El reverendo Thomas Malthus adquirió notoriedad como ardiente defensor de la pobreza y la desigualdad en el siglo XIX, al explicar que los pobres no lo eran a causa de la explotación o la injusticia, sino porque simplemente eran demasiados y, por tanto, no podían ser abastecidos por los limitados recursos de la humanidad. En la actualidad, las ideas de Malthus siguen circulando constantemente bajo distintas formas e incluso han adquirido cierta influencia en la izquierda. En este artículo, Adam Booth se basa en la crítica de Marx y Engels a Malthus para exponer la falsedad y las implicaciones reaccionarias de estas ideas en la actualidad.
La civilización occidental se desmorona bajo la presión de un enjambre de inmigrantes que nos roban nuestros empleos y viviendas. Los presupuestos públicos se ven desbordados por un ejército zombi de octogenarios con un apetito insaciable de asistencia social y sanitaria. El planeta arde porque está habitado por demasiada gente, porque vivimos por encima de nuestras posibilidades.
Todo esto, y más, se declara regularmente como un hecho en las portadas de la prensa burguesa.
Todas estas afirmaciones, de una forma u otra, son un reflejo moderno de las ideas reaccionarias del reverendo Thomas Malthus, un clérigo y economista de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuyo nombre es hoy sinónimo del campo de la demografía y, en particular, de la teoría de que la superpoblación es la culpable de todos los males de la sociedad.
En última instancia, es la ideología maltusiana la que sustenta los ataques xenófobos de la derecha contra inmigrantes y refugiados. Mientras tanto, la clase dirigente liberal difunde perniciosamente argumentos comparables para culpar a los ancianos de la crisis de la sanidad pública y los sistemas de pensiones. Son los boomers (nacidos en el boom de la posguerra), se nos dice de forma similar, los que aparentemente impiden a los millennials y a la Generación Z comprar una casa o encontrar un trabajo decente, no el caos del capitalismo y la anarquía del mercado.
Sin embargo, hoy en día el maltusianismo no sólo es repetido hasta la saciedad por los representantes de la clase dominante. Por desgracia, muchos de los llamados “izquierdistas” también han absorbido estas ideas, conscientemente o no, en forma de la teoría del “decrecimiento” y otras creencias similares que prevalecen en el movimiento ecologista.
Con tales afirmaciones y conceptos extendidos por todo el espectro político, es vital que nosotros, como marxistas, nos armemos con una comprensión adecuada del maltusianismo, y con una clara respuesta socialista a estos disparates.
Paladín de la reacción
Malthus es famoso -o tristemente célebre- por su teoría sobre las leyes de la población y la producción, que esbozó inicialmente en un texto titulado Ensayo sobre el principio de la población. La primera edición de este tratado se publicó en 1798, poco después del estallido de la Revolución Francesa.
La coincidencia no fue casual. La revolución francesa había inspirado a escritores románticos y socialistas utópicos de toda Europa, por no hablar del incipiente movimiento obrero. En Gran Bretaña, la clase dirigente estaba aterrorizada por el impacto radicalizador que los acontecimientos del otro lado del Canal estaban teniendo en su país y en las colonias. El mismo año de la publicación del ensayo de Malthus, por ejemplo, estalló la rebelión irlandesa contra el dominio británico, dirigida por la Sociedad de Irlandeses Unidos, un grupo republicano influido por los ideales revolucionarios de sus hermanos franceses.
Conmovidos por estos acontecimientos, pensadores como William Godwin en Inglaterra comenzaron a especular sobre el infinito potencial de una sociedad futura basada en la ciencia y la razón, creyendo que no había límites para el progreso humano.
La clase dominante consideraba muy peligrosa esta propaganda. Y en Malthus encontraron un defensor que estaba más que dispuesto a luchar por ellos; alguien que ofrecía una refutación teórica a los utopistas y defendía el statu quo en bancarrota del capitalismo.
La primera edición del ensayo de Malthus, en este sentido, fue escrita explícitamente como una respuesta a Godwin y compañía. En sus propias palabras, junto con otros abanderados de las fuerzas del conservadurismo y la reacción, como Edmund Burke, pretendía proporcionar un “argumento [que] sea concluyente contra la perfectibilidad de la masa de la humanidad”.
En resumen, Malthus afirmaba que, abandonados a su suerte, sin barreras ni restricciones materiales, los seres humanos se multiplicarían a un ritmo geométrico: 1, 2, 4, 8, 16, y así sucesivamente. Sin embargo, sugirió que nuestra capacidad para producir alimentos -cultivar y criar animales- sólo podría aumentar a un ritmo aritmético: 1, 2, 3, 4, 5, etc.
El resultado, según nuestro célebre clérigo, es que los números de la humanidad están constantemente sujetos a “controles positivos”, como la guerra y el hambre, que actúan para limitar el crecimiento de la población. La muerte, la destrucción y la enfermedad, en otras palabras, son supuestamente consecuencia del insostenible deseo de procrear de la humanidad.
