones de dólares (incluidos los costos futuros del cuidado de los veteranos). En promedio, eso es al menos 23.386 dólares por contribuyente.
Este estudio incluye tanto los gastos del Pentágono como su cuenta de Operaciones de contingencia en el extranjero; y «gastos relacionados con la guerra por parte del Departamento de Estado, gastos pasados y obligatorios para el cuidado de los veteranos de guerra, intereses sobre la deuda contraída para pagar las guerras y la prevención y respuesta al terrorismo por parte del Departamento de Seguridad Nacional».
«Los Estados Unidos se han apropiado y están obligados a gastar un estimado de 5,9 billones de dólares en la guerra contra el terrorismo hasta el año fiscal 2019, incluidos los gastos directos de guerra y los relacionados con la guerra y las obligaciones para gastos futuros de los veteranos de guerra posteriores al 11 de septiembre.”
El informe concluye:
“En resumen, los altos costos en la guerra y el gasto relacionado con la guerra plantean una preocupación de seguridad nacional porque son insostenibles. La ciudadanía se merecería una mayor transparencia y el desarrollo de una estrategia integral para poner fin a las guerras y tratar otras prioridades urgentes de seguridad nacional».
En 2014, los Estados Unidos reunieron una coalición internacional para combatir al ISIS, que se ha extendido desde Irak a la vecina Siria y más allá. La alianza militar occidental de la OTAN liderada por Estados Unidos intervino en Libia y ayudó a los insurgentes a derrocar a Muammar Gaddafi, dejando a la nación en un estado de caos indescriptible, anarquía y guerra civil. Bajo Gaddafi, Al Qaeda no era una fuerza seria en Libia. Ahora prospera allí y está extendiendo sus tentáculos en el África subsahariana.
El informe también encontró que «el ejército de EE. UU. está realizando actividades de contraterrorismo en 76 países, o alrededor del 39 por ciento de las naciones del mundo, expandiendo [su misión] en todo el mundo». Además, estas operaciones «han estado acompañadas por violaciones de los derechos humanos y libertades civiles, en los Estados Unidos y en el extranjero».
El costo humano de estas aventuras extranjeras ha sido enorme. En general, el informe estimó que «entre 480.000 y 507.000 personas murieron en las guerras posteriores al 11/9 en Irak, Afganistán y Pakistán». Esta cifra «no incluye las más de 500.000 muertes por la guerra en Siria, propagada desde 2011», cuando un levantamiento rebelde y yihadista respaldado por Occidente desafió al gobierno, un aliado de Rusia e Irán.
El número de muertes puede ser mucho mayor y también está compuesto por cientos de miles de muertos por los efectos secundarios de tales conflictos. El Instituto Watson también calculó que el costo humano combinado para EE. UU. a lo largo de sus acciones en Afganistán, Irak y Pakistán fue de 6.951 soldados, 21 civiles y 7.820 contratistas.
El informe dice:
“Aunque a menudo sabemos cuántos soldados estadounidenses mueren, la mayoría de los otros datos son, hasta cierto punto, inciertos. De hecho, es posible que nunca sepamos el total de muertes directas en estas guerras. Por ejemplo, decenas de miles de civiles pueden haber muerto al reconquistar Mosul y otras ciudades del ISIS, pero es probable que sus cuerpos no hayan sido recuperados.
«Además, este recuento no incluye ‘muertes indirectas’. El daño indirecto ocurre cuando la destrucción de las guerras conduce a consecuencias ‘indirectas’ a largo plazo para la salud de las personas en zonas de guerra, por ejemplo, debido a la pérdida de acceso a alimentos, agua, instalaciones sanitarias, electricidad u otras infraestructuras».
Saddam Hussein y Muammar Gaddafi fueron dictadores brutales y para nada amigos de las masas oprimidas. Pero, ¿puede alguien decir honestamente que Irak y Libia son más seguros y más estables tras la devastación de estos países por el imperialismo? ¿Y qué hay de Afganistán? Después de 17 años (más que la guerra de Vietnam), el gasto de billones de dólares y la terrible pérdida de vidas, el país es un atolladero sangriento en el que los talibanes amenazan el 70 por ciento del territorio.
A pesar de las rápidas victorias iniciales en Irak y Afganistán, el ejército de Estados Unidos ha estado plagado de insurgencias en curso, y no sólo en estos países. La invasión de Irak desestabilizó toda la región. Esto obligó a EE. UU. a expandir sus «operaciones de contraterrorismo» más allá del Medio Oriente, a Libia, Pakistán, Somalia y Yemen.