Los gérmenes de la existencia contenidos en este pedazo de tierra, con abundante alimento y amplio espacio para expandirse, llenarían millones de mundos en el curso de unos pocos miles de años. La necesidad, esa imperiosa ley de la naturaleza que todo lo penetra, los restringe dentro de los límites prescritos. La raza de las plantas y la raza de los animales se contraen bajo esta gran ley restrictiva. Y la raza humana no puede, por ningún esfuerzo de la razón, escapar de ella. Entre las plantas y los animales, sus efectos son el desperdicio de semillas, la enfermedad y la muerte prematura. Entre la humanidad, la miseria y el vicio.
Culpar a los pobres
El reverendo Malthus fue más allá de sugerir simplemente que el crecimiento de la población no podía ser ilimitado. Al fin y al cabo, la afirmación de que existen límites materiales al tamaño total de la humanidad es una verdad de Perogrullo. Evidentemente, ninguna especie puede seguir proliferando sin un suministro adecuado de nutrientes, agua, etcétera.
El tratado inicial de Malthus era sobre todo una polémica contra los románticos y los utópicos. En escritos posteriores, sin embargo, aplicó sus teorías a los acuciantes problemas políticos de la época. Y en todas las ocasiones llegó a conclusiones agresivamente reaccionarias, sobre todo en la cuestión del pauperismo.
La Revolución Industrial en Gran Bretaña fue acompañada de una miseria generalizada, a medida que los “trabajadores libres” se trasladaban del campo a las ciudades y que el capitalismo masticaba a los trabajadores y los escupía a las calles.
En la época en que Malthus escribía su ensayo, existía un sistema parroquial de “Leyes de pobres”. Este sistema proporcionaba ayuda a mendigos y vagabundos. Pero tras las guerras napoleónicas, la depresión y el desempleo masivo acechaban al país, y las antiguas Leyes de Pobres se consideraban cada vez más insostenibles.
En 1832 se creó una Comisión Real para proponer un nuevo sistema de Leyes de Pobres. Y los argumentos de Malthus -presentados pública y celosamente por el propio Malthus- se desplegaron para defender que la ayuda local a nivel de distrito se sustituyera por un sistema centralizado de casas de trabajo: instituciones estatales infernales que proporcionaban alojamiento precario y escasas gachas a cambio de un trabajo agotador.
Según Malthus y sus seguidores, las Leyes de Pobres anteriores no hacían sino empeorar una mala situación. El verdadero problema, decían, era la escasez de alimentos y otros medios de subsistencia. Redistribuir la riqueza mediante la caridad no resolvería esta cuestión. Por el contrario, sólo serviría para animar a las clases bajas a reproducirse, agravando el problema.
Los pobres, en otras palabras, tenían la culpa de ser pobres. Y como todas las demás almas justas, deben aceptar estoicamente su suerte en la vida, pues de lo contrario prevalecerían el caos y la miseria.
Un hombre que nace en un mundo ya poseído, si no puede obtener la subsistencia de sus padres, a quienes tiene una justa demanda, y si la sociedad no quiere su trabajo, no tiene derecho a la más pequeña porción de comida y, de hecho, no tiene por qué estar donde está. En el gran festín de la naturaleza no hay lugar para él. Ella le dice que se vaya, y ejecutará rápidamente sus propias órdenes, si él no logra la compasión de algunos de sus comensales. Si estos comensales se levantan y le hacen sitio, inmediatamente aparecerán otros intrusos exigiendo el mismo favor…
El orden y la armonía de la fiesta se alteran, la abundancia que antes reinaba se transforma en escasez; y la felicidad de los invitados queda destruida por el espectáculo de la miseria y la dependencia en todos los rincones de la sala [énfasis original].
En lugar de ayudar a los pobres, Malthus y sus admiradores pedían que se les penalizara y encarcelara para evitar que se reprodujeran como roedores.
“Por tanto, la cuestión [para los maltusianos]”, señaló Engels en sus estudios sobre La condición de la clase obrera en Inglaterra, “no es alimentar a la población excedente, sino limitarla tanto como sea posible de una manera o de otra”.
“El Parlamento inglés completó esta filantrópica teoría”, afirmaba un joven Karl Marx, “con la idea de que el pauperismo es la miseria cuya culpa hay que achacar a los propios obreros, por lo que no hay que prevenirla como una desgracia, sino que por el contrario, hay que castigarla como un crimen” [énfasis original].
Humanos frente a animales
Karl Marx y Friedrich Engels, que escribieron en la estela de Malthus y las Nuevas Leyes de Pobreza de 1834, hicieron pedazos estos argumentos reaccionarios.
En primer lugar, los fundadores del socialismo científico cuestionaron los axiomas básicos en los que se basaba la hipótesis de Malthus.
“Malthus establece un cálculo, sobre el que descansa todo su sistema.”, afirma Engels. “La población —dice— crece en progresión geométrica: 1-2 -4 -8 -16 -32, etc., mientras que la capacidad de producción de la tierra aumenta solamente en progresión aritmética: 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6. La diferencia salta a la vista y es sencillamente pavorosa, pero, ¿es cierta?”
Malthus afirmaba haber demostrado estas relaciones con pruebas empíricas. En particular, determinó su tasa geométrica de aumento de la población a partir del estudio de la expansión de las nuevas sociedades en Norteamérica y otras colonias británicas.
Sin embargo, las proporciones numéricas exactas alegadas por Malthus distraen un poco la atención de los principales defectos de su teoría. Ante todo, es la afirmación del párroco sobre los límites de la producción lo que hay que cuestionar.
“¿Dónde se ha demostrado que la productividad de la tierra aumenta en progresión aritmética?”. Engels continúa en su Crítica.
La superficie de la tierra es limitada, eso es perfectamente cierto. Pero la fuerza de trabajo que debe emplearse en esta superficie aumenta junto con la población.
La extensión de la tierra es limitada, es cierto. La mano de obra que en ella puede invertirse aumenta con la población; aún concediendo que el aumento del rendimiento debido al aumento de trabajo no registre siempre un incremento a tono con la proporción del trabajo invertido, siempre quedará un tercer elemento, que al economista, ciertamente, no le dice nada, la ciencia, cuyo progreso es tan ilimitado y rápido, por lo menos, como el de la población.
Malthus, por tanto, presenta a los seres humanos como no mejores que los animales. En su opinión, la humanidad es como una bacteria en una placa de Petri: destinada a multiplicarse exponencialmente hasta consumir todos los recursos disponibles en su hábitat.
Pero a diferencia del resto del reino animal, explicaron Marx y Engels, los humanos somos capaces de un pensamiento consciente y activo; de comprender el mundo que nos rodea a través de la interacción con nuestro entorno, y de utilizar este conocimiento para transformar nuestro entorno; de desarrollar la ciencia y la tecnología, para dominar las fuerzas de la naturaleza.
Con su teoría de la población (o superpoblación), Malthus creía haber descubierto una ley intemporal y eterna de la naturaleza. Pero se trataba de una visión burda, una forma de reduccionismo que pretendía presentar la dinámica de la sociedad humana como poco más que una “lucha por la existencia” darwiniana (muchas décadas antes que el propio Darwin).
Sin embargo, mediante el trabajo, la humanidad puede desarrollar las fuerzas productivas de que dispone. Al hacerlo, somos capaces de alterar las condiciones en las que vivimos y de derribar cualquier barrera que se interponga en el camino de la extensión de nuestra especie. Esto es lo que diferencia a los seres humanos de todas las demás criaturas.
“El animal llega, a lo sumo, a actos de recolección;”, subraya Engels en su inacabada obra maestra Dialéctica de la naturaleza, mientras que “el hombre, en cambio, produce, crea medios de vida en el más amplio sentido de la palabra, medios de vida que sin él jamás habría llegado a producir la naturaleza. Ya esto por sí solo hace imposible transferir, sin más, a la sociedad humana las leyes de vida de las sociedades animales.” [énfasis original].
En otras palabras, las leyes de la sociedad y de las poblaciones humanas son cualitativamente diferentes de las leyes de la biología y la evolución. La sociedad humana tiene sus propias leyes, más allá de las que se aplican a otras especies. La ciencia demográfica no puede reducirse a un darwinismo social.
Visión materialista de la historia
Con sus leyes abstractas de la población, Malthus era el reflejo de los utopistas contra los que polemizaba. Estos últimos soñaban con una sociedad perfecta, desvinculada de las condiciones materiales. Los primeros pretendían defender el estado de cosas existente recurriendo a leyes sociales supuestamente intemporales; leyes demográficas consideradas tan universalmente aplicables a lo largo de la historia como las leyes del movimiento de Newton lo son en física.
En contraste con estos dos campos idealistas, Marx y Engels aportaron una visión materialista de la historia. No existen leyes sociales eternas, aplicables a todas las formas de civilización, explicaron. Más bien, cada etapa del desarrollo humano conlleva sus propias dinámicas, contradicciones y relaciones sociales. A su vez, cada modo de producción tiene sus propias leyes de población, que deben estudiarse concretamente.
“[Según los maltusianos,] toda la historia tiene que estar subordinada a una única gran ley natural”, escribe Marx en su correspondencia, amonestando a ciertos intelectuales burgueses por su idealismo histórico.
Esta ley de la naturaleza es la fórmula (empleada de este modo, la expresión de Darwin se convierte en una simple fórmula) struggle for life [la lucha por la vida], y el contenido de esta frase hueca es la ley malthusiana de la población, o rather [mejor dicho], de la superpoblación.