Estas infinitas aventuras militares no hacen que Estados Unidos sea más seguro o más fuerte. Tampoco hacen que la amenaza terrorista sea más débil. Por el contrario, los terroristas locos son cada vez más numerosos. Prosperan en la inestabilidad causada por la intervención militar de Estados Unidos. El mundo es ahora un lugar mucho más inestable y peligroso de lo que era en 2001. La invasión de Irak generó una enorme ola de resentimiento y odio que tendrán que ser pagadas por innumerables víctimas en el futuro, tanto fuera de las fronteras de Estados Unidos como dentro de ellas.
El nazi Hermann Göring dijo una vez: “¡Cañones en lugar de mantequilla! Los cañones nos harán fuertes. La mantequilla sólo nos hará gordos”. Pero el gasto de armas colosales de Estados Unidos, que hace que el programa de rearme de Hitler parezca liliputiense, no ha hecho nada para restaurar la grandeza de Estados Unidos. En un mundo desgarrado por guerras constantes que son un reflejo de la crisis del capitalismo, EE. UU. se ve arrastrado cada vez más a un atolladero sangriento.
En febrero, el presidente Trump se quejó de que «hemos gastado 7 billones de dólares en el Medio Oriente», y agregó «qué error». Semanas más tarde, le dijo a sus asesores militares que prepararan un plan para retirarse de Siria, ya que la guerra contra el ISIS entró en su fase final. Pero desde entonces, la intervención militar de EE. UU. en Siria ha continuado e incluso se ha intensificado, arrastrando un conflicto sin sentido que ya ha costado demasiadas vidas.
Todo esto recuerda una de las famosas palabras del historiador romano Tácito:
«Y cuando han creado un desierto, lo llaman Paz».
¡Los trabajadores deben tomar el poder!
El socialismo es democrático o no es nada. Significa tomar el control de la sociedad de las manos de una élite codiciosa, irresponsable y corrupta y ponerla en manos de la abrumadora mayoría. Esto significa el derrocamiento del Estado existente y su reemplazo por un nuevo tipo de Estado. Engels describe al Estado como «un poder, que aparentemente está por encima de la sociedad […] pero que se coloca por encima de ella, y se aleja cada vez más».
Estas palabras son una descripción precisa de la situación actual. El Pentágono, el Departamento de Seguridad Nacional, la industria nuclear y armamentística de EE. UU. y el resto de lo que solía llamarse el Complejo Militar-Industrial se ha convertido en un Estado dentro de un Estado, con sus propios intereses, que disfruta de un poder colosal y de una influencia sobre el Gobierno central. Trump descubrió a su costa que las agencias de inteligencia que se supone que están al servicio del pueblo, en realidad no sirven a nadie más que a sí mismas y al sistema capitalista cuyos intereses representan.
Los defensores del capitalismo solían señalar a Rusia y China y decir a los ciudadanos de los Estados Unidos: «¿Quieren socialismo? Eso es socialismo! El gulag, la KGB, la dictadura, espías en cada esquina, hacer fila durante horas por una barra de pan o una pastilla de jabón. ¿Realmente quieren eso?». Y el ciudadano aterrorizado sacudiría la cabeza y diría:» ¡No, gracias! ¡Eso no es para mí!»
Por supuesto, nadie en su sano juicio quiere las cosas descritas anteriormente. Pero estas cosas no son en absoluto subproductos necesarios de un plan de producción socialista. Son precisamente los productos de países económicamente atrasados, donde no existían las condiciones materiales para el socialismo. Y eso es muy diferente de la situación en Estados Unidos.
Mientras que en Rusia y China, las fuerzas productivas se encontraban en un nivel muy bajo cuando tuvieron lugar sus revoluciones (y ése también fue el caso de Venezuela, con la excepción parcial de la industria petrolera) en Estados Unidos, las fuerzas productivas se han elevado a un nivel muy alto. La población estadounidense disfruta de un alto nivel de alfabetización y una fuerte tradición de democracia, todo lo cual estaba ausente en los países mencionados.
Defendemos el control de los bancos y las industrias por parte del Estado, pero también defendemos el control democrático del Estado por parte de todo el pueblo. Bajo un régimen de control y gestión de los trabajadores, todas las palancas del poder económico estarían en manos de los propios trabajadores. Las personas que realmente producen toda la riqueza de la sociedad deben poseer y controlar las fuerzas productivas.