Así, en lugar de analizar la struggle for life tal como se manifiesta en diversas formas sociales determinadas, es suficiente convertir cada lucha concreta en una fórmula: struggle for Ufe y sustituir luego esta misma fórmula por las lucubraciones maltusianas sobre la población.
“De esta suerte”, explica Marx en los Grundrisse, “[Malthus] transforma las relaciones his tóricamente diferentes en una relación numérica abstracta, existente sólo en la fantasía, que no se funda ni en las leyes naturales ni en las históricas.”.
Las leyes y los límites de las poblaciones humanas, por tanto, no están determinados y condicionados por la naturaleza, sino por la producción. Los diferentes modos de producción, a su vez, tienen diferentes leyes de población.
En los hechos, todo régimen histórico particular posee sus leyes de población particulares, históricamente válidas. Una ley abstracta de población sólo existe para las plantas y los animales, en la medida en que el hombre no interfiere en esos terrenos.
Excedente relativo de población
Tras haber refutado las leyes abstractas e inmutables de la población de Malthus, Marx emprendió la tarea positiva de analizar y formular las leyes de la población propias del capitalismo.
Sin embargo, Marx no se ocupó de examinar la dinámica demográfica que afecta al tamaño de una sociedad determinada. Toda una serie de factores -incluidos los cambios en las actitudes morales y religiosas- podrían determinar si una población concreta crece o disminuye; si los progenitores deciden tener familias más numerosas o más reducidas; si las tasas de natalidad y mortalidad son bajas o altas.
Marx comprendió, a este respecto, que las cifras totales de la humanidad no se basan únicamente en determinantes económicos; que no existe una relación mecánica entre población y producción.
En cambio, en El Capital, Marx esbozó cómo la dinámica de la acumulación capitalista da lugar a una tendencia hacia un excedente relativo de población.
Malthus había atribuido la pobreza al número absoluto de personas; el resultado inevitable de demasiada gente persiguiendo muy pocos bienes. Por el contrario, Marx demostró que el pauperismo era el resultado de las contradicciones del capitalismo.
Impulsados por una sed insaciable de beneficios cada vez mayores, la competencia entre los capitalistas les obliga a reinvertir constantemente la plusvalía -creada por la clase obrera- en nuevos medios de producción, lo que conduce a la expansión y el crecimiento.
En este proceso, aumenta la demanda total de fuerza de trabajo. Al mismo tiempo, sin embargo, los capitalistas invierten en maquinaria y automatización para aumentar la productividad de los trabajadores, abaratar sus mercancías y competir con otros productores.
Así pues, se desarrollan dos tendencias contradictorias. Por un lado, la tecnología deja obsoletos a los trabajadores, que son arrojados al basurero. Por otro lado, a medida que la economía crece, los trabajadores desempleados se reincorporan a la producción.
Algunas industrias se transforman, despidiendo trabajadores; otras se expanden, creando una demanda de trabajadores adicionales. Y a estos cambios entre los distintos sectores de la economía y dentro de ellos se superponen los ciclos perpetuos de auge y recesión del capitalismo.
El resultado es un flujo y reflujo de la población que se considera excedentaria para las necesidades del capital; fluctuaciones caóticas en lo que Marx denominó el “ejército de reserva de la mano de obra”.
“[…] la acumulación capitalista”, explica Marx en su obra magna, “produce constantemente y por cierto en relación a su energía y a su volumen una población obrera adicional relativa, esto es, excesiva para las necesidades medias de valorización del capital y, por tanto, superflua”.
Además, Marx subrayó que un ejército de reserva de mano de obra no es sólo el producto de la acumulación capitalista, sino también una condición necesaria para su perpetuación.
Para poder ampliar continuamente sus negocios, los capitalistas deben disponer en todo momento de mano de obra ociosa, lista y capaz de ser empleada. La existencia de esta reserva de trabajadores, mientras tanto, ayuda a mantener una presión a la baja sobre los salarios, aumentando así los beneficios de los empresarios.
El capital actúa de dos lados a la vez. Si su acumulación, de una parte, acrecienta la demanda de trabajo, de la otra, incrementa la oferta de obreros mediante su “liberación”, mientras que simultáneamente la presión de los desocupados obliga a los ocupados a poner en movimiento más trabajo, o sea, hace la oferta de trabajo en cierto grado independiente de la oferta de obreros.
No son las cifras absolutas de la población las que hacen bajar los salarios y crean pobreza, como había sugerido Malthus, sino el ejército de reserva de mano de obra resultante de la dinámica del capital; no se trata de superpoblación y producción limitada, sino de un excedente de población en relación con las necesidades del sistema de beneficios; “la presión de la población no se ejerce sobre los medios de subsistencia, sino sobre los medios de empleo”, como subraya Engels.
Por tanto, con la acumulación del capital que ella misma produce, la población obrera crea en volumen creciente los medios que hacen posible su propia conversión en población relativamente excesiva. Es esta una ley de población propia del modo de producción capitalista.
Superpoblación frente a superproducción
En lugar de las afirmaciones de Malthus sobre el progreso aritmético en términos de suministro de alimentos, Marx y Engels analizaron las contradicciones reales del capitalismo que impiden a la sociedad alimentar a un número cada vez mayor de personas.
Sobre todo, explicaron que lejos de ver superpoblación, se trata de sobreproducción. La humanidad no se enfrenta a una escasez permanente, sino a la pobreza en medio de la abundancia. Como escribe Engels:
Se produce demasiado poco, esta es la causa de todo el asunto. Pero, ¿por qué se produce demasiado poco? No porque los límites de la producción […] estén agotados, sino porque los límites de la producción están determinados, no por la cantidad de estómagos vacíos, sino por el número de bolsas capaces dé comprar y de pagar. La sociedad burguesa no desea ni puede desear producir más. Los obreros sin dinero y con el vientre vacío, cuyo trabajo no puede ser utilizado para el beneficio y que por consiguiente no pueden comprar, se dejan a la tasa de mortalidad [énfasis original].
El hambre en el capitalismo, en resumen, no surge por la incapacidad técnica de la sociedad para alimentarse a sí misma, sino por la locura del sistema de lucro.
“Si Malthus no hubiera enfocado el asunto de un modo tan unilateral”, afirma Engels en su Crítica, “ se habría dado cuenta de que la población o mano de obra sobrante aparece siempre unida a un exceso de riqueza, de capital y de propiedad sobre la tierra”.
A este respecto, las teorías de Malthus han sido desmentidas en la práctica muchas veces desde su muerte. La evolución de la agricultura, la industria y la ciencia ha permitido a la sociedad aumentar la fertilidad de la tierra, incrementar la productividad mediante la aplicación de la tecnología y la técnica y producir más con menos.
Incluso hoy, según la organización humanitaria Acción contra el Hambre, se estima que se producen alimentos suficientes para alimentar a todo el mundo y, sin embargo, se calcula que el 10% de la población mundial sufre malnutrición e inanición.
El problema no radica en la superpoblación maltusiana, sino en la propiedad privada y el Estado-nación: las dos barreras fundamentales que se interponen en el camino del desarrollo de las fuerzas productivas; y que nos impiden hoy utilizar racionalmente los inmensos recursos de la sociedad, que en cambio están siendo saqueados con fines de lucro por los capitalistas.
Apologista del parasitismo
Al culpar del hambre y las privaciones a la gente corriente, Malthus desviaba activamente la atención del verdadero culpable: el sistema capitalista. A este respecto, Marx describió a Malthus como “un adulador desvergonzado de las clases dominantes”, y sus teorías como una “nueva apología de los explotadores del trabajo”.
Malthus defendía sobre todo los intereses de la nobleza terrateniente. En los debates sobre las Leyes del Maíz (aranceles sobre las importaciones de grano a Gran Bretaña), por ejemplo, Malthus se posicionó firmemente del lado del proteccionismo y de los terratenientes, en oposición a los defensores del libre comercio, como el economista clásico inglés David Ricardo.
Además, fiel a su credo, el clérigo también utilizó sus teorías económicas para justificar la existencia de su propia clase parasitaria, defendiendo el consumo improductivo de la Iglesia, la aristocracia y otros “criados ociosos” variados.
Aseguró que ese despilfarro de los recursos de la sociedad no era un despilfarro, sino que era necesario para prevenir las crisis y garantizar la supervivencia del capitalismo.
“Hacen falta, por tanto”, dice Marx, resumiendo los puntos de vista económicos de Malthus, “compradores que no sean vendedores, para que el capitalista pueda realizar su ganancia, ‘vender las mercancías por su valor’.”
De ahí la necesidad de los terratenientes, los pensionistas, los poseedores de sinecuras, los curas, etc., sin olvidar a sus menial servants [sirvientes domésticos] y retainers [lacayos].
Simultáneamente, según Malthus, tenemos superpoblación y subconsumo; demasiadas bocas que alimentar, junto con demasiados bienes que vender; demasiado poco producido para mantener a las masas sin dinero, junto con un excedente que sólo puede ser absorbido por la glotonería y la avaricia de los holgazanes y holgazanes acomodados.
“Y de ahí que”, concluye Marx, constatando la ironía y la hipocresía, “el panfletista de la población predique como condicionante de la producción el constante subconsumo y la mayor apropiación posible del producto anual por los ociosos”.
Esta flagrante paradoja de las ideas de Malthus expresa en realidad una contradicción real en el corazón del capitalismo: la sobreproducción.