En primer lugar, esto significa transferir la riqueza de la sociedad y las fuerzas productivas de manos privadas a manos del Estado. Pero el futuro Estado proletario no tendrá nada en común con el actual monstruo burocrático que es el poder estatal de los banqueros y capitalistas. La revolución socialista eliminará el viejo Estado de los explotadores y opresores y creará un nuevo poder estatal genuinamente democrático, que será más pequeño, más responsable e infinitamente más económico de manejar.
¿Cómo será el Estado de los trabajadores? Hace poco más de un siglo, Lenin respondió a esa pregunta en una famosa obra titulada, El Estado y la revolución, en la que explicaba las condiciones fundamentales, no para el socialismo o el comunismo, sino para las primeras fases del poder obrero. Estas condiciones pueden resumirse como sigue:
- Elecciones libres y democráticas, con derecho de revocación de todos los funcionarios.
- Ningún funcionario recibirá un salario más alto que el de un trabajador cualificado.
- Ningún ejército ni policía, sino el pueblo armado (una milicia popular).
- Poco a poco, todas las tareas de administración del Estado de la sociedad serán realizadas por todo el pueblo, por turnos. Cuando todos son burócratas, nadie es burócrata.
Medidas como éstas garantizarían que el Estado de los trabajadores estadounidenses sea genuinamente democrático y representativo. Sería la verdadera realización de las aspiraciones democráticas que han inspirado al pueblo estadounidense desde la Revolución Americana y la Guerra Civil, que en realidad fue una segunda Revolución Americana.
Esta es la verdadera cara de la revolución socialista. No tiene nada en común con el Estado burocrático totalitario del estalinismo. Por el contrario, es una concepción democrática de la sociedad que está totalmente en línea con las tradiciones democráticas y revolucionarias básicas del país, tradiciones que han sido sistemáticamente reducidas bajo el sistema actual de la oligarquía capitalista.
La transición al socialismo
El documento de la Casa Blanca dice:
“Las soluciones propuestas incluyen sistemas universales, tasas impositivas elevadas (‘cada cual según sus capacidades’) y políticas públicas que distribuyen gran parte de los bienes y servicios de la nación de forma ‘gratuita’ (‘a cada cual según sus necesidades’). «Donde difieren es en que los socialistas democráticos contemporáneos denuncian la brutalidad estatal y permitirían que los individuos posean de manera privada los medios de producción en muchas industrias».
Aquí se da un cúmulo de confusiones. Los autores tienen un vago recuerdo de que el socialismo es algo que tiene que ver con «de cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades». Pero para empezar, esta fórmula no tiene nada que ver con la tributación. De hecho, Marx utilizó esta formulación para describir la situación que existiría en una sociedad completamente sin clases. En una sociedad así, sobre la base de un desarrollo muy alto de las fuerzas productivas, con el consiguiente aumento de la riqueza y la cultura, llegaríamos a una situación en la que cada persona contribuiría a la sociedad en función de lo que su potencial físico y mental le permitiera. A cambio, recibiría todo lo necesario para vivir una vida fructífera y genuinamente humana.
Marx no era un utópico. Era muy consciente de que no todos tenemos el mismo potencial. No todo el mundo es un potencial de Darwin, Einstein o Rembrandt. Sin embargo, cada ser humano tiene algún potencial y debería tener la posibilidad de desarrollar ese potencial al máximo. Cada hombre y cada mujer deben poder contribuir a la sociedad de la mejor manera posible. A cambio, pueden esperar recibir el derecho a vivir una existencia civilizada.
Durante el período de transición, como Marx explicó muy claramente en su Crítica al Programa de Gotha, no se puede plantear la introducción inmediata del principio «de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades». Esto es lo que escribía:
“Pero unos individuos son superiores, física e intelectualmente a otros y rinden, pues, en el mismo tiempo, más trabajo, o pueden trabajar más tiempo; y el trabajo, para servir de medida, tiene que determinarse en cuanto a duración o intensidad; de otro modo, deja de ser una medida. Este derecho igual es un derecho desigual para un trabajo desigual. No reconoce diferencias de clase, porque cada individuo no es más que un trabajador como los demás; pero reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las desiguales aptitudes de los individuos y, por consiguiente, la desigual capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la aplicación de una medida igual; pero los individuos desiguales (y no serían distintos individuos si no fuesen desiguales) sólo pueden medirse por la misma medida siempre y cuando que se los coloque bajo un mismo punto de vista y se los mire solamente en un aspecto determinado; por ejemplo, en el caso dado, sólo en cuanto obreros, y no se vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás. Prosigamos: un obrero está casado y otro no; uno tiene más hijos que otro, etc., etc. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, uno obtiene de hecho más que otro, uno es más rico que otro, etc. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual.
“Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista después de un largo y doloroso alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la estructura económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado.
“En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora del individuo a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y fluyan más abundantemente los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!”
(Marx-Engels Selected Works, 1970, Vol.3)
Es imposible saltar directamente de la jungla capitalista a la forma superior del socialismo sin un período de transición, que Marx describió como la fase inferior del comunismo. Durante este período, existiría la desigualdad de ingresos, aunque el diferencial sería mucho menor que la obscena desigualdad que existe hoy en día, y tenderá a reducirse aún más a medida que el trabajo no cualificado se convierta en algo del pasado.
La duración de este período de transición estaría determinada por el nivel inicial de desarrollo de las fuerzas productivas, la técnica, la cultura, etc. en una sociedad determinada. En Rusia, en 1917, los bolcheviques tomaron el poder en un país extremadamente atrasado, con una base industrial estrecha y una población en gran parte analfabeta. Por lo tanto, en Rusia, el período de transición asumió un carácter particularmente difícil y doloroso.
Lenin y Trotsky entendieron muy bien que las condiciones materiales para la construcción del socialismo estaban ausentes en Rusia, y que requeriría la victoria de la revolución socialista en uno o más países avanzados (Alemania, por ejemplo) para avanzar en la dirección del verdadero socialismo. Los problemas a que se enfrentó la joven república soviética fueron producto de un atraso económico y cultural extremo. Fueron estas condiciones objetivas las que llevaron a la degeneración burocrática de la Revolución Rusa, que terminó en la abominación del totalitarismo estalinista.
Pero en un país capitalista avanzado como Estados Unidos, con su potencial productivo colosal, su población educada y sus tradiciones democráticas, el avance hacia el socialismo se lograría de manera mucho más fácil, mucho menos dolorosa y mucho más rápida que en el caso de la atrasada Rusia.
La superioridad de una economía socialista planificada
¿Qué efecto tendría sobre la producción la nacionalización de los bancos y monopolios? Nuestros amigos en la Casa Blanca hablan de un colapso de tal vez el 40 por ciento «a largo plazo». Esto es una vez más una cifra que alguien se ha sacado de la manga. En ningún momento exponen prueba alguna para respaldar este dato. Pero creemos que estamos en condiciones de demostrar exactamente lo contrario. Nos referimos una vez más a un ejemplo concreto de lo que podría lograr una economía planificada.
Bajo condiciones espantosas de atraso económico, social y cultural, los bolcheviques comenzaron la tarea titánica de sacar a Rusia fuera del atraso sobre la base de una economía planificada nacionalizada. En el transcurso de dos décadas, Rusia estableció una base industrial poderosa, desarrolló la industria, la ciencia y la tecnología y abolió el analfabetismo. En un período de 50 años, la URSS aumentó su producto interno bruto nueve veces.
A fines de la década de 1970, la Unión Soviética era una potencia industrial formidable, que en términos absolutos ya había superado al resto del mundo en toda una serie de sectores clave. La URSS era el segundo mayor productor industrial del mundo después de los EE.UU. Y el mayor productor de petróleo, acero, cemento, tractores y muchas otras maquinarias.
Tampoco se expresa el alcance total del logro en estas cifras. Además, el desempleo como en Occidente era desconocido en la Unión Soviética. La URSS tenía un presupuesto equilibrado e incluso generaba un pequeño superávit cada año. Ningún gobierno occidental ha tenido éxito en lograr resultados como éstos. El déficit del presupuesto federal de los EE.UU. fue de 665 mil millones de dólares en 2017, en comparación con los 587 mil millones en 2016, un aumento de 82 mil millones, o alrededor del 13 por ciento. En este momento, la deuda pública de los EE.UU. es de aproximadamente 20 billones, habiendo aumentado en un sorprendente 115 por ciento en la última década.