Frente a los economistas clásicos del laissez-faire, como Adam Smith y Jean-Baptiste Say, que creían en la racionalidad y la eficacia del libre mercado, Marx demostró que el capitalismo era intrínsecamente propenso a las crisis, crisis derivadas de la naturaleza del propio sistema de beneficios.
Los beneficios de los capitalistas se derivan del trabajo no remunerado de la clase obrera, explicó Marx. Los trabajadores reciben menos valor (en forma de salarios) del que producen (en forma de mercancías). Por consiguiente, la capacidad de producción del capitalismo siempre superará la capacidad del mercado para absorber todo lo que se produce.
El resultado, como explicaron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, son crisis en las que “estalla una epidemia que, en todas las épocas anteriores, habría parecido un absurdo: la epidemia de la superproducción”.
La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio.
Marx admitió que, aunque consideraba al párroco un plagiador en serie, las ideas económicas de Malthus tenían cierto mérito, en el sentido de que, “frente a las lamentables doctrinas de armonía de la economía política burguesa”, el reverendo ponía “el acento en las desarmonías”.
Malthus se complacía en proclamar las contradicciones del capitalismo, en la medida en que ello le proporcionaba una disculpa para los aristócratas y otras sanguijuelas diversas de la sociedad, a cuyos intereses servía.
“Malthus no tiene interés en encubrir las contradicciones de la producción burguesa; por el contrario, [está interesado] en hacerlas resaltar”, afirma Marx, “de una parte para poner de relieve como necesaria la miseria de las clases trabajadoras (dentro de este modo de producción) y, de otra parte, para demostrar a los capitalistas de la necesidad [de un] clero de la Iglesia y del Estado bien cebado, para crear una demanda adecuada con este fin”.
¿Población envejecida o sistema senil?
Malthus reprendía a los pobres por ser pobres. Pero es evidente que no tenía ningún problema con que los ricos fueran ricos.
Lo mismo ocurre hoy con los acólitos contemporáneos de Malthus. Los comentaristas liberales culpan a los más vulnerables de ser una carga para la sociedad. Pero estos mismos hipócritas ignoran convenientemente -o peor aún, defienden activamente- la verdadera piedra de molino que cuelga de nuestros cuellos: los multimillonarios y banqueros que no son más que una sangría, y cuyo sistema condena a millones a una vida de agonía y trabajo.
A este respecto, los neomalthusianos de todas las tendencias desempeñan un peligroso papel al señalar con el dedo a todo tipo de chivos expiatorios cuando se trata de los crímenes y calamidades del capitalismo. Se supone, por ejemplo, que los inmigrantes y refugiados deben ahogarse en el mar Mediterráneo o en el Canal de la Mancha. El país está “lleno”, nos dicen. Si se permite que el ‘enjambre’ de extranjeros llegue a nuestras costas, se colapsarán los servicios públicos que ya están en crisis. Mientras tanto, los capitalistas se ahogan en beneficios.
O tomemos el caso de los ancianos. Irónicamente, muchos autores inspirados en Malthus, que en su día se preocuparon por la “explosión demográfica”, hoy en día se preocupan por lo contrario: que la gente no tenga suficientes hijos, lo que conduce a sociedades cada vez más pequeñas y envejecidas.
Según estimaciones de la ONU, las mujeres de todo el mundo -por diversos factores- tienen cada vez menos hijos. En consecuencia, se prevé que la población total del planeta pase de los más de 8.000 millones actuales a un máximo de unos 10.400 millones en 2083. Con unas previsiones de natalidad más bajas, este apogeo cae hasta los 9.000 millones en 2050.
Al mismo tiempo, gracias a las mejoras en la asistencia sanitaria, etc., la esperanza de vida aumenta. El resultado global es que la sociedad envejece rápidamente.
Esto tiene importantes ramificaciones económicas. En concreto, la “tasa de dependencia de la tercera edad”, que mide el número de personas mayores en relación con la población en edad de trabajar (entre 15 y 64 años), está aumentando. En otras palabras, una mano de obra reducida tiene que mantener a un mayor número de jubilados.
Esto significa relativamente menos trabajadores para impulsar el crecimiento económico; menos fuerza de trabajo proporcionalmente para que la exploten los capitalistas; y menos contribuyentes en comparación con la población total, junto con mayores necesidades de gasto público en pensiones estatales y sanidad pública.
“Los cambios significativos y prolongados que se avecinan en el tamaño y las características de la población y la mano de obra podrían socavar el crecimiento económico”, advierte George Magnus, antiguo economista jefe del banco de inversiones UBS, en su libro La era del envejecimiento. “Las sociedades que envejecen tendrán que averiguar cómo obtener del Estado del bienestar más gasto relacionado con la edad y cómo pagarlo”.
Para Malthus, el problema era el exceso de pobres que consumían los recursos de la sociedad. Ahora, nos dicen, son demasiados ancianos.
Asimismo, en un reciente informe especial, la revista liberal The Economist predice una “japonización” de Occidente, es decir, un proceso de envejecimiento y disminución de la población que conducirá al estancamiento económico y al aumento descontrolado de las deudas nacionales.
Los autores de la revista llegan incluso a sugerir que las personas mayores podrían ser responsables del atolladero depresivo en el que está sumida la economía mundial: no sólo porque el aumento del número de ancianos implica un incremento de las tasas de dependencia y de los niveles de gasto público (en bienestar y sanidad), sino también porque los jubilados están contribuyendo aparentemente a un “exceso de ahorro mundial”.
Como era de esperar, a estos escritores burgueses no se les ocurre examinar las verdaderas causas de la desaceleración de la economía mundial: no un “exceso de ahorro” en manos de los ancianos, sino en las cuentas bancarias de los multimillonarios.
Es el capitalismo -un sistema asolado por la sobreproducción y la anarquía- el responsable del “estancamiento secular” y la “depresión permanente” de los que hablaban los economistas burgueses (como Larry Summers y Paul Krugman, respectivamente) antes de la pandemia; y de la inestabilidad y la inflación que ahora acechan a la clase dominante y a la clase trabajadora por igual.
El hecho es que si la economía avanzara y la productividad aumentara, no habría ningún problema en que un número relativamente menor de trabajadores tuviera que mantener a un número mayor de personas en sus últimos años de vida. La riqueza para proporcionar mayores niveles de asistencia sanitaria, etc., estaría ahí. De hecho, el dinero para ello ya existe, pero está ocioso en las bóvedas bancarias de los superricos.
En lugar de culpar a los boomers por sobrecargar los presupuestos gubernamentales, deberíamos culpar a los patronos y a su sistema por paralizar la sociedad. El problema no es una división generacional, sino una división de clases.
A este respecto, la verdadera pregunta que hay que hacerse no es “¿qué hacemos con todos estos ancianos?”, sino “¿por qué se ha estancado la productividad?”.
¿Por qué no somos capaces de producir más con menos, no sólo en la industria y la agricultura, sino también en los servicios esenciales? ¿Por qué tecnologías como la inteligencia artificial y la automatización no han conducido a una reducción masiva de la semana laboral y un adelanto de la edad de jubilación? ¿Por qué, a pesar de todos los últimos avances de la ciencia, una mano de obra relativamente más reducida no puede mantener a una proporción cada vez mayor de personas dependientes, aumentando al mismo tiempo la provisión de pensiones, asistencia social, guarderías, educación, etc.?
Del mismo modo que el progreso científico y tecnológico ha permitido que más personas vivan más tiempo y ha dado a las familias un mayor control potencial sobre el número de hijos que tienen, los nuevos avances en las fuerzas productivas deberían permitir a la sociedad mantener poblaciones de edad más avanzada y más numerosas, con niveles de vida más altos para todos.
Todo esto – y más – es totalmente posible. Pero no sobre la base del capitalismo, que está en un callejón sin salida.
De hecho, hasta los académicos más prestigiosos advierten del “estancamiento científico” y señalan que la investigación se ha vuelto menos “disruptiva” en las últimas décadas y que la innovación se ha estancado.
Por supuesto, lo que estos pesimistas empíricos -como Malthus antes que ellos- no ven es que este estancamiento no es absoluto, sino relativo. No son la ciencia y la tecnología las que han llegado a un callejón sin salida, sino el modo de producción actual.
En resumen, no es el envejecimiento de la población el culpable de las crisis de la sociedad, sino un sistema senil: el decrépito sistema capitalista, que ha superado hace tiempo su papel histórico, y que a partir de ahora debe ser enterrado; enterrado por sus sepultureros, la clase obrera.
Colapso y catástrofe
Las cifras y proyecciones antes mencionadas sobre el crecimiento demográfico asestan un nuevo golpe a los argumentos de Malthus y sus discípulos. El reaccionario reverendo no sólo se equivocaba sobre la capacidad de la humanidad para transformar la producción y alimentar así a un número cada vez mayor de personas; también se equivocaba sobre la predilección de la humanidad por la procreación.
Nada, insistía Malthus en su infame ensayo, podía impedir que la gente corriente se reprodujera incontroladamente como conejos. Y, sin embargo, vemos que, a medida que la sociedad se desarrolla, los cambios materiales repercuten en la familia, provocando una tendencia general a la reducción de las tasas de fecundidad.
Los factores subyacentes a este proceso son numerosos: el cambio de la agricultura a la industria y del campo a la ciudad; la incorporación de un mayor número de mujeres a la población activa; la creación de Estados del bienestar, incluida la educación y la sanidad públicas; la mayor accesibilidad a los anticonceptivos y a los conocimientos sobre planificación familiar; el cambio de actitudes sociales, sobre todo en lo que se refiere a la disminución del papel de la religión; y, cada vez más hoy en día, el hecho de que los potenciales progenitores no puedan permitirse criar más hijos (si los tienen), debido a los bajos salarios y a los elevados costes de las guarderías, los alquileres, etc.