Además, durante la mayor parte del período de posguerra, hubo poca o ninguna inflación en la URSS. Este fue particularmente el caso con el precio de los artículos básicos de consumo. A principios de la década de 1980, el precio del pan, el azúcar y la mayoría de los precios de los alimentos no había aumentado desde 1955. Los alquileres eran extremadamente bajos, casi gratuitos, e incluían electricidad y gas gratuitos ilimitados. Compárese simplemente esto con Occidente, donde la mayoría de los trabajadores tienen que pagar un tercio o más de su salario en la vivienda y el alto costo de la vivienda hace que la propiedad de la vivienda esté fuera del alcance de millones de personas y condena a muchos más a la falta de ella.
En la década de 1980, la URSS tenía más científicos que EE.UU., Japón, Gran Bretaña y Alemania juntos. Solo recientemente, Occidente se vio obligado a admitir a regañadientes que el programa espacial soviético estaba muy por delante del de Estados Unidos. Los críticos occidentales de la Unión Soviética guardaron silencio sobre esto, porque demostraba las posibilidades de una economía apenas en transición, sin ni siquiera hablar de socialismo en toda regla.
Entonces, si estos resultados fueron posibles sobre la base de una economía semi-feudal muy atrasada con una población analfabeta, no hace falta ser un genio para comprender que se lograrían resultados mucho mayores mediante la aplicación de la planificación socialista democrática a una economía avanzada e industrializada como la de Estados Unidos. Todo el vasto potencial productivo no utilizado de esta poderosa tierra se movilizaría para satisfacer las necesidades humanas. Todos los hombres y mujeres sanos serían invitados a participar en la reconstrucción socialista de América. Un programa acelerado de construcción de viviendas eliminaría el flagelo de la falta de vivienda y reconstruiría la infraestructura desmoronada del país.
Liberada del control de la oligarquía parasitaria de banqueros y capitalistas, sobre la base del control y la gestión democrática de los trabajadores, la economía estadounidense avanzaría a pasos agigantados. Bajo un plan de producción socialista democrático, una tasa de crecimiento anual del 10 por ciento sería un objetivo bastante modesto. Esto significaría la duplicación de la riqueza colectiva de Estados Unidos en el espacio de dos planes quinquenales. Lejos de colapsar, los niveles de vida se elevarían a un nivel nunca visto en la historia. Las horas de trabajo podrían reducirse drásticamente, dando a las personas tiempo para desarrollarse mental, física y espiritualmente.
Lejos de ser una utopía imposible, ya tenemos en nuestras manos el potencial productivo, basado en la ciencia y la tecnología modernas, para garantizar un futuro basado en un nivel de prosperidad que pueda satisfacer todas las necesidades humanas, sin la necesidad de una lucha animal por la existencia. ¿Es éste realmente un objetivo más allá de la capacidad de la raza humana para lograrlo? Sólo un misántropo ignorante y de mente estrecha se atrevería a decirlo.
Una vez que la poderosa economía estadounidense se libere del dominio de los bancos y monopolios privados, sería posible reorganizar las fuerzas productivas de manera armoniosa y planificada, lo que garantizaría a todos los hombres, mujeres y niños un nivel de vida mucho más alto del que tienen en la actualidad.
La participación democrática de la clase obrera, que es la condición previa para la construcción del socialismo, sería un asunto muy simple, dado el hecho de que los Estados Unidos poseen una población educada. La aplicación general de la tecnología moderna (computadoras, calculadoras, teléfonos inteligentes y otras maravillas de la ciencia moderna) haría que las tareas de contabilidad y control sean accesibles para todos, proporcionando una base sólida para la introducción del control y la administración de los trabajadores a todos los niveles de la industria y la economía.
Liberados de la necesidad de luchar por las necesidades básicas, las personas serían libres de perseguir sus intereses y desarrollar su potencial al máximo. Las escuelas y universidades estarían abiertas para todos los ciudadanos que deseen mejorar su conocimiento de la ciencia, la cultura y las artes. El acceso al aprendizaje y la cultura sería proporcionado por el Estado, sentando las bases para un nuevo renacimiento del arte, la pintura, la música, la literatura y la arquitectura. Ése sería un primer paso de gigante en el logro del objetivo final: una federación socialista de todo el mundo.
Sin embargo, un mundo así será posible solo después de que la humanidad se libere del yugo parasitario del capitalismo. Y ésta es precisamente la razón por la que los señores del Consejo de Asesores Económicos están tan dispuestos a advertir al pueblo estadounidense contra esa perspectiva.