Independientemente de las causas precisas, el resultado global en el capitalismo actual es claro: el desarrollo de las fuerzas productivas proporciona un impulso material y una base para que las familias tengan menos hijos, al mismo tiempo que permite a la sociedad mantener una población total más numerosa. Sin embargo, los maltusianos, que lo ven todo de una manera puramente unilateral, son ajenos a esta realidad.
Lo mismo cabe decir de destacados neomalthusianos como el “Club de Roma”, un conjunto de académicos, intelectuales y organizaciones burguesas que, en 1972, publicaron su informe alarmista sobre Los límites del crecimiento.
Actualizando las ideas de Malthus para la era informática, los científicos del Club de Roma elaboraron modelos de los cambios en los recursos y la población del planeta, produciendo predicciones apocalípticas de un colapso ecológico, económico y social total en 100-120 años.
Pero como respondió el crítico Christofer Freeman, de la Universidad de Sussex, y autor de Models of Doom: “Si pones a Malthus como base; el resultado será Malthus”. En otras palabras, cualquier modelo es tan fiable como sus datos y supuestos. Y los autores de Los límites del crecimiento estaban totalmente infectados de prejuicios maltusianos, que sesgaron por completo sus predicciones demográficas y medioambientales.
Preveían que la población y el consumo siguieran creciendo exponencialmente, mientras que la producción -sobre todo de alimentos- tendría dificultades para mantener el ritmo. Los recursos finitos se agotarían a un ritmo cada vez más rápido. Y si el hambre no nos mataba a todos, sin duda lo haría la contaminación.
Sobre todo, al igual que Malthus, los investigadores del Club de Roma no tenían ninguna perspectiva de progreso. Sus ecuaciones no daban cabida a los saltos tecnológicos cualitativos, a las transformaciones de la sociedad y la economía, a la lucha de clases.
Lo único que podían recomendar, por tanto, eran políticas encaminadas a lograr un “crecimiento cero”. Este es el linaje maltusiano del que descienden las ideas contemporáneas del “decrecimiento”. En el contexto del capitalismo, esto equivale a un régimen de austeridad permanente.
Y sin embargo, el Club de Roma tenía razón en algo. Si seguimos como hasta ahora, la humanidad se precipita hacia un futuro espantoso de crisis ecológica, económica y social, que puede incluso amenazar la continuidad de la propia civilización.
Sin embargo, la solución no pasa por remedios maltusianos de “controles positivos”, controles de población o restricciones al consumo, sino por que la clase obrera tome el poder y planifique racionalmente la producción, en interés de las personas y del planeta.
Socialismo o barbarie
Los marxistas no adoptan un punto de vista moral abstracto sobre si es preferible una población mayor o menor; si la gente debe o no debe querer tener hijos.
A lo que sí nos oponemos es a que los maltusianos -tanto de derechas como de izquierdas- afirmen que la gente corriente debe morir, sufrir o aceptar ataques a su nivel de vida, porque aparentemente la sociedad no tiene los recursos o el potencial productivo para proporcionar una vida decente a toda la población mundial, y a miles de millones más.
Todo tipo de barreras impiden a la inmensa mayoría tener un verdadero control sobre sus vidas. Por un lado, el Tribunal Supremo de Estados Unidos -y los gobiernos reaccionarios de un país tras otro- han despojado a millones de mujeres de su derecho a decidir no tener hijos. Por otro lado, el capitalismo priva a millones de mujeres y hombres de la posibilidad de elegir tener hijos, debido a la falta de guarderías o viviendas asequibles.
Los marxistas quieren eliminar todos estos obstáculos: proporcionando derechos reproductivos y otras libertades democráticas básicas a las mujeres; y planificando democráticamente la economía con el fin de proporcionar una vivienda digna, servicios públicos y pensiones totalmente financiados, y guarderías y servicios de atención a la tercera edad socializados y gratuitos para todos.
Para lograrlo, necesitamos una revolución: sustituir las leyes anárquicas de la producción capitalista y la propiedad privada por nuevas leyes económicas basadas en la planificación socialista racional, la propiedad común y el control obrero. Como explica Engels:
[…] la llamada lucha por la existencia reviste, en estas condiciones, la siguiente forma: proteger los productos y las fuerzas productivas producidos por la sociedad burguesa contra la acción destructora y devastadora de este mismo orden social capitalista, arrebatando la dirección de la producción y la distribución sociales de manos de la clase capitalista, incapacitada ya para gobernarlas, y entregándola a la masa productora, lo que equivale a llevar a cabo la revolución socialista.Sólo así podremos evitar la crisis existencial a la que se enfrenta la humanidad. Las únicas opciones que tenemos son el socialismo o la barbarie